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Las criaturas mágicas de Nueva Guinea

Al hermano Henk no parece importarle demasiado haber perdido la ropa. Hace apenas unas horas un helicóptero lo ha dejado en un claro de la selva, a 1.500 metros de altitud, en los montes Foja de la isla de Nueva Guinea, uno de los lugares más remotos e inaccesibles del planeta. Aún no ha desaparecido el ruido de las aspas cuando se da cuenta de que no tiene la mochila y de que la ropa que lleva puesta -gorro de pescador, camisa rosa de manga corta, vaqueros y botas de goma- es todo su vestuario para las próximas tres semanas.

Aun así, Henk van Mastrigt está feliz. Con la red roja en la mano, recorre cautelosamente el terreno cenagoso, atrapando de vez en cuando alguna de las mariposas que surcan el aire, relucientes como gemas. «Bajad, bajad, no temáis», les dice con su acento holandés. Se detiene para orinar en el barro, sabedor de que las sales minerales del charco atraerán a las mariposas. El hermano Henk atrapa un ejemplar de tamaño mediano. Con unas pinzas de puntas romas abre sus alas, de color negro oscuro con dibujos en forma de jota de un blanco centelleante. «¡Oh! ¡Es fabulosa, extraordinaria! –exclama–. Seguramente es una especie nueva para la ciencia.»

Aunque es un monje franciscano y no ha cursado formalmente estudios de biología, lleva decenios estudiando las mariposas del oeste de Nueva Guinea y las conoce mejor que nadie. Si él nunca ha visto esta mariposa antes, nadie la ha visto. Es como estar presente en el acto de la creación, o, en cierto sentido, en un instante anterior, ya que según las reglas de la ciencia esta especie no existirá hasta que sea depositada en un museo y el hermano Henk publique su descripción en una revista especializada.

"¡Oh! ¡Es fabulosa, extraordinaria", exclama el hermano Henk, "seguramente es una especie nueva para la ciencia"

«Mire, ahí está el nuevo mielero», exclama el hermano Henk, señalando el muro de vegetación al borde del pantano. Un ave de tamaño mediano, con el plumaje negruzco y brillantes carúnculas anaranjadas -formaciones de piel desnuda en la cara-, da saltos por un arbusto, recogiendo frutos con el pico. Es un mielero de Carlota, una especie que sólo vive en los montes Foja. Quizá sólo una docena de científicos lo han visto vivo.

Nueva Guinea, la segunda isla de mayor tamaño del mundo, ha cautivado y desafiado durante siglos a los científicos más audaces y experimentados. A mediados del siglo XIX, el legendario naturalista y explorador Alfred Russel Wallace escribió que el paisaje abrupto y frondoso de Nueva Guinea suponía «una barrera casi infranqueable para el interior desconocido», una aseveración que mantuvo su validez durante gran parte del siglo XX. Mientras gradualmente se iban explorando otras cadenas montañosas de la isla, los valles profundos, los riscos y las aserradas cumbres de los montes Foja, con su dosel boscoso ininterrumpido, se resistieron a la exploración hasta que el biólogo Jared Diamond realizó una serie de estudios en 1979 y 1981.

Cuando el ornitólogo Bruce Beehler sobrevolaba los Foja en 2004, descubrió un pequeño claro en el bosque, un pantano donde la inundación anual impide que crezca algo más que hierbas y arbustos y, lo más importante, donde podía aterrizar un helicóptero. A finales de 2005, Beehler condujo la primera expedición cientí­fica intensiva a los Foja, un viaje de 25 días dirigido por el Programa de Evaluación Rápida -RAP, por sus siglas en inglés- de Conservación Internacional, cuyo propósito era reunir información biológica para facilitar la protección medioambiental en áreas poseedoras de una importante biodiversidad. Los miembros de la expedición descubrieron el mielero de Carlota -la primera especie nueva de ave hallada en Nueva Guinea desde 1950-, más de una decena de ranas nuevas y varias especies de plantas y mamíferos. Henk van Mastrigt capturó más de 20 mariposas y po­­lillas diferentes, que actualmente están siendo estudiadas como posibles especies nuevas.

El hermano Henk volvió a los montes Foja en noviembre de 2008 para la segunda expedición del RAP, y gracias a los donativos de los miembros del equipo, no tuvo que pasar las tres semanas con la misma ropa. Fue una suerte, porque a causa de las lluvias torrenciales incluso los que llevaban una buena reserva de prendas de vestir pasaron gran parte del tiempo empapados.

