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Barcos de esclavos naufragados: un pasado por desenterrar

Noto el frescor del agua en la piel, el silencio es absoluto y, mientras buceo sobre el pecio, me siento en paz, agradecida, de nuevo en casa.

Sumérjase conmigo –no demasiado, bastarán apenas cinco o seis metros– y verá a otros 30 buceadores organizados en parejas. Flotan plácidamente, pese a las fuertes corrientes de la costa de Cayo Largo, en Florida, mientras hacen bosquejos de objetos cubiertos de corales o toman medidas. Por primera vez estoy ayudando a cartografiar los restos de un naufragio.

Trabaja para divulgar la actividad de DWP y la compleja historia de la trata mundial de esclavos con una vocación inclusiva que amplifique las voces de los negros.

La mayoría de los buzos somos afroamericanos. Nos estamos formando como activistas de la arqueología subacuática, adquiriendo las competencias necesarias para sumarnos a expediciones y contribuir a documentar los pecios de barcos negreros que hoy se descubren en mares de todo el mundo, navíos como el São José Paquete de África, localizado en Sudáfrica, el Fredericus Quartus y el Christianus Quintus, en Costa Rica, y el Clotilda, hundido en Estados Unidos. Se calcula que 12,5 millones de africanos fueron embarcados contra su voluntad en buques como estos durante la época de la trata transatlántica de esclavos, un comercio que se extendió entre los siglos XVI y XIX, apunta Nafees Khan, profesor de la Facultad de Educación de la Universidad Clemson, en Carolina del Sur, y asesor de la Base de Datos del Comercio Transatlántico de Esclavos.

«Se necesitaron 36.000 travesías, si no más», afirma. Es probable que alrededor de un millar de aquellos barcos acabasen en el fondo del mar.

En este contexto surge Diving With a Purpose (Buceando por una Meta), un colectivo que forma buceadores en la localización y conservación de objetos de valor histórico y cultural perdidos en las profundidades. Desde que se fundó en 2003, DWP ha preparado a unos 500 buzos para que asistan a arqueólogos e historiadores en la búsqueda y documentación de estos barcos. La meta del colectivo es ayudar a la población negra a que encuentre su propia historia, y las historias personales de cada uno.

«Cuando eres afroamericano hay una gran diferencia entre descender personalmente hasta los restos de un barco negrero o que lo hagan otros por ti –afirma el legendario submarinista Albert José Jones, cofundador de la Asociación Nacional de Buzos Negros y miembro de la junta directiva de DWP–. En cada inmersión te das cuenta de dos cosas: la primera, que quizá tus antepasados viajaban en ese barco. La segunda cosa de la que tomas conciencia es que detrás de ti hay una historia. Tu historia no empezó en las costas de Estados Unidos. No empezó con la esclavitud. Tu historia empezó en África al principio de los tiempos, en los albores de la civilización».

Es hora de que las historias de quienes murieron en los barcos negreros emerjan a la superficie, y de que se cuenten con amor, honor y respeto.

El Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericanas, situado en Washington D.C., da a conocer la labor de DWP en el marco del Proyecto Naufragios de Esclavos, una red de colectivos que descubren y documentan restos de barcos negreros y se ocupan de divulgar una historia más inclusiva del comercio de esclavos. Los integrantes de DWP «usan sus habilidades para bucear y nos ayudan a descubrir historias sepultadas en el fondo del mar –dice Lonnie Bunch III, director fundador del museo y secretario de la Smithsonian Institution–. En algunos aspectos poseemos un gran acervo de conocimiento sobre la esclavitud, pero nos queda mucho que aprender. Y yo diría que la última frontera aguarda bajo el agua».

El capitán intentó quemar el barco porque la importación de esclavos era ilegal en Estados Unidos desde 1808. Hallado en 2019 con dos tercios de la estructura en buen estado, es hasta la fecha el mejor conservado de los barcos negreros recuperados.

Bajo el agua. Aquí, en las profundidades. Es mágico sentir la brisa del mar y el rocío de la espuma en la piel cuando el barco regresa a tierra tras una jornada de trabajo. Levanta el ánimo contemplar los rostros cansados de quienes me rodean y saber que estas personas normales y corrientes –maestros, funcionarios, ingenieros, estudiantes– están aquí a pesar de sus apretadas agendas, en calidad de voluntarios, porque aman el submarinismo y creen en esta importante labor.

