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Ligar en la iglesia: la misa, un evento social en el Siglo de Oro

Durante la Edad Media, las iglesias servían para cosas muy distintas de los oficios divinos: de almacén, de refugio o incluso de sala de teatro o baile. Las misas no siempre mantenían el mínimo decoro, sino que se aprovechaban para hacer negocios o para cortejar a las damas, cuando no a las monjas. El concilio de Trento (1545-1563), dentro de sus medidas de reforma de la Iglesia católica, se propuso corregir estos abusos. Así, a finales del siglo XVI, el obispo de Barcelona insistía en que «se observe en las iglesias tranquilidad, reposo y silencio. Y no se permitan bailes [...] ni se representen farsas o comedias». También se procuró suprimir ritos populares de tipo carnavalesco, como el del obispo niño u obispillo, en el que un joven vestido de obispo ocupaba el sitio de los clérigos en la fiesta de los Inocentes y oficiaba las ceremonias.

En Gerona, esta práctica había derivado en franca irreligiosidad, y el cabildo ordenó «que nadie en la dicha Iglesia tire nata o tierra, ceniza u otras inmundicias, ni hagan caer unos sobre otros, ni lleven al dicho bisbetó [obispillo] bailando por la Iglesia, ni vayan el día de los Inocentes ni otros días con disfraces, ni se burlen de la lectura de los evangelios, de las epístolas ni los salmos».

También se reafirmó la obligatoriedad de asistir a misa, y los párrocos debían registrar en un libro su cumplimiento por sus fieles. Los domingos y fiestas en que la Iglesia obligaba a ir a misa pasaban generalmente de noventa, y en algún obispado eran la tercera parte de los días del año. Este número resultaba tan elevado que los párrocos dispensaban con facilidad a los agricultores y a los asalariados más modestos para que pudieran recoger las cosechas o atender necesidades perentorias. También se excusaba la asistencia a misa cuando oírla «es detrimento de su vida, honra y hacienda, como si el hombre honrado no tuviese capa o calzado».Tampoco pecaba «la mujer dejando de oír misa cuando su marido no quiere que salga de casa y si sale la riñe y hay poca paz».

Viejas devotas en la iglesia

Tradicionalmente, la misa no requería la participación de los fieles. Éstos se mantenían como asistentes pasivos, pues no entendían el latín que utilizaban los sacerdotes y, en muchos casos, ni siquiera veían lo que sucedía en el altar, ya fuese porque estaban en una capilla lateral o porque una tribuna alzada a la entrada del coro obstaculizaba la visión. La ignorancia del latín provocaba situaciones cómicas, como la que parodia Gaspar Lucas Hidalgo en Diálogos de apacible entretenimiento (1604) sobre una vieja rezadora que, durante la plegaria «Confiteor Deo omnipotenti, beatae Mariae...», decía: «Los confites de Dios, los canelones de la Virgen y la gragea de todos los santos me sustenten el alma». O la pulla que, en la misma obra, lanza otra beata cuando «por estar muy apretada la gente en la iglesia, no podía un hombre que estaba detrás de ella besar la tierra como los otros y, como no se pudo apartar la vieja para hacerle lugar, le dijo señalando con la mano sus propias asentaderas: “Aquí podréis besar, hermano, que todo es tierra, y aun peor”».

En el siglo XVI, el cabildo de Gerona ordenó «que nadie en la dicha Iglesia tire nata o tierra, ceniza u otras inmundicias» entre otras irreverencias

La misa era sobre todo una reunión comunitaria que favorecía las relaciones sociales; la parte en la que el cura oficiaba no era necesariamente la más importante. Un canónigo de Barcelona se quejaba de que muchos fieles entraban cuando la misa estaba empezada, se iban antes que terminase y tenían «el gran mal y abominable costumbre de hablar y comenzar a tratar de cosas». También confundían el ritual –«muchas veces están sentados cuando deben estar de pie y están de pie cuando deberían estar arrodillados»– y se enfadaban cuando la misa se prolongaba demasiado. La inasistencia a misa o la asistencia incompleta se daba sobre todo entre los hombres, que tenían en la taberna un centro donde reunirse, una iglesia alternativa libre del control eclesiástico.