Pero la lluvia alimenta la riqueza biológica de la selva, una riqueza que se manifiesta en parte en la exuberancia de musgos, helechos y otras epífitas -plantas que crecen sobre otras plantas- que cubren los troncos y las ramas de los árboles. Instalados a una altitud que los situaba por encima de los mosquitos transmisores de la malaria y de las serpientes venenosas conocidas, los residentes del campamento del pantano tenían como principal amenaza las ramas que caían de los árboles, ya que la vegetación epifítica absorbe el agua y pesa demasiado en las ramas.

Entre la docena de tiendas del campamento del pantano había una grande y amarilla que hacía las veces de laboratorio. Allí, Kristofer Helgen y Christopher Milensky, de la Smithsonian Institution, preparaban, respectivamente, los especímenes de mamíferos y de aves, y el australiano Paul Oliver se ocupaba de las ranas y los lagartos. Ed Scholes, del Laboratorio de Ornitología de Cornell, cargaba con los aparatos de audio y de vídeo por las sendas del bosque para documentar las raras aves del paraíso. El botánico Asep Sadili, del Instituto Indonesio de Ciencias, copatrocinador de la expedición, recogía plantas en un área de estudio cercana al campamento.

Los expedicionarios capturaban animales con diversas trampas y redes y, en ocasiones, a mano (en especial las ranas halladas a la luz de las linternas frontales en los paseos nocturnos). Muchas de las aves y los mamíferos más grandes fueron aportados por los hombres de una aldea de las estribaciones de los Foja, que guiaron a los biólogos, los ayudaron con las tareas del campamento y les demostraron sus conocimientos del bosque.

El segundo día de la expedición, tres cazadores regresaron con un casuario menor que abatieron con arco y flecha. Milensky codiciaba el ejemplar, pero los lugareños le tenían reservado otro destino, y al rato el aroma de carne asada impregnaba el aire. Milensky salvó los huesos. Mientras limpiaba un fémur, declaró: «Éste debe de ser el primer espécimen que se caza en la naturaleza para un museo en los últimos cien años».

Los cazadores ofrecieron a Kris Helgen otros tesoros: un ualabí diminuto; "quizás el canguro auténtico más pequeño del mundo", dijo el científico acerca del ejemplar del tamaño de un conejo) y un extraño equidna de hocico largo. Este monotrema, un mamífero ovíparo emparentado con el ornitorrinco, tiene en el hocico unos electrorreceptores que le sirven para localizar lombrices, a las que arponea con la lengua espinosa y succiona en su boca desdentada como si fueran espaguetis.

«Esta cosa es el mamífero más raro del mundo», dijo Helgen, quien mencionó, entre otras características, el cuerpo musculoso del equidna, sus afiladas púas formadas por pelos modificados, la producción de leche a través de mamilas ventrales (sin pezones) en la hembra, y el pene de cuatro cabezas del macho. «Es mi mamífero favorito», añadió, expresando una preferencia que seguramente tendrá bastante que ver con la rareza del animal y con las dificultades para estudiarlo. Nadie (ningún científico, ni ningún habitante de Nueva Guinea) ha visto nunca una cría de equidna de hocico largo.

Además del trabajo de recoger y preparar es­­pecímenes, la vida cotidiana en el campamento tenía su precio. Las sanguijuelas les dejaban a todos ronchas ensangrentadas en las piernas, y las ortigas causaban dolorosas urticarias. Una noche llovieron gusanos en la tienda de Helgen. Las moscas habían puesto cientos de huevos en el techo de malla de la tienda, y las larvas acababan de eclosionar, inquietas y hambrientas. Aun así, no había espacio para el desánimo en el campamento del pantano.

El día empezaba con el canto de los pájaros, en especial con el de la vocinglera y ubicua pe­­troica terrestre chica. Jalonaban la rutina diaria los ásperos gritos de las bandadas de loris, que surcaban el aire sobre las cabezas de los expedicionarios como balas rojas y verdes; el arrullo constante de las palomas frugívoras, que misteriosamente permanecían ocultas en las copas de los árboles pese a su deslumbrante plumaje verde y amarillo, y el interminable goteo del agua sobre las tiendas. Al atardecer estallaba el reclamo ensordecedor de las cigarras, que a las cinco y media de la tarde sonaban como alarmas de coche y a las seis parecían sirenas de policía. Luego caía la noche, y las ranas se sumaban al coro.

