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Cuando Yellowstone estalle

El 29 de agosto de 1870, un teniente del ejército de 30 años de edad llamado Gustavus Doane, integrante de una expedición de reconocimiento a la región de Yellowstone, en el territorio de Wyoming, trepó hasta la cumbre del monte Washburn, sobre el río Yellowstone. Mirando al sur, notó que faltaba algo en un tramo de las Rocosas: las montañas. A lo largo de muchos kilómetros, las únicas elevaciones se erguían a lo lejos, formando un paréntesis en torno a una extensa cuenca boscosa. Doane concibió una sola manera de explicar ese vacío. «La gran cuenca –escribió– fue antiguamente el vasto cráter de un volcán hoy extinguido.»

El teniente estaba en lo cierto: Yellowstone es un volcán, y no un volcán cualquiera. El par­que nacional más antiguo y famoso de Estados Unidos se encuentra justo encima de uno de los mayores volcanes de la Tierra. Sin embargo, Doane se equivocó en un aspecto crucial. El volcán de Yellowstone no está extinguido, sino inquietantemente activo

Hay volcanes y supervolcanes. Para estos últimos no existe una definición aceptada por todo el mundo. El término fue popularizado por un documental que la BBC emitió el año 2000, pero algunos científicos lo utilizan para referirse a erupciones de una violencia y magnitud excepcionales. El Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS) aplica el término para erupciones que expulsan más de 1.000 kiló­metros cúbicos de rocas y ceniza en un solo episodio, es decir, para fenómenos cuya magnitud es más de 50 veces superior que la famosa erupción del Krakatoa de 1883, que acabó con la vida de más de 36.000 personas.

Los volcanes forman montañas; los supervolcanes las aniquilan. Los volcanes arrasan la flora y la fauna en varios kilómetros a la redonda; los supervolcanes pueden causar la extinción de toda una especie al inducir cambios en el clima de todo el planeta.

No existe ningún registro en la historia de la humanidad que dé testimonio de que un supervolcán haya entrado en erupción, pero los geólogos han podido reconstruir lo que debe de ser una de esas explosiones. En primer lugar se forma una pluma caliente que sube desde las profundidades del planeta y funde la roca justo por debajo de la corteza terrestre, creando una vasta cámara que contiene una mezcla a presión de magma, roca semisólida y gases disueltos, entre ellos vapor de agua y dióxido de carbono. Con el paso de miles de años, a medida que se acumula más magma, el suelo que cubre la cámara magmática empieza a abombarse, centímetro a centímetro. A lo largo de los bordes del domo se abren grietas, como si unos ladrones aserraran un agujero por debajo de un suelo de madera. Cuando a través de esas fracturas se libera la presión de la cámara magmática, los gases disueltos hacen explosión repentinamente, en una reacción colosal y desbocada. Es como «abrir una botella de Coca-Cola después de agitarla», dice Bob Christiansen, científico del USGS y uno de los primeros en investigar el volcán de Yellowstone en la década de 1960. Cuando la cámara magmática se queda vacía, la superficie se derrumba. Toda la región abombada se hunde. Lo que queda después es una caldera gigante.

El «punto caliente» responsable de la formación de la caldera de Yellowstone ha entrado en erupción decenas de veces en los últimos 18 millones de años. Como tiene su raíz en las profundidades de la Tierra, y está debajo de una placa tectónica que se desplaza hacia el sudoeste, sus erupciones anteriores han dejado una serie de calderas fantasmales, alineadas como las cuentas de un collar gigantesco a través del sur de Idaho, Oregón y Nevada. Las sucesivas coladas de lava han formado los espectrales paisajes lunares de la llanura del río Snake.

Las tres últimas supererupciones se produjeron en el propio Yellowstone. La más reciente, acaecida hace 640.000 años, fue mil veces más potente que la erupción del monte Saint Helens en 1980, en la que murieron 57 personas en el estado de Washington. Pero las cifras no bastan para captar el alcance de la catástrofe. Se calcula que la columna de cenizas arrojada por la explosión de Yellowstone alcanzó unos 30.000 metros de altura y cubrió de polvo todo el Oeste hasta el golfo de México. Los flujos piroclásticos (densas y letales nubes de rocas, cenizas y gases a 800 grados de temperatura) circularon por el territorio alcanzando alturas imponentes y llenaron valles enteros de un material tan pesado y caliente que quedó soldado como el asfalto sobre un paisaje antes lleno de vida. Y ése ni siquiera fue el episodio más violento de Yellowstone. Otra erupción hace 2,1 millones de años tuvo más del doble de potencia y dejó un agujero en el suelo del tamaño de la isla de Mallorca. Entre una y otra, hace 1,3 millones de años, hubo otra erupción menos violenta pero también devastadora.

