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Murillo, la mirada serena del arte barroco español

Nacido en los últimos días de 1617 y bautizado el primero de enero de 1618, Bartolomé Esteban Murillo fue el último de los catorce hijos que tuvieron Gaspar Esteban, barbero cirujano, y María Pérez. Su padre disfrutó de una buena situación económica que le permitió mantener holgadamente a su familia. Pero cuando Bartolomé tenía apenas nueve años, sus padres fallecieron en el corto intervalo de seis meses. El niño fue a vivir con su hermana Ana y su cuñado Juan Agustín Lagares, quien actuó como tutor del futuro artista.

Murillo contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera. La pareja mantuvo una relación estable y llegaron a tener diez hijos

Poco se sabe de los años juveniles de Murillo, excepto que en 1633, a los quince años, se inscribió para embarcarse hacia América, aunque no parece que realizara el viaje. Su formación artística empezó en 1630 con el pintor Juan del Castillo, casado con una prima carnal de Murillo. En 1645 contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera, en principio contra la voluntad de la joven, aunque al final la pareja mantuvo una relación estable y llegaron a tener diez hijos.

En este mismo año de 1645 su carrera arrancó brillantemente al ocuparse de la realización de las pinturas del llamado claustro chico del convento de San Francisco de Sevilla, que consagraron su fama en la ciudad. En estas obras de carácter naturalista, con tipos y escenas derivados de la vida real, Murillo hacía apología de las virtudes y milagros de la orden franciscana a través de episodios protagonizados por sus principales santos.

Santos y mendigos

Sevilla vivía por aquel entonces unos momentos difíciles, marcados por la pobreza, la enfermedad y el hambre. En 1649, una epidemia de peste provocó decenas de miles de víctimas. La pintura de Murillo reflejó con agudeza este ambiente de depresión social y económica. Así, encontramos en sus óleos un amplio repertorio de santos que ejercen la caridad y atienden a los enfermos, como si con ello el pintor quisiera aliviar la difícil existencia diaria de sus conciudadanos ofreciéndoles la protección de importantes personajes celestiales.

Asimismo, Murillo extrajo de la vida cotidiana una serie de tipos populares –mendigos, tullidos y enfermos, gentes de mísera condición– que se convirtieron en protagonistas de sus cuadros. En obras maestras como Niño espulgándose, Niños comiendo melones y uvas y Niños jugando a los dados, Murillo representó a los niños huérfanos, abandonados y sin familia que vivían en la calle utilizando su astucia, ingenio y habilidad para sobrevivir de un día para otro. Sus primeras creaciones estaban muy influidas por el estilo naturalista de la escuela sevillana, establecido por Velázquez y continuado por Zurbarán, y su aire de veracidad fue acogido con entusiasmo.

A partir de la década de 1650, la pintura de Murillo asumió influjos procedentes de Flandes y de Italia, a lo que pudo contribuir su viaje a Madrid en 1658, que le permitió contemplar las obras de Tiziano, Rubens y Van Dyck conservadas en las colecciones reales. Varias obras compuestas durante este período representan a santos que gozaban de la devoción popular, como el San Antonio de la catedral de Sevilla, que pronto se convirtió en una de las pinturas más admiradas y que más culto recibió. En esta obra, Murillo muestra al santo en el interior de su celda para recibir al Niño, que desciende del cielo envuelto en áureos resplandores y embutido en una cenefa de ángeles.

En esa década, el artista creó algunas de las obras que le consagrarían dentro del ámbito sevillano y que proyectaron su fama fuera de él. Destacan una serie de representaciones del Niño Jesús y de San Juan Bautista niño –como el Buen Pastor, San Juanito y Los niños de la concha–, cuyas bellas y amables fisonomías infantiles cautivan la atención del espectador por su encanto y amabilidad expresiva, ya que en todo momento aparecen como guardianes y protectores del alma cristiana; todo ello sobre paisajes de intensa placidez natural, intensificada por resplandecientes luces doradas celestiales.