Cada día traía consigo nuevos descubrimientos y sorpresas, desde el raro, y casi mítico, canguro arborícola dorado -cuyo nombre científico, Dendrolagus pulcherrimus, significa la más bella liebre arborícola- hasta las polillas que el hermano Henk capturaba cada noche, y que parecían reunir todas las combinaciones posibles de formas y colores.

Pero en la ciencia no todo son grandes hallazgos, y algunas presas codiciadas por los cien­tíficos resultaron ser irritantemente esquivas. Un día hacia el final de la expedición, el ornitólogo Ed Scholes regresó malhumorado de una jornada en el bosque. Había confiado en poder documentar comportamientos que demostraran que la parotia -un tipo de ave del paraíso- de los montes Foja era quizás una especie diferente de las observadas en otros puntos de Nueva Guinea. "Aquí estoy trabajando a razón de 400 a 1", gruñó Scholes, "400 minutos sentado en esa pocilga infestada de mosquitos para ver al ave sólo un minuto".

Transcurridas tres semanas, la lista de descubrimientos se había ampliado. A la mariposa ha­­llada el primer día por el hermano Henk se había añadido una rata con ojos pequeños como cuentas, una rana de nariz alargada atrapada mientras reposaba sobre un saco de arroz, una enorme libélula con brillantes ojos amarillos, un gecko delatado por su feroz mirada anaranjada y mu­­chas mariposas y polillas más. Los biólogos de la expedición descubrieron varias especies nuevas en la reducida fracción de los montes Foja que pudieron explorar, y ampliaron enormemente el conocimiento acerca de la variedad y abundancia de la fauna y flora de Nueva Guinea.

Mientras el helicóptero despegaba del pan­tano, los miembros del equipo contemplaron bandadas de grandes cacatúas galeritas que, asustadas por el ruido del motor, volaban sobre la verde oscuridad del bosque que se extendía hasta el horizonte. Cuando el ruido se apagó, las aves volvieron a las copas de los árboles, y la vida en los montes Foja recuperó su ritmo primigenio, con sus misterios prácticamente intactos.

Las criaturas mágicas de Nueva Guinea

Al hermano Henk no parece importarle demasiado haber perdido la ropa. Hace apenas unas horas un helicóptero lo ha dejado en un claro de la selva, a 1.500 metros de altitud, en los montes Foja de la isla de Nueva Guinea, uno de los lugares más remotos e inaccesibles del planeta. Aún no ha desaparecido el ruido de las aspas cuando se da cuenta de que no tiene la mochila y de que la ropa que lleva puesta -gorro de pescador, camisa rosa de manga corta, vaqueros y botas de goma- es todo su vestuario para las próximas tres semanas.

Aun así, Henk van Mastrigt está feliz. Con la red roja en la mano, recorre cautelosamente el terreno cenagoso, atrapando de vez en cuando alguna de las mariposas que surcan el aire, relucientes como gemas. «Bajad, bajad, no temáis», les dice con su acento holandés. Se detiene para orinar en el barro, sabedor de que las sales minerales del charco atraerán a las mariposas. El hermano Henk atrapa un ejemplar de tamaño mediano. Con unas pinzas de puntas romas abre sus alas, de color negro oscuro con dibujos en forma de jota de un blanco centelleante. «¡Oh! ¡Es fabulosa, extraordinaria! –exclama–. Seguramente es una especie nueva para la ciencia.»

Aunque es un monje franciscano y no ha cursado formalmente estudios de biología, lleva decenios estudiando las mariposas del oeste de Nueva Guinea y las conoce mejor que nadie. Si él nunca ha visto esta mariposa antes, nadie la ha visto. Es como estar presente en el acto de la creación, o, en cierto sentido, en un instante anterior, ya que según las reglas de la ciencia esta especie no existirá hasta que sea depositada en un museo y el hermano Henk publique su descripción en una revista especializada.

"¡Oh! ¡Es fabulosa, extraordinaria", exclama el hermano Henk, "seguramente es una especie nueva para la ciencia"

«Mire, ahí está el nuevo mielero», exclama el hermano Henk, señalando el muro de vegetación al borde del pantano. Un ave de tamaño mediano, con el plumaje negruzco y brillantes carúnculas anaranjadas -formaciones de piel desnuda en la cara-, da saltos por un arbusto, recogiendo frutos con el pico. Es un mielero de Carlota, una especie que sólo vive en los montes Foja. Quizá sólo una docena de científicos lo han visto vivo.