En cada ocasión, todo el planeta debió de sentir los efectos. Los gases que llegaron a la estratosfera debieron de mezclarse con vapor de agua, creando una fina neblina de aerosoles de sulfato que atenuó la luz solar y sumiendo tal vez al mundo entero en varios años de «in­­vierno volcánico». Según creen algunos investigadores, el ADN de nuestra especie conserva la huella de una de esas catástrofes acaecida hace alrededor de 74.000 años, cuando un su­­pervolcán llamado Toba entró en erupción en Indonesia. El invierno volcánico resultante de la explosión pudo haber determinado un período de enfriamiento planetario que quizá redujo la población humana a unos pocos miles de individuos, lo que habría situado a nuestra especie al borde de la extinción.

Pese a su violencia, los supervolcanes dejan pocos signos tras de sí, aparte de una vaga sensación de ausencia. La caldera de Yellowstone ha sido erosionada, colmada de lava y de cenizas de erupciones menores (la más reciente tuvo lugar hace 70.000 años) y suavizada por los glaciares. Cualquier cicatriz que quedara ha sido cubierta por bosques apacibles. Cuesta mucho verla, a menos que uno tenga buena vista, como Doane, o haya un geólogo a su lado.

«Está viendo dos terceras partes de la caldera –me dice Bob Smith–. Es tan enorme, que la gente no la distingue.» Smith es un geofísico de la Universidad de Utah y uno de los principales expertos en el supervolcán de Yellow­stone. Estamos en la cima de Lake Butte, un mirador en el extremo oriental del lago Yellow­­stone y uno de los mejores lugares para apreciar la caldera. Pero no la veo. Puedo ver el lago, que se extiende a lo largo de varios kilómetros a nuestros pies, y unas pocas colinas al norte (viejos domos de lava). Pero no puedo seguir con la vista el borde de la caldera, porque gran parte se encuentra debajo del lago y también por su propia extensión: unos 72 kilómetros de diámetro. Como le sucedió a Doane en lo alto del monte Washburn, no veo más que montañas distantes en el horizonte, y entre ellas, al oeste, el vacío donde la tierra se tragó a sí misma en el transcurso de unos pocos días.

Aun así, los efectos de las erupciones pasadas tienen repercusiones profundas en el presente. Los pinos retorcidos que predominan en los bosques del parque están adaptados para crecer en suelos pobres en nutrientes, como los de la caldera de Yellowstone. También lo están los pinos blancos americanos, cuyos piñones sirven de sustento a los grizzlies y los osos negros.

Y desde luego, la tierra sigue hoy literalmente en ebullición. Las truchas que remontan los ríos no serían tan abundantes si las fuentes hi­­drotermales del fondo del gélido lago Yellow­stone no caldearan el agua. El parque bulle de géiseres, fumarolas, volcanes de lodo y otras formas de actividad hidrotermal. De hecho, la mitad de los géiseres del planeta están aquí. Los fenómenos hidrotermales cambian constantemente de temperatura y comportamiento, y no dejan de aparecer otros nuevos, que en medio de los bosques escupen nubes de vapor visibles desde un avión y emiten unos gases tan tóxicos que, se dice, han fulminado bisontes.

Pese a esa «violentísima ebullición gaseosa», en palabras de uno de los primeros exploradores, durante mucho tiempo se creyó que el volcán que yace bajo el paisaje de Yellowstone estaba extinguido, como pen­saba Doane, o al menos agonizante. De hecho, después de los estudios encargados por el gobier­no federal en las postrimerías del siglo xix, la naturaleza volcánica de Yellowstone fue objeto de escasa atención científica durante décadas. Pero a finales de los años cincuenta un estudiante de posgrado de Harvard llamado Francis «Joe» Boyd reparó en la presencia de roca piroclástica soldada, una gruesa capa de ceniza calentada y compactada, que interpretó como un signo de flujos piroclásticos procedentes de una erupción explosiva reciente, en términos geológicos.

En 1965 Bob Christiansen encontró un se­­gundo depósito piroclástico soldado, distinto del anterior, y al año siguiente identificó con sus colegas un tercero. Mediante la técnica de datación por potasio-argón, determinaron que las tres capas eran producto de tres erupciones distintas. Cada una formó una caldera gigantesca, y la más reciente borró la mayoría de los signos de las dos anteriores.

