SI TIENES PROBLEMAS PARA REPRODUCIR!

Ilustración 1MABARADIO

 Haz click Aquí.

 

Los primeros colonos ingleses en América

Desde el buque inglés Hopewell, fondeado frente a la costa de lo que hoy es Carolina del Norte, el gobernador John White observaba con júbilo la columna de humo que se elevaba en el crepúsculo estival

Aquel humo en la isla Roanoke «infundió en nosotros la esperanza de que parte de la colonia estuviese aguardando mi retorno de Inglaterra», escribiría. Tres años antes el gobernador había zarpado desde el primer asentamiento inglés del Nuevo Mundo en la que tenía que ser una fugaz misión de suministro, dejando en la colonia a más de cien hombres, mujeres y niños. Pero el viaje de regreso se había pospuesto una y otra vez por el e­­s­­tallido de la guerra contra España. Por fin, el 18 de agosto de 1590, White y un grupo de marineros desembarcaron en la isla Roanoke. Según el relato de White, vieron huellas recientes, pero no encontraron a nadie, y al ascender una colina se toparon con las letras «CRO» grabadas en un árbol. Era un código preacordado, explicaba el gobernador. Si los colonos se veían obligados a abandonar la isla, grabarían en un tronco o poste el lugar al que se dirigirían. Si añadían una cruz, significaba que la partida había estado causada por una emergencia.

Al llegar al asentamiento abandonado, White localizó un poste en el que «en buenas letras capitales se había tallado la palabra CROATOAN sin cruz alguna ni rastro de tribulación». Sin embargo, el poste era parte de una empalizada defensiva levantada después de la partida del gobernador hacia Inglaterra, señal inequívoca de que los colonos se habían preparado para un ataque enemigo.



Croatoan era el nombre de una isla de barrera situada algo más al sur y también el del pueblo indígena que la habitaba: algonquinos de Carolina, estrechos aliados de los europeos recién llegados. Uno de sus hombres, Manteo, había viajado dos veces a Londres y desempeñaba un papel fundamental para los ingleses como guía, intérprete y diplomático.

Aunque en sus escritos menciona que el plan original de los colonos era desplazarse 80 kilómetros hacia el interior, White quería trasladarse urgentemente a Croatoan, a 80 kilómetros al sur. Una serie de contratiempos y la falta de provisiones frustraron su intención de perseverar en la búsqueda. Al regresar a Inglaterra, se encontró con que sir Walter Raleigh, el acaudalado patrocinador de la colonia, estaba organizando una nueva em­­presa en Irlanda. Sin capacidad para financiar por su cuenta otra expedición transatlántica, White nunca regresó al Nuevo Mundo. De los 115 colonos abandonados en una costa lejana –entre ellos Eleanor y Virginia Dare, la hija y la nieta del propio White–, nunca más se supo.

Dos décadas más tarde los ingleses establecieron su primera cabeza de playa permanente en América: lo harían en el río James, 150 kilómetros más al norte, en la actual Virginia. El capitán John Smith, jefe de la colonia de Jamestown, oyó por boca de los indios que en el interior de Carolina, al oeste de las islas Roanoke y Croatoan, vivían hombres que vestían a la europea. Las expediciones de búsqueda, sin embargo, nunca hallaron una prueba material del destino de aquellos colonos.

Ni la hallarían en los 400 años siguientes, en los que una investigación tras otra se cerraba sin la menor luz sobre lo ocurrido en la isla Roanoke. La ausencia de pruebas dio pábulo a las especulaciones más descabelladas, a engaños y a teorías conspirativas. Pero en los últimos años una serie de hallazgos arqueológicos –y un descubrimiento casual en el Museo Británico– han revelado nuevas y seductoras pistas que sugieren qué pudo haber sido de los colonos tras la partida de White. Los historiadores, entre tanto, empiezan a admitir que Roanoke fue algo más que un simple fracaso. Aquella iniciativa era, en esencia, el programa Apolo de la Inglaterra isabelina, desarrollado en seis años y tres grandes viajes.

Las expedicines de búsqueda nunca hallaron una prueba material del destino de aquellos colonos. Ni la hallarían en los 400 años siguientes


El primero, en 1584, fue una misión de reco­nocimiento. Al año siguiente un contingente masculino –con White como dibujante de la expedición– desafió la reivindicación española del territorio norteamericano y llegó a Roanoke con la esperanza de encontrar oro, fármacos valiosos y una vía rápida hacia el Pacífico. Pero se enemistaron con sus anfitriones nativos al asesinar a su jefe. Harapientos y muertos de hambre, volvieron a Inglaterra menos de un año después a bordo de una flota comandada por sir Francis Drake. La primavera siguiente, en 1587, White dirigió una tercera expedición integrada básicamente por londinenses de clase media, entre ellos su hija embarazada, Eleanor Dare, otras 16 mujeres y una docena de niños.

Veintitantos barcos llevaron a cientos de personas a una expedición que equivaldría, desde el punto de vista del siglo XVI, a un viaje interplanetario. Aquella iniciativa audaz fue infinitamente mayor, tanto en tamaño como en alcance, y más famosa que las posteriores expediciones transatlánticas a Jamestown y Plymouth. El viaje selló el vínculo entre Inglaterra y la costa mesoatlántica de América del Norte, germen del Imperio británico y de Estados Unidos.

«Suele olvidarse o subestimarse la enorme importancia de las expediciones virginianas de Raleigh para la historia y la cultura del mundo moderno», escribe Neil MacGregor, exdirector del Museo Británico. En el museo se conservan las extraordinarias pinturas de White, que contribuyeron a formar el concepto europeo del Nuevo Mundo y sus habitantes.

Aunque el gobernador estaba convencido de que los colonos se habían dirigido a Croatoan, nunca se halló ningún indicio de ello hasta que en 1993 un huracán dejó a la vista grandes cantidades de cascotes de cerámica y otros vestigios de un poblado de nativos americanos.

«La perdimos los ingleses, así que a nosotros nos toca volver a encontrarla», dice Mark Horton con entusiasmo. El arqueólogo de la Universidad de Bristol está junto a un hoyo rectangular a la sombra de unas encinas de Virgi­nia. Al otro lado de la arbolada duna, las aguas de Pamlico Sound lamen la playa de Carolina del Norte.

En la década de 1580 una ensenada cercana hacía de este lugar el paraje perfecto para mariscar vieiras y ostras y pescar tortugas y peces. Había áreas de suelo fértil adecuadas para el cultivo de maíz, calabazas y habas. Cuando se cerró la ensenada más o menos un siglo después de la partida de White, la zona pasó a formar parte de la isla Hatteras, un largo bumerán de arena y bosque marítimo que se interna en el Atlántico.

Una organización local, la Sociedad Arqueológica de Croatoan, patrocina una excavación anual que dirige Horton. Desde 2013 han desenterrado objetos del Viejo Mundo mezclados con piezas de los nativos americanos en el centro de un poblado. Entre los hallazgos están los restos de lo que pare­­ce haber sido un estoque, algunos fragmentos de cobre europeo, el cañón de un arma de fuego, un perdigón y un trozo de pizarra con su pizarrín.
Se trata de uno de los pocos tesoros americanos de piezas supuestamente isabelinas, y todas han aparecido en el lugar al que el gobernador White creía que se habían dirigido los colonos perdidos.

Mientras charlo con Horton, un miembro del equipo pasa un cubo cargado de tierra a una voluntaria, que la vierte en un cedazo. Da una lavada con una manguera y recobra una minúscula cuenta azul celeste de factura italiana. Ese mismo día aparece un objeto fino y redondo, manufacturado en Amberes (Bélgica) en 1648 para pesar la plata de una moneda húngara llamada ducado. A me­­diados o finales del siglo XVII la nueva economía global alcanzaba incluso la remota isla Croatoan.

A me­­diados o finales del siglo XVII la nueva economía global alcanzaba incluso la remota isla Croatoan.