Nueva Guinea, la segunda isla de mayor tamaño del mundo, ha cautivado y desafiado durante siglos a los científicos más audaces y experimentados. A mediados del siglo XIX, el legendario naturalista y explorador Alfred Russel Wallace escribió que el paisaje abrupto y frondoso de Nueva Guinea suponía «una barrera casi infranqueable para el interior desconocido», una aseveración que mantuvo su validez durante gran parte del siglo XX. Mientras gradualmente se iban explorando otras cadenas montañosas de la isla, los valles profundos, los riscos y las aserradas cumbres de los montes Foja, con su dosel boscoso ininterrumpido, se resistieron a la exploración hasta que el biólogo Jared Diamond realizó una serie de estudios en 1979 y 1981.

Cuando el ornitólogo Bruce Beehler sobrevolaba los Foja en 2004, descubrió un pequeño claro en el bosque, un pantano donde la inundación anual impide que crezca algo más que hierbas y arbustos y, lo más importante, donde podía aterrizar un helicóptero. A finales de 2005, Beehler condujo la primera expedición cientí­fica intensiva a los Foja, un viaje de 25 días dirigido por el Programa de Evaluación Rápida -RAP, por sus siglas en inglés- de Conservación Internacional, cuyo propósito era reunir información biológica para facilitar la protección medioambiental en áreas poseedoras de una importante biodiversidad. Los miembros de la expedición descubrieron el mielero de Carlota -la primera especie nueva de ave hallada en Nueva Guinea desde 1950-, más de una decena de ranas nuevas y varias especies de plantas y mamíferos. Henk van Mastrigt capturó más de 20 mariposas y po­­lillas diferentes, que actualmente están siendo estudiadas como posibles especies nuevas.

El hermano Henk volvió a los montes Foja en noviembre de 2008 para la segunda expedición del RAP, y gracias a los donativos de los miembros del equipo, no tuvo que pasar las tres semanas con la misma ropa. Fue una suerte, porque a causa de las lluvias torrenciales incluso los que llevaban una buena reserva de prendas de vestir pasaron gran parte del tiempo empapados.

Pero la lluvia alimenta la riqueza biológica de la selva, una riqueza que se manifiesta en parte en la exuberancia de musgos, helechos y otras epífitas -plantas que crecen sobre otras plantas- que cubren los troncos y las ramas de los árboles. Instalados a una altitud que los situaba por encima de los mosquitos transmisores de la malaria y de las serpientes venenosas conocidas, los residentes del campamento del pantano tenían como principal amenaza las ramas que caían de los árboles, ya que la vegetación epifítica absorbe el agua y pesa demasiado en las ramas.

Entre la docena de tiendas del campamento del pantano había una grande y amarilla que hacía las veces de laboratorio. Allí, Kristofer Helgen y Christopher Milensky, de la Smithsonian Institution, preparaban, respectivamente, los especímenes de mamíferos y de aves, y el australiano Paul Oliver se ocupaba de las ranas y los lagartos. Ed Scholes, del Laboratorio de Ornitología de Cornell, cargaba con los aparatos de audio y de vídeo por las sendas del bosque para documentar las raras aves del paraíso. El botánico Asep Sadili, del Instituto Indonesio de Ciencias, copatrocinador de la expedición, recogía plantas en un área de estudio cercana al campamento.

Los expedicionarios capturaban animales con diversas trampas y redes y, en ocasiones, a mano (en especial las ranas halladas a la luz de las linternas frontales en los paseos nocturnos). Muchas de las aves y los mamíferos más grandes fueron aportados por los hombres de una aldea de las estribaciones de los Foja, que guiaron a los biólogos, los ayudaron con las tareas del campamento y les demostraron sus conocimientos del bosque.

El segundo día de la expedición, tres cazadores regresaron con un casuario menor que abatieron con arco y flecha. Milensky codiciaba el ejemplar, pero los lugareños le tenían reservado otro destino, y al rato el aroma de carne asada impregnaba el aire. Milensky salvó los huesos. Mientras limpiaba un fémur, declaró: «Éste debe de ser el primer espécimen que se caza en la naturaleza para un museo en los últimos cien años».