Después, un día de 1973, Bob Smith y uno de sus colegas estaban trabajando en la isla Peale, en el South Arm (el «brazo meridional») del lago Yellowstone, cuando el primero observó algo extraño: algunos árboles a lo largo de la ribera estaban parcialmente sumergidos y moribundos. Smith ya había trabajado en la zona en 1956 y tenía previsto utilizar el mismo amarradero que en la expedición anterior. Sin embargo, el muelle también estaba inundado. ¿Qué estaba pasando?

Intrigado, Smith se dispuso a revisar los puntos geodésicos que los trabajadores del parque habían colocado desde 1923 en varios caminos que recorrían los bosques. Su estudio reveló que Hayden Valley, situado sobre la caldera al norte del lago, se había elevado unos 75 centímetros en las décadas transcurridas desde entonces, mientras que el extremo meridional del lago no se había levantado en absoluto. Como resultado, el extremo norte del lago había ascendido y empujado el agua hacia la ribera meridional. El suelo se estaba abovedando. El volcán estaba activo.

Smith publicó los resultados de su es­­tudio en 1979 y se refirió en varias entrevistas a Yellowstone como «una caldera que está viva y respira». Posteriormente, en 1985, tras producirse un «enjambre» de terremotos, la mayoría minúsculos, el suelo volvió a hundirse. Smith modificó entonces su metáfora: Yellowstone era ahora «una caldera viva, que respira y se agita».

En los años transcurridos desde entonces, Smith y sus colegas han utilizado todos los trucos que han podido idear para «ver» el subsuelo del parque. Poco a poco, la magnitud y el potencial del sistema volcánico subterráneo han ido desvelándose. En el nivel más superficial, el agua se infiltra varios kilómetros hacia el interior de la corteza terrestre, se calienta y vuelve a subir convertida en vapor, que alimenta los géiseres y las fumarolas. A unos ocho o diez kilómetros de profundidad se encuentra el techo de la cámara magmática, un depósito de roca parcialmente fundida de unos 50 kilómetros de ancho.

En su interior, el magma basáltico está atrapado por el magma riolítico, que flota sobre el basalto líquido como la nata sobre la leche. Observando la propagación de las ondas sísmicas generadas por los terremotos a través de las rocas subsuperficiales de diferentes densidades, los científicos han descubierto que la cámara magmática está alimentada por una gigantesca pluma de roca fundida que asciende desde el manto superior de la Tierra, con unos 60 grados de inclinación hacia el noroeste, y cuya base está quizás unos 650 kilómetros por debajo de la su­­perficie.

Yellowstone era ahora «una caldera viva, que respira y se agita».

Cuando la pluma bombea más calor hacia la cámara, el terreno se abomba. Los pequeños terremotos permiten que los fluidos hidrotermales escapen a la superficie, lo que alivia la presión en el interior de la cámara y hace que el suelo vuelva a bajar. Tras el enjambre de terremotos de 1985 Yellowstone se hundió 20 centímetros en el transcurso de unos diez años. Luego volvió a levantarse, esta vez más deprisa. Desde 2004, algunas porciones de la caldera ascienden a un ritmo de casi ocho centímetros al año, mucho más rápido que cualquiera de los ascensos registrados desde que se iniciaron las observaciones minuciosas en los años setenta. La superficie sigue ascendiendo pese a un enjambre de terremotos de 11 días de duración que comenzó a finales de 2008 y desencadenó un torrente de rumores apocalípticos en Internet.

«Es lo que llamamos una caldera inestable –explica Smith–. El efecto final al cabo de muchos ciclos es reunir suficiente magma para entrar en erupción. Y no sabemos cuáles son esos ciclos.» Así pues, la pregunta es si volverá a estallar. Es muy probable que en algún momento haya algún tipo de erupción, tal vez modesta, como la del monte Pinatubo en Filipinas, que causó la muerte a 800 personas en 1991. Pero se desconocen las probabilidades de que se produzca una erupción completa capaz de formar una caldera, un cataclismo que podría matar a miles de personas y sumir al planeta en un invierno volcánico. Podría suceder en el transcurso de nuestras vidas, o dentro de más de 100.000 años, o quizá no pase nunca. Bob Christiansen, actualmente retirado, sospecha que el supervolcán se mantiene bastante estable, a pesar de las señales de actividad. Durante la mayor parte de su historia, el punto caliente de Yellowstone ha formado calderas en la fina corteza del área del Basin and Range, el sistema de cuencas y sierras del Oeste de Estados Unidos. Ahora el punto caliente se encuentra bajo una corteza mucho más gruesa, donde las Rocosas alcanzan su mayor altitud.

«Creo que el sistema está más o menos equilibrado –dice Christiansen, y añade–, pero es una interpretación por la que no pondría la mano en el fuego.»