En el relajado trayecto de vuelta existe la posibilidad de que oigas el vozarrón y las inconfundibles carcajadas del monitor jefe, Jay Haigler, y de que veas el brillo que enciende su mirada o su alegría contagiosa cuando murmulla, antes de quedarse dormido: «Vivo por esto».

Y puede que te conmueva.

 Africatown es una comunidad fundada por los supervivientes de la travesía tras la abolición de la esclavitud.

Quizá si empezamos por el principio –por el inicio de las travesías desde aquellas costas hasta estas, a bordo de aquellos navíos– podamos encontrar pistas de una historia poco estudiada, de unas biografías sepultadas en las profundidades. Quizá podamos así empezar a ensamblar las piezas que se perdieron hace tanto tiempo y que nos ayudarán a entender mejor nuestro deber para con el pasado y para con nuestros congéneres, y a cambiar nuestra concepción de quiénes somos como sociedad y cómo llegamos a ser lo que somos hoy.

Estamos unidos por un fuerte vínculo con quienes hicieron aquellas travesías. Y con los más o menos 1,8 millones de personas que, se estima, sucumbieron a ellas. El Atlántico está lleno de personas olvidadas a las que nadie honró ni lloró. Soñadores, poetas, artistas, pensadores, científicos, agricultores. Es hora de mirarlos a la cara, de que sus historias emerjan a la superficie y se narren, tal y como fueron, con amor, con honor y con respeto. Ayudar a cerrar por fin una herida que tanto tiempo lleva abierta. He ahí el sueño. La promesa. El potencial de esta labor, de esta resurrección acuática con la que se ha comprometido DWP.

Estos barcos «nos dan la oportunidad de honrar a todos aquellos que no vivieron para contarlo –dice Bunch–. Nos brindan la ocasión de prácticamente tocar espacios sagrados que no son meros espacios de muerte, sino de memoria. Y de que, mientras sigamos encontrando esos espacios, mientras sigamos sumergiéndonos en busca de barcos y sigamos aprendiendo todo cuanto podamos, esas personas cuyos nombres nunca conoceremos no quedarán en el olvido. Estarán en nuestro recuerdo».

Pero hay un obstáculo en ese camino: es muy difícil localizar esos pecios. Las embarcaciones de aquella época eran de madera, y con el paso del tiempo se han desintegrado, se las ha tragado el mar. Quienes los buscan hoy se valen de magnetómetros y sonares de barrido lateral, unos equipos que permiten detectar materiales manufacturados en aguas turbias. Y es una labor que a veces se lleva a cabo en condiciones peligrosas o sobre pecios donde abundan una flora y fauna marinas que no deben alterarse.

Empiezo a vislumbrar un modo de interpretar una de las etapas más dolorosas de la historia de Estados Unidos, con la posibilidad de cerrar una herida profunda.

«En cuanto alteras un yacimiento, ya no hay manera de devolverlo a su estado original –advierte Ayana Flewellen, cofundadora de la Sociedad de Arqueólogos Negros y monitora de DWP–. Por eso ponemos tanto cuidado en el método de documentación y estamos pendientes en todo momento del entorno que nos rodea para garantizar que no alteramos ni el pecio ni la vida marina».

El arenoso lecho marino oculta y revela a su entero capricho. Lo que hoy se ve puede quedar escondido mañana. Una expedición llevada a cabo por historiadores y arqueólogos con todas las garantías puede prolongarse años. Pero es importante tomarse el tiempo necesario.

«Nuestras identidades beben del pasado –dice Calinda Lee, del Centro Nacional de Derechos Civiles y Humanos de Atlanta–. El pasado proporciona el contexto imprescindible […] y es algo con lo que tenemos que dialogar si pretendemos describir con sinceridad qué significa y qué ha significado la raza para nosotros».

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Sadiki ayudó a identificar los barcos de esclavos São José Paquete de África en Sudáfrica y Clotilda en Mobile, Alabama. Jewell Humphrey, doctoranda en arqueología en su primera misión de buceo, representa a una nueva generación que busca barcos negreros naufragados y documenta la historia de los afroamericanos. Humphrey se prepara para ser profesora universitaria y quiere aumentar la presencia de mujeres negras en puestos punteros del mundo académico, que hoy apenas representan el 3 % de los claustros universitarios.

«Estar conectado con tus ancestros es algo muy poderoso. Si rompes esa conexión, es como si vagases sin rumbo», Kamau Sadiki

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Supe de DWP al ver la fotografía de unas buceadoras negras en el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericanas. En la imagen también estaba Ken Stewart, el visionario que fundó este colectivo hace casi 20 años. Stewart había conocido a la única arqueóloga en nómina del Parque Nacional Biscayne, situado en los Cayos de Florida, Brenda Lanzendorf, quien necesitaba buzos para buscar los restos del Guerrero, un barco negrero español hundido en 1827. En calidad de representante para la región sur de la Asociación Nacional de Buzos Negros, Stewart tenía contacto con nu-merosos buceadores. Organizó un equipo reducido y los buzos aprendieron a cartografiar pecios. Luego declaró que había llegado el momento de que la asociación bucease con un propósito concreto. Desde ese día, DWP ha participado en la documentación de 18 pecios y ha acumulado más de 18.000 horas de inmersión en seis países diferentes.

Stewart es mi heraldo, un ave melodiosa que un día me atrajo con su canción y hoy continúa alentándome a avanzar en este viaje.

Recuerdo que el corazón se me salía del pecho cuando respondí con un sí entusiasta a la invitación de unirme a ellos. Un sí que puso en marcha una ola inmensa y poderosa que con el tiempo cambiaría mi vida por completo. Dejé mi trabajo de directora de comunicación y mi apartamento de Washington D.C. y saqueé mi modesta cuenta bancaria para viajar y completar las inmersiones mínimas exigidas para participar en el programa de formación de DWP.

En parte me uní a DWP porque quería vivir esta aventura. Bucear en distintos lugares del mundo. Ponerme a prueba físicamente. Pero también porque estos últimos años me he sentido perdida. Como si estuviese desarraigada. En 15 años he vivido en 10 direcciones diferentes: ocho ciudades, tres países, tres continentes. Como escritora que viaja por el mundo preparando reportajes para revistas y periódicos digitales me he sentido ciudadana del mundo, pero también una hoja al viento. Sin arraigo. Sin ancla.

Me preparé para un viaje que confiaba me ayudaría a responder a una pregunta crucial: como estadounidense negra, ¿cómo el hallazgo y la divulgación de la historia perdida de la trata de esclavos puede ayudarme a descubrir dónde está mi hogar y cuál es mi familia?

Comercio cruel

MOZAMBIQUE Y SUDÁFRICA: AFIRMACIÓN

Mi viaje empieza en Isla de Mozambique, una isla de poco más de tres kilómetros de largo y menos de 500 metros de ancho situada en el norte de Mozambique y que fue la capital colonial del África Oriental Portuguesa entre los siglos XVI y XIX. Los colonizadores portugueses hicieron de ella un centro del comercio de esclavos; desde su puerto se traficó con cientos de miles de africanos.

Estoy aquí invitada por DWP y el Proyecto Naufragios de Esclavos. En él participan la Universidad George Washington, los Museos Iziko de Sudáfrica, el Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos y DWP, entre otros.

La isla es una paleta de colores: edificios de estilo colonial pintados en tonos rojos, rosas y azules. Los días que no buceamos paseo por las callejuelas adoquinadas y los caminos de tierra. Veo enormes sonrisas en los rostros afables de quienes me preguntan «Tudo bem?» al cruzarnos.

También me cuentan historias sobre el pecio del São José Paquete de África, el barco portugués que zarpó de Lisboa y arribó a Isla de Mozambique en 1794.

Los negreros cargaron a más de 500 personas, muchas de ellas de etnia makua, en la bodega del navío. En su travesía a Brasil, el barco se estrelló contra las rocas frente a Ciudad de El Cabo en la madrugada del 27 de diciembre. Murieron 212 de los africanos que viajaban cautivos a bordo; los supervivientes fueron vendidos como esclavos.

El Proyecto Naufragios de Esclavos llevaba buscando el São José y otros pecios desde 2008. Las pesquisas habían acotado la búsqueda a una zona próxima a Clifton, un barrio de las afueras de la capital sudafricana.

«Sabíamos que había un pecio en Clifton porque en los años ochenta unos buscadores de tesoros creyeron que se trataba de un barco holandés», dice desde los Museos Iziko el arqueólogo que está al frente del estudio del pecio, Jaco Boshoff, y cofundador del Proyecto Naufragios de Esclavos. Pero se le ocurrió que podía estar mal identificado, «así que decidí que bajásemos a echar un ojo».

DWP envió buzos para asistir en la búsqueda. Si Ken Stewart es mi heraldo, Kamau Sadiki ha sido mi guía, mi sensei. Mi profesor de buceo y mi pareja de inmersión. Tras participar en más de 20 misiones, expresa lo que significó para él viajar a Ciudad de El Cabo en 2013 para bucear en sus aguas turbulentas y localizar y tocar objetos del São José.

«Fue como si oyese los gritos de sufrimiento, la agonía de verte engrilletado dentro de un barco que se va a pique y se deshace en el mar –explica–. Cuando buceamos, llevamos una máscara que a veces se nos empaña, pero aquel día se me empapó de lágrimas».

El trauma. Justo lo que más miedo me daba. Pero entonces el relato cambia y toma un rumbo sorprendente, de afirmación espiritual.

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Fundó el club de buceo negro más antiguo del país, Underwater Adventure Seekers, en Washington D.C. en 1959, y cofundó la Asociación Nacional de Buzos Negros en 1991. 

«La historia de la esclavitud es una historia de empoderamiento y resiliencia. También es una historia de triunfo», Jay Haigler.

Estar bajo el agua, según él, es «una experiencia espiritual que te cambia la vida».

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Tras identificar sin asomo de duda que se trataba del São José y determinar que algunas de las personas cautivas en su bodega eran makuas, el equipo, del que formaban parte Bunch y Sadiki, regresó a la aldea costera de Mossuril, frente a Isla de Mozambique, para dar la noticia a la comunidad de descendientes de los makuas.

Tras una ceremonia en la que hubo cánticos, danzas y discursos, el jefe Evano Nhogache, el makua de mayor rango del lugar, entregó a Bunch un recipiente especial de concha de cauri lleno de tierra de la isla y le dio instrucciones expresas.

«Dijo que sus antepasados le habían pedido que, a mi regreso a Sudáfrica, […] dejase caer aquella tierra sobre el costado del pecio, para que por primera vez desde 1794 su pueblo pudiese dormir en su propia tierra», relata Bunch.

«Ahí me derrumbé –añade Bunch, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras recuerda la escena–. Se me saltaron las lágrimas […] pensando en tantas contradicciones, la belleza que me rodeaba, mi profesión de historiador, cuando en realidad todo esto trata de lo que sienten y piensan unas personas que están vivas».

El equipo regresó a Sudáfrica para cumplir el deseo del jefe Nhogache. Era un día lluvioso y gris, el 2 de junio de 2015. Ante una treintena de asistentes, Sadiki y otros dos buzos se adentraron en el mar y vertieron la tierra del recipiente de cauri.

«Nos quedamos un instante inmóviles, en silencio. Y creo que en un momento dado nos abrazamos, dejando que las olas nos golpeasen, nos limpiasen –recuerda Sadiki–. Yo era incapaz de articular palabra. Y nos pusimos a llorar los tres».

Tras viajar a Ciudad de El Cabo para ver el lugar del naufragio por mí misma, me siento en el paseo marítimo de Sea Point, tres kilómetros de palmeras, caminos pavimentados y vecinos haciendo deporte, que conecta los barrios costeros. Está junto al lugar donde se hundió el São José. Oigo la violencia de las olas al romper en este día soleado, imaginando lo que se vivió hace más de dos siglos cuando el barco se estrelló contra las rocas y se hundió en la oscuridad. Se me parte el corazón al pensar en lo que debieron de sentir quienes estaban en la bodega del São José la noche del naufragio. Se diría que el trauma persiste, una energía real que irradia desde el mar. Yo la percibo.

Pero esta vez siento también otra cosa. Que la herida se cierra. Que se pasa página. Que el capítulo concluye, porque ahora sabemos qué ocurrió.

Y me transporto a un espacio de esperanza y posibilidad. Empiezo a vislumbrar un modo de interpretar una de las etapas más dolorosas de la historia de Estados Unidos a través de un nuevo prisma, desde una perspectiva de amor, y con la posibilidad de cerrar una profunda herida, un capítulo infausto. Para mí es una revelación.

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Los tatarabuelos de la autora Tara Roberts, Jack y Mary Roberts, criaron a su familia en Edenton, en Carolina del Norte.

En una inmersión veo el contorno de un ancla en el fondo del mar. Buceo sobre ella y siento el anhelo de conocer la historia de mi familia.

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COSTA RICA: EN BUSCA DE LA IDENTIDAