SI TIENES PROBLEMAS PARA REPRODUCIR!

Ilustración 1MABARADIO

 Haz click Aquí.

 

Sissi, la triste vida de la última gran emperatriz de Europa

A mediados de la década de 1950, el cine entronizó a la emperatriz Elisabeth de Austria como el icono de una Viena que vibraba a ritmo de vals. Sin embargo, «Sissi» fue una personalidad muy controvertida en su tiempo, a la que los sectores más conservadores de las cortes europeas no dudaron en tachar de irresponsable y extravagante. La gran pantalla no citó lo que han demostrado posteriores y rigurosas biografías: sus problemas de salud, su atormentada personalidad, su amor por la cultura clásica o su legado poético. En cualquier caso, Elisabeth de Austria fue un espíritu delicado y lúcido que comprendió mucho antes que su entorno que había llegado el fin de una época. Y, sobre todo, fue una mujer profundamente desgraciada, condenada a vivir una vida que no deseaba y obligada a superar infinitos sinsabores que, sin duda, culminaron con la trágica muerte de su hijo Rodolfo, el heredero de la Corona, en el pabellón de caza de Mayerling.

Emperatriz por sorpresa

Elisabeth, que sería conocida en la corte vienesa como Sissi, fue la cuarta de los diez hijos del duque Maximiliano José de Wittelsbach y la princesa Ludovica, hija del rey Maximiliano I de Baviera. Nació en Múnich el 24 de diciembre de 1837, pero creció en Possenhofen, a orillas del lago Starnberg, libre y feliz, siempre en contacto con la Naturaleza y en un ambiente desinhibido que condicionaría el carácter de la futura emperatriz y el de la mayoría de sus hermanos.

La mayor, Helena –elegante, discreta, muy religiosa y extremadamente disciplinada– parecía la candidata idónea para convertirse en emperatriz. Al menos eso pensaban su madre y Sofía, su tía y madre de su futuro esposo, el emperador Francisco José. De ahí que, en 1853, se concertase una cita en Bad Ischl, la residencia de verano de la familia imperial, a fin de cerrar el compromiso. En un principio, madre e hija iban a viajar solas, pero en el último momento se decidió que Elisabeth las acompañara. Por entonces, a causa de un frustrado primer amor, Sissi atravesaba una de las primeras crisis depresivas que la irían asaltando en el futuro, y se creyó que el viaje la ayudaría a sanar su joven y maltrecho corazón.

Elisabeth fue criada en un ambiente desinhibido, libre y feliz, siempre en contacto con la Naturaleza y los animales

Nadie esperaba lo que sucedió, y mucho menos la propia interesada. Cuando Francisco José se reencontró con su prima Sissi, a la que recordaba como una niña, y descubrió que se había convertido en una atractiva y esbelta doncella de rostro ovalado y espléndida cabellera castaña, supo de inmediato que quería convertirla en su esposa. Francisco José acababa de cumplir veintitrés años y era un hombre hecho y derecho. Sissi, por el contrario, era una adolescente que, aunque se sintió halagada por sus atenciones, enseguida advirtió las diferencias de intereses y temperamento que la separaban de su primo. Pero también fue consciente de que el emperador de Austria jamás admitiría una negativa por respuesta.

Lo cierto es que no era la única en advertir que aquel matrimonio no iba a cumplir con los cánones propios de la corte imperial. Todo el mundo, comenzando por la archiduquesa Sofía, intentó hacer desistir al emperador de su propósito. Era evidente que aquella jovencita no tenía fuste de emperatriz. Nunca se había sometido al rígido protocolo cortesano, nunca se había movido en círculos sociales y sus escasos dieciséis años no parecían ser una buena garantía para compartir la responsabilidad de ceñir la corona. Todo fue inútil. El emperador escribió a su primo Alberto de Teschen que estaba «enamorado como un cadete» y el 24 de abril de 1854 se celebró el solemne enlace en la iglesia de los Agustinos de Viena.

Una vez en el Hofburg, el palacio imperial, Elisabeth vio que sus temores eran fundados. Su nueva vida poco o nada tenía que ver con el ambiente en el que ella había crecido. La etiqueta cortesana imposibilitaba cualquier muestra de espontaneidad y no dejaba hueco a la intimidad. La joven emperatriz se encontraba sola en un medio al que no se sentía unida ni afectiva ni intelectualmente. Sus damas, elegidas entre las familias de la alta aristocracia, eran de edad avanzada y tremendamente conservadoras. Por otra parte, la archiduquesa Sofía criticaba siempre sus hábitos, vestidos, costumbres y aficiones. Cierto que Francisco José estaba muy enamorado, pero sus obligaciones no le permitían dedicar demasiado tiempo a su esposa, y su autoritaria madre se convirtió en una absoluta pesadilla para Elisabeth en los primeros años de matrimonio.

Una tragedia en Hungría

Tal era su ascendiente que, un año después de la boda, cuando Elisabeth dio a luz a Sofía, su primera hija, la archiduquesa se hizo cargo de la pequeña, considerando que la joven madre era totalmente incapaz de educarla. La historia se repitió al año siguiente cuando nació una segunda niña, Gisela. De nuevo, Sofía organizó y dispuso. Pero esta vez, Elisabeth logró imponerse y, quince días después del nacimiento de la pequeña, las niñas fueron trasladadas a sus habitaciones del Hofburg. No obstante, fue un triunfo efímero. En la primavera de 1857, Francisco José y Elisabeth viajaron a Hungría. La archiduquesa Sofía se opuso firmemente a que las niñas les acompañaran, pero Elisabeth defendió con una firmeza inusitada su criterio y se las llevó consigo. No contaba con la insalubridad de algunas regiones húngaras. Un peligro que tuvo una trágica consecuencia: la pequeña Sofía contrajo disentería y murió en Budapest el 29 de mayo de 1857.

La emperatriz errante

Elisabeth se sintió culpable de la muerte de su hija y devolvió a su suegra la responsabilidad de la educación de Gisela. La emperatriz cayó en una terrible depresión que ni siquiera superó cuando, un año después, el 21 de agosto de 1858, nació su hijo Rodolfo. Pretextando razones médicas, viajó a la isla de Madeira donde, aparentemente, se recuperó. Pocos meses después regresó a la corte, pero el re- encuentro con la realidad fue brutal. Retomar la vida cortesana, someterse a la etiqueta y soportar de nuevo la incomprensión de su entorno la derrotaron, hasta el punto de que se temió seriamente por su vida. De nuevo se le prescribió el alejamiento de Viena, y en esta ocasión el destino elegido fue Corfú. Allí comenzó su idilio con la cultura clásica griega y su pasión por el Mediterráneo. Totalmente repuesta, en agosto de 1862 regresó a Viena.

Elisabeth había madurado y se encontraba en el cénit de su belleza, que llegó a ser legendaria. Acordó con el emperador que no se sometería a la disciplina de la corte más que cuando fuera estrictamente necesario. Cumpliría con sus deberes de emperatriz, pero se reservaría un territorio propio donde cultivar su propia individualidad.

A partir de 1862, Sissi se negó a someterse a la rígida disciplina de la corte más que cuando fuera estrictamente necesario

Ello no implicaba que Sissi se mantuviese al margen de los asuntos de Estado. Por entonces, Hungría, aunque integrada en el Imperio, luchaba por recobrar sus privilegios ancestrales. Viena había suprimido todas sus prerrogativas constitucionales como respuesta al levantamiento nacionalista y liberal de 1848. Elisabeth sentía simpatía por los rebeldes aristócratas húngaros que no dejaban descansar en paz a las conservadoras mentes del Imperio. Su deseo de conocer en profundidad el país y su cultura la llevó a contratar como lectora a Ida Ferenczy, una joven húngara que se convertiría en su mejor amiga. A través de ella, Sissi conoció al apuesto Gyula Andrássy, un coronel del ejército magiar. Profundamente liberal, conectó enseguida con Elisabeth y entre ellos nació una profunda amistad. La emperatriz se convirtió en adalid de la causa húngara, lo que a su vez le atrajo la decidida enemistad de la corte vienesa.

Reina de Hungría

Fue Elisabeth quien logró mantener Hungría unida al Imperio. Tras la derrota de Sadowa, en 1866, cuando los ejércitos prusianos avanzaban hacia Viena, Elisabeth decidió refugiarse en Buda junto con sus hijos. La confianza demostrada por la emperatriz al buscar protección en su territorio frustró cualquier plan de insurrección. Poco después, Andrássy y el emperador negociaron los términos para que el territorio magiar recobrara su condición de Estado constitucional y que se configurara el Imperio austro-húngaro, dos Estados soberanos con regímenes y gobiernos distintos, pero unidos bajo una sola corona.

El 8 de junio de 1867, Francisco José y Elisabeth fueron coronados solemnemente reyes constitucionales de Hungría en la iglesia de Nuestra Señora de Budapest. En prueba de su reconocimiento, el pueblo húngaro les hizo donación del castillo barroco de Gödöllö, en las inmediaciones de la capital. Fue allí donde, un año después, nació la última y más querida de sus hijas, la archiduquesa María Valeria.

Elisabeth pasaba largas temporadas en Gödöllö con sus hijos, entre cacerías, largos paseos a caballo y muchas horas de lectura. Años después, tras el matrimonio de Gisela y el inicio de la formación militar de Rodolfo, Sissi inició de nuevo una intensa temporada de viajes acompañada de su hija María Valeria.

Desde 1874, y con el nombre de condesa Hohenembs para garantizarse el anonimato, Sissi y su hija viajaron por el Mediterráneo, las islas británicas y buena parte de Europa central.

El nacimiento de María Valería marcó el comienzo de una nueva etapa para la pareja imperial. Pese a sus diferencias, existía entre ambos una relación cordial y amistosa, basada en un sincero afecto y una profunda generosidad. Cuando en 1885, Katharina Schratt, una actriz del Burgtheater de Viena, entró en la vida del emperador, lo hizo con la aquiescencia de Elisabeth, que la llamaba cariñosamente «la amiga». Elisabeth apreciaba a la actriz, compartía con ella y el emperador largas horas de conversación y sabía que Katherina daba a su marido la compañía, el afecto y la pasión que ella nunca pudo ofrecerle.

María Valeria no contrajo matrimonio hasta 1890. El elegido fue el archiduque Francisco Salvador de Habsburgo, un candidato que no convencía demasiado al emperador, pero que contaba con el apoyo de Elisabeth, firme defensora del derecho de sus hijos a casarse por amor. Por entonces, la emperatriz contemplaba impotente el progresivo deterioro del matrimonio del heredero, Rodolfo, con Estefanía de Bélgica, una joven a la que la emperatriz siempre juzgó arribista y ambiciosa. Estefanía era muy conservadora y tradicional, la antítesis de su culto, liberal y poco convencional esposo. Los negros presentimientos de Elisabeth se cumplieron cuando Rodolfo apareció muerto en el pabellón de caza de Mayerling junto a su amante, María Vetsera. Todo parecía indicar que el príncipe había disparado primero contra María y luego se había suicidado. La versión oficial habló de una enajenación mental del heredero, pero la sombra de un crimen de Estado siempre planeó sobre lo sucedido aquel 30 de enero de 1889.

Las depresiones de Sissi se agudizaron cuando su hijo Rodolfo, heredero al trono, apareció muerto junto a su amante en el pabellón de caza de Mayerling

La muerte de una mujer infeliz

Tras la muerte de Rodolfo, Elisabeth se convirtió en una sombra de sí misma. Acusó a la corte vienesa de ser la causante indirecta de la muerte de su hijo, y nunca volvió a vestir de color. De luto perpetuo, viajó frenéticamente sin rumbo alguno, siempre escondida tras un gran abanico, un velo o bajo un seudónimo que la hacía creer que así pasaba desapercibida. Las que siempre se habían considerado como «rarezas» de la emperatriz se agudizaron hasta extremos inconcebibles cuando el destino se mostró implacablemente cruel con ella. Casi no volvió a pisar el Hofburg. Cuando recalaba en Viena se alojaba, sola, en el pabellón de Hermesvilla, un palacete erigido por orden de Francisco José en el parque de Lainz con la pretensión de disponer de una residencia más acogedora y cómoda para la familia imperial.

El 8 de septiembre de 1898, durante uno de sus innumerables viajes, Elisabeth se encontraba alojada en el hotel Beau-Rivage de Ginebra. Dos días después, cuando se disponía a tomar el ferry que iba a llevarla a Montreux, tropezó casualmente con otro pasajero. Sintió un fuerte golpe en el costado y, una vez en el barco, se desvaneció. Murió aquella misma tarde. El viajero atolondrado que se había cruzado en su camino era en realidad un anarquista italiano llamado Luigi Lucheni y le había clavado un estilete muy cerca del corazón.

El emperador no quiso que Elisabeth descansara donde ella había dispuesto, a orillas del Mediterráneo, en Corfú o en Ítaca. Su condición de emperatriz de Austria-Hungría la obligaba a ser sepultada en la cripta de los Capuchinos. Allí descansa, en la misma Viena a la que nunca amó y que nunca la comprendió.

Para saber más

Elisabeth, emperatriz deAustria-Hungría: la verdadera historia de Sissi. Ángeles Caso. Planeta, Barcelona, 1999.

La sombra de Sissi. María Pilar Queralt. Stella Maris, Barcelona, 2016.