«Mi hipótesis es que no todos vinieron a parar a este lugar –dice Horton, refiriéndose a los colonos–. Pero sí que aquí habrían de encontrar un buen recibimiento y ayuda. Sospecho que habrían enviado aquí a las mujeres y los niños; es casi seguro que si Virginia Dare aparece, será aquí».
Sin embargo, la mayoría de los objetos en apariencia isabelinos fueron hallados junto a otros materiales europeos, como diminutas cuentas de vidrio y fragmentos de cerámica que probablemente datan de más de 50 años después del frustrado intento de rescate de White. «Que todas las piezas de la época de Roanoke aparezcan aquí dos generaciones después deja muchas preguntas en el aire», admite Horton. Él sugiere que las piezas isabelinas más antiguas quizás estaban en poder de los hijos o nietos de los colonos abandonados, que pudieron haberse integrado en las comunidades croatoan. Pero también podrían ser el fruto de relaciones mercantiles con asentamientos ingleses posteriores.



Por otro lado, los huesos de animales hallados en los vertederos apuntan a que se produjo un repentino cambio de dieta de pescado y tortugas a venado y aves, lo cual es un indicio de que po­dríamos estar ante un grupo de indígenas que empezaron a utilizar armas europeas en el período inicial de contacto, armas que quizá provenían de los colonos perdidos.

Lo que no admite duda son la antigüedad y la autenticidad de las acuarelas que pintó White cuando en 1585 viajó a América como dibujante de la expedición. Entre ellas hay un colorido mapa del este de Carolina del Norte, vivamente decorado con buques ingleses y canoas indias. El mapa, basado en las cuidadosas mediciones de Thomas Harriot, brillante científico de la expedición, también destaca por su precisión.

A Brent Lane, exprofesor de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, le fascinan desde niño las leyendas sobre la Colonia Perdida y posee una copia moderna del mapa de White. En 2011 le llamaron la atención dos tenues manchas de esa copia y solicitó al Museo Británico que se investigase qué había en ellas en el original.

Cuando los conservadores del museo colocaron la acuarela sobre una mesa de luz, bajo uno de los parches apareció un asterisco, símbolo de la presencia de un fuerte. La sorpresa no quedó ahí: el fuerte no estaba en la isla Roanoke, sino a unos 80 kilómetros de distancia, en la entrada del Albemarle Sound, coincidiendo con la mención que hace White de que los colonos planeaban reasentarse «cincuenta millas tierra adentro». Y sobre aquel parche se adivinaba también el contorno casi imperceptible de un fuerte, pintado con lo que tal vez fuese tinta invisible hecha con orina, indicio de que con el parche se pretendía ocultar un secreto y no corregir un error.

Los arqueólogos de la First Colony Foundation, un colectivo sin ánimo de lucro de Carolina del Norte dedicado al estudio arqueológico de todo lo que tenga que ver con Roanoke, se dispusieron a investigar la zona indicada en el mapa. Se centraron en un área contigua a una cala perfecta para ocultar un barco a las incursiones españolas de reconocimiento. Llamaron al lugar Yacimiento X.

«¡Nada de redes sociales!», vocea el arqueólogo Nicholas Luccketti cuando llego al yacimiento una tórrida mañana de verano, tras haber prometido no revelar su ubicación exacta. Los obreros se afanan echando tierra a unos cubos que luego se vierte en cedazos en busca de piezas diminutas.
Luccketti está nervioso. Teme que alguno de los voluntarios de la excavación haya dado el soplo a potenciales saqueadores. Desde que se iniciaron los trabajos en 2012, el equipo ha recuperado fragmentos metálicos en forma de L, posiblemente utilizados para estirar una tienda o una piel de animal, así como un herrete, el pequeño tubo que se usaba para rematar el cabo de un cordón de lana. Una hebilla de latón y un sello de plomo también podrían datar de la época isabelina.

El arqueólogo neoyorquino cree que la baza definitiva son las dos o tres docenas de fragmentos de cerámica desenterradas. Ante una mesa de plástico, extrae de una bolsa un trozo triangular de cerámica verde. La superficie externa es verde y lisa; la interna, rosa y más áspera. Se manufacturó en el sur de Inglaterra, en la frontera entre Surrey y Hampshire, y por eso se conoce como Border ware, «cerámica fronteriza». La verdad es que no es muy llamativa. Luccketti me lee la mente.



«Su importancia radica justamente en que es un objeto de uso cotidiano –apunta–. Si hubiese sido una pieza bonita, quizá se la habrían llevado los indios». En otras palabras, probablemente aquella cerámica inglesa fue abandonada y no reutilizada por los nativos. Luccketti está convencido de que tengo en mis manos un trozo del cuenco en el que comía un colono perdido. «Creemos que fue aquí donde se asentaron después de marcharse el gobernador White», dice convencido.

Su convicción estriba en un argumento que no por lógico deja de ser críptico. En los primeros asentamientos ingleses como el de Jamestown, la cerámica fronteriza conformaba un porcentaje importante de toda la cerámica que se usaba, pero con el tiempo esa proporción descendió con rapidez. Para cuando los colonos ingleses llegaron al área del Yacimiento X hacia 1660, la cerámica fronteriza ya era relativamente rara. Sin embargo, aquí abunda.

Otros arqueólogos son más escépticos. Insisten en que Luccketti debe aportar otras pruebas, como la tumba de algún colono isabelino, antes de dar por buena su hipótesis. Cuando vuelvo a verlo a finales de 2017, tras la última excavación del Yacimiento X, ya no se muestra tan seguro. «No sabemos exactamente lo que tenemos aquí –dice–. Tod0 esto sigue siendo un poco enigmático».

En la américa del norte colonial, la mayoría de los ingleses que desertaban o eran capturados por los indios se negaban a regresar a su colonia, aun teniendo ocasión de hacerlo. A diferencia de los europeos, los nativos americanos de la era colonial solían recibir con los brazos abiertos a hombres, mujeres y niños de cualquier procedencia. Aunque algunos hombres en edad de combatir eran asesinados y otros esclavizados, la inmensa mayoría se integraba en las tribus como miembros de pleno derecho.

En unas sociedades tan pequeñas, sumar individuos significaba sumar ventajas, y a los recién llegados se les enseñaba sin demora el idioma y los modos que sustituirían sus costumbres europeas. Si las personas de la Colonia Perdida siguieron esta senda y se asimilaron con rapidez en la sociedad algonquina de Carolina, tal y como creen muchos historiadores, es posible que de ello dé fe el ADN de sus descendientes.


Cuando el explorador John Lawson visitó la zona en 1701, oyó decir que los indios de Hatteras aseguraban «tener blancos entre sus ancestros […], verdad esta que queda confirmada por los ojos grises que con frecuencia se ve en estos indios y no en otros». Lawson supuso que los colonos perdidos se habían «conformado a las maneras de los indios con quienes emparentaban».

Estudios genéticos

Durante 10 años la informática Roberta Estes ha estado compilando desde Michigan datos genéticos que confirmen o refuten la teoría de Lawson. «El ADN nos permite mirar por un periscopio que se asoma a la historia remota», dice. Pero las respuestas se empeñan en ser vagas.

Dado que en Inglaterra no hay ningún descendiente identificado de los familiares de los colonos de Roanoke, la científica no tiene con qué comparar las muestras de descendientes actuales de los norcarolineses orientales. Extraer ADN de huesos del siglo XVI aparecidos en Roanoke, Hatteras o el Yacimiento X podría aportar un eslabón fiable entre los colonos y sus descendientes, pero hasta la fecha ese material genético sigue esquivando a la ciencia. «El ADN no es una varita mágica –añade Estes–, pero podría resolver parte de este misterio al proporcionarnos evidencias de que los colonos sobrevivieron». En el futuro podrían surgir nuevas piezas del rompecabezas, como registros genealógicos ingleses o exhumaciones de restos humanos con ADN analizable.


Durante 10 años la informática Roberta Estes ha estado compilando desde Michigan datos genéticos que confirmen o refuten la teoría de Lawson. «El ADN nos permite mirar por un periscopio que se asoma a la historia remota»


Algunos miembros de las familias que llevan toda la vida viviendo en Hatteras sostienen que sus antepasados eran nativos americanos. Los registros de la propiedad inmobiliaria revelan que aún en 1788, dos siglos después de la llegada de los colonos de Roanoke, sobrevivía en la isla una exigua comunidad de indios, pero nada parece indicar que en el siglo XX persistiesen sus tradiciones. Hasta el momento, Estes tampoco ha encontrado pruebas de que los isleños más enraizados al lugar porten ADN de los nativos americanos.

No obstante, algunos de aquellos indios se trasladaron al oeste y se instalaron en los humedales del continente con sus primos algonquinos, que en el siglo XVIII eran conocidos localmente como indios machapunga. Allí es donde supuestamente vivían los europeos de los que oyó hablar John Smith. De entonces en adelante los machapunga se mezclaron con los europeos y africanos que fueron llegando. A mediados del siglo XIX las leyes de pureza racial designaban como negros a la mayoría de los norcarolineses no blancos. De este modo quedó laminada la compleja casuística de mezclas étnicas que sigue caracterizando a la escasa población de la parte oriental del estado.

A principios del siglo XX un antropólogo que visitaba la zona identificó, entre los habitantes del continente, un grupo de personas conocido como los machapunga. Aunque habían perdido su lengua nativa y eran considerados negros, preparaban los alimentos y fabricaban cestas y redes con técnicas de origen claramente algonquino.

Si los colonos perdidos se diluyeron entre los croatoan primero y los machapunga después, su destino es una colosal ironía histórica. A finales del siglo XIX, un mito popular imaginaba a Virginia Dare como una hermosa virgen de cabellos rubios y ojos azules perdida en una selva llena de salvajes de piel oscura. También fue un poderoso símbolo de la supremacía blanca en el Sur segregacionista. Si vivió para ser madre, lo más probable es que los descendientes de aquella damisela del bosque sean los afroamericanos que hoy residen a escasos kilómetros de donde ella nació.


Eso significaría que incluso antes de que Jamestown se convirtiese en el primer asentamiento permanente inglés del Nuevo Mundo, en el crisol de razas americano ya hervía una mezcla genética de ingleses y amerindios, y puede que africanos. Sir Francis Drake liberó a cientos de esclavos ne­gros, algunos probablemente musulmanes, en sus incursiones caribeñas de 1586. Muchos historiadores sostienen que los dejó en Roanoke cuando rescató la colonia masculina y que se integraron en la sociedad algonquina de Carolina.

Una mañana de primavera visito a la jefa de la tribu Roanoke-Hatteras. Marilyn Berry Morrison me recibe en su casa de Chesapeake, Virginia. Su aspecto es afroamericano, pero su vestido de estampado indio y su pelo trenzado con tiras de cuero proclaman su identidad.
«Me defino como nativa americana basándome en la tradición», me explica, aunque nunca ha negado llevar también sangre blanca y negra. Su tribu todavía pelea por obtener el reconocimiento estatal y federal, y el ADN familiar tan solo revela un pequeño porcentaje de genes indios. Pese a todo, Morrison afirma categóricamente que sus padres y abuelos seguían pescando, sanando y cocinando al modo algonquino.



Le pregunto por el vínculo con los colonos de Roanoke. «La Colonia Perdida éramos nosotros –me responde–. Nuestros apellidos, como “Berry”, aparecen en la lista de colonos. Nosotros somos el crisol original». Pero la suya no es una historia dulce de asimilación bienintencionada. «Matamos a los hombres y nos llevamos a las mujeres y los niños», añade.

Saca un álbum de fotos y va pasando páginas. El color de la piel de sus antepasados oscila entre el marfil y el ébano. Me fijo en un nombre sin foto. «Era mi tatarabuela –dice–. Nacida en la isla Roanoke». Se llamaba Virginia Dare Bowser Tillet.

Al despedirme de ella se me ocurre que si llevamos cuatro siglos obsesionados con la Colonia Perdida, no es solo porque nos preocupe el destino de unos emigrantes ingleses que recalaron en una isla remota. Es porque somos una nación fracturada por visiones distintas sobre la raza, el género y la inmigración que sigue esforzándose para definir qué significa ser estadounidense. Quizá todos somos John Whites del siglo XXI, buscando en nuestro pasado remoto las pistas que nos guíen por un presente inquietante hacia un futuro incierto.