Los cazadores ofrecieron a Kris Helgen otros tesoros: un ualabí diminuto; "quizás el canguro auténtico más pequeño del mundo", dijo el científico acerca del ejemplar del tamaño de un conejo) y un extraño equidna de hocico largo. Este monotrema, un mamífero ovíparo emparentado con el ornitorrinco, tiene en el hocico unos electrorreceptores que le sirven para localizar lombrices, a las que arponea con la lengua espinosa y succiona en su boca desdentada como si fueran espaguetis.

«Esta cosa es el mamífero más raro del mundo», dijo Helgen, quien mencionó, entre otras características, el cuerpo musculoso del equidna, sus afiladas púas formadas por pelos modificados, la producción de leche a través de mamilas ventrales (sin pezones) en la hembra, y el pene de cuatro cabezas del macho. «Es mi mamífero favorito», añadió, expresando una preferencia que seguramente tendrá bastante que ver con la rareza del animal y con las dificultades para estudiarlo. Nadie (ningún científico, ni ningún habitante de Nueva Guinea) ha visto nunca una cría de equidna de hocico largo.

Además del trabajo de recoger y preparar es­­pecímenes, la vida cotidiana en el campamento tenía su precio. Las sanguijuelas les dejaban a todos ronchas ensangrentadas en las piernas, y las ortigas causaban dolorosas urticarias. Una noche llovieron gusanos en la tienda de Helgen. Las moscas habían puesto cientos de huevos en el techo de malla de la tienda, y las larvas acababan de eclosionar, inquietas y hambrientas. Aun así, no había espacio para el desánimo en el campamento del pantano.

El día empezaba con el canto de los pájaros, en especial con el de la vocinglera y ubicua pe­­troica terrestre chica. Jalonaban la rutina diaria los ásperos gritos de las bandadas de loris, que surcaban el aire sobre las cabezas de los expedicionarios como balas rojas y verdes; el arrullo constante de las palomas frugívoras, que misteriosamente permanecían ocultas en las copas de los árboles pese a su deslumbrante plumaje verde y amarillo, y el interminable goteo del agua sobre las tiendas. Al atardecer estallaba el reclamo ensordecedor de las cigarras, que a las cinco y media de la tarde sonaban como alarmas de coche y a las seis parecían sirenas de policía. Luego caía la noche, y las ranas se sumaban al coro.

Cada día traía consigo nuevos descubrimientos y sorpresas, desde el raro, y casi mítico, canguro arborícola dorado -cuyo nombre científico, Dendrolagus pulcherrimus, significa la más bella liebre arborícola- hasta las polillas que el hermano Henk capturaba cada noche, y que parecían reunir todas las combinaciones posibles de formas y colores.

Pero en la ciencia no todo son grandes hallazgos, y algunas presas codiciadas por los cien­tíficos resultaron ser irritantemente esquivas. Un día hacia el final de la expedición, el ornitólogo Ed Scholes regresó malhumorado de una jornada en el bosque. Había confiado en poder documentar comportamientos que demostraran que la parotia -un tipo de ave del paraíso- de los montes Foja era quizás una especie diferente de las observadas en otros puntos de Nueva Guinea. "Aquí estoy trabajando a razón de 400 a 1", gruñó Scholes, "400 minutos sentado en esa pocilga infestada de mosquitos para ver al ave sólo un minuto".

Transcurridas tres semanas, la lista de descubrimientos se había ampliado. A la mariposa ha­­llada el primer día por el hermano Henk se había añadido una rata con ojos pequeños como cuentas, una rana de nariz alargada atrapada mientras reposaba sobre un saco de arroz, una enorme libélula con brillantes ojos amarillos, un gecko delatado por su feroz mirada anaranjada y mu­­chas mariposas y polillas más. Los biólogos de la expedición descubrieron varias especies nuevas en la reducida fracción de los montes Foja que pudieron explorar, y ampliaron enormemente el conocimiento acerca de la variedad y abundancia de la fauna y flora de Nueva Guinea.

Mientras el helicóptero despegaba del pan­tano, los miembros del equipo contemplaron bandadas de grandes cacatúas galeritas que, asustadas por el ruido del motor, volaban sobre la verde oscuridad del bosque que se extendía hasta el horizonte. Cuando el ruido se apagó, las aves volvieron a las copas de los árboles, y la vida en los montes Foja recuperó su ritmo primigenio, con sus misterios prácticamente intactos.