En los testamentos, era usual dejar «el alma como heredera», una fórmula por la que se legaba dinero para la celebración de misas, de modo que los acreedores del difunto no podían cobrar sino lo que sobrara tras el abono de las mismas. La inflación de misas en los testamentos (hubo testadores que encargaron 3.000 misas en 3.000 días sucesivos) provocaba la saturación de las listas de espera y muchas misas no llegaron a celebrarse nunca, con el consiguiente peligro para las almas.

Las exageradas expresiones de piedad que encontramos en la España del Siglo de Oro no parecían incompatibles con la ausencia de verdadera devoción. «La falta de devoción de algunos y su mascarada religiosa –escribía el viajero francés Bertaut en 1659– resulta difícil de comprender. Nada es más risible que verlos en misa con grandes rosarios colgados del brazo, cuyas cuentas van pasando sin dejar de enterarse de cuanto ocurre a su alrededor, y pensando muy poco en Dios y en su sacrificio». Según Álvarez de Colmenar, a principios del siglo XVIII las mujeres de la nobleza seguían oyendo misa en su capilla particular y a veces desde el lecho. «En ocasiones van a la iglesia, y hay quien oye doce misas al día. Pero muchas veces no van allí por Dios, sino en busca de citas y galanteos, y durante la misa hablan a sus galanes con los ojos, lenguaje que los españoles entienden maravillosamente».

Lujuria en las iglesias

La asistencia a misa encubría fines mundanos. Algunas damas, con el rostro cubierto por el velo y con séquito de doncellas, dueñas o pajes, acudían a la iglesia para ser requebradas o mantener conversaciones frívolas. Los pisaverdes no les iban a la zaga en irreverencia, pues oían misa sin atención y ponían gran cuidado en el adorno con que habían de ir a la iglesia: «Estos lindos –escribía Francisco Santos en 1663– todos juntos aguardan una misa breve, y ya hartos de murmurar [...] se componen el pelo y tientan la golilla; luego se componen las ligas [...], luego miran a todas partes, en particular donde hay damas». A principios del siglo XVII, en Madrid, en la iglesia de Jesús, se celebraba la llamada misa de las Marías, porque a ella asistían estrellas del teatro como María Calderón, María de Córdoba y María Riquelme, que atraían a multitud de admiradores.

A principios del siglo XVII, una multitud se congregaba cada domingo en la iglesia de Jesús en la llamada misa de las Marías, a la que asistían estrellas del teatro

Refiriéndose al erotismo durante las ceremonias religiosas, el nuncio de Madrid tuvo que prohibir en 1690 que los caballeros ofrecieran agua bendita a las damas a la salida de los templos para citarse con ellas disimuladamente, y algunos moralistas emitieron sesudas consideraciones sobre si las iglesias deberían ser consagradas de nuevo cuando alguien había fornicado en ellas. El escritor Juan de Zabaleta afirmaba, en 1654, que los templos eran lugar de encuentro frecuente para los galanteadores, los cuales entraban «mirando a las mujeres por entrambos lados», mientras éstas se hallaban «holgándose de ser miradas». Aún más inquietante que el comportamiento de las damas y galanes era el de las cortesanas que acudían asiduamente a las iglesias, y el de los adúlteros, que oyen «misa alegres y obstinados en su culpa. Hácele la mujer la seña convenida para que se vean en la parte que suelen. Él atiende gustoso y hace, casi invisible, los ademanes de la obediencia. Ella toma el camino de su casa contenta de haberlo visto; él sale de la iglesia deseando que llegue la hora señalada de ir a ejecutar sus mal sufridos deseos».

Para saber más

Sólo Madrid es Corte. José Deleitoy Piñuela. Espasa-Calpe, Madrid, 1956.

Cambio cultural en la sociedad del Siglo de Oro. H. Kamen. Siglo XXI, Madrid, 1998.