Un pintor reconocido

Hacia 1660, cuando fundó la Academia de Pintura de Sevilla, Murillo disfrutaba de un indiscutido reconocimiento. La aristocracia sevillana y algunos ricos comerciantes establecidos en la ciudad le hicieron numerosos encargos. Por ejemplo, Murillo realizó uno de sus más perfectos conjuntos pictóricos para el marqués de Villamanrique: una serie de cinco cuadros sobre sendos episodios de la vida de Jacob, que debían adornar los salones de este aristócrata y que hoy se encuentran repartidos por distintos museos de todo el mundo.

Con todo, sus mecenas más habituales fueron las instituciones eclesiásticas de Sevilla. Una de sus obras fundamentales, El nacimiento de la Virgen, la pintó para la catedral de Sevilla, aunque actualmente se conserva en el Museo del Louvre de París. La escena muestra el gozoso conjunto de expresiones de las matronas que lavan y visten a la recién nacida, mientras que su madre, santa Ana, aparece al fondo de la escena, aún recogida en su lecho. En 1665 realizó un conjunto pictórico para adornar la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, uno de los puntos culminantes de su creatividad. Se componía de cuatro pinturas que, en 1810, durante el dominio napoleónico, fueron sustraídas por los franceses. Dos de ellas, El sueño del patricio y El patricio revelando su sueño ante el papa, terminaron en el Museo del Prado, mientras que El triunfo de la Eucaristía y la Inmaculada se encuentran en el Museo del Louvre y en una colección privada en Inglaterra, respectivamente.

En 1667, los canónigos de la catedral de Sevilla encargaron a Murillo la decoración de la sala capitular, lugar de gobierno y de discusión de las gestiones económicas del templo. Los canónigos quisieron que este espacio dedicado a las deliberaciones materiales estuviera presidido por la Virgen Inmaculada y por los principales santos de Sevilla –san Pío, san Isidoro, san Leandro, san Fernando y las santas Justa y Rufina–, presentados como ejemplo de dignidad espiritual, energía moral, sabiduría y sacrificio. Casi de inmediato, entre 1667 y 1669, Murillo se entregó a otra de sus grandes creaciones: el amplio conjunto pictórico de la nueva iglesia de los Capuchinos de Sevilla, con lienzos que decoraban el retablo mayor y las capillas laterales. A continuación, Murillo pintó para el Hospital de la Caridad –institución de la cual era hermano– un extraordinario repertorio de obras que le encomendó el aristócrata Miguel Mañara, hermano mayor del Hospital.

Retratista de la nobleza

En sus últimos años de vida, lejos de disminuir sus facultades creativas, su técnica superó los niveles alcanzados en décadas anteriores, con una pincelada cada vez más fluida y un colorido más transparente. En la década de 1670, ejecutó varias pinturas dedicadas a exaltar la figura de san Fernando, que había sido canonizado en Roma en 1671. Realizó asimismo espléndidas versiones del tema de la Sagrada Familia, como las que se conservan en la Galería Nacional de Londres y en el Museo del Louvre de París. También pintó magníficas versiones de la Inmaculada, un tema que le proporcionó una gran fama, en las que siempre mostró a la Virgen con un bello semblante y una figura en movimiento, dinámica y ondulada en medio de áureos resplandores celestiales.

Murillo no sólo compuso obras de temática religiosa; también retrató a numerosos miembros de la sociedad aristocrática y burguesa de Sevilla, captando imágenes sobrias, dignas y elegantes de los protagonistas, dotadas de una profunda concentración espiritual, como en los retratos de Andrés de Andrade y Justino de Neve, conservados respectivamente en el Museo Metropolitano de Nueva York y en la Galería Nacional de Londres.

Tras quedar viudo en 1663, Murillo no volvió a casarse. Siete de sus diez hijos habían muerto y sólo uno de ellos, Gaspar Esteban, lo acompañó en sus últimos años. En 1682, sufrió un accidente en su taller mientras trabajaba en las pinturas para el retablo mayor de los Capuchinos de Cádiz. Al parecer cayó al suelo desde un pequeño andamio, estrangulándose una hernia que padecía, hecho que quebrantó seriamente su salud. Tras largos meses de sufrimiento, el 3 de abril de 1682 fallecía en su casa del barrio de Santa Cruz uno de los más grandes pintores barrocos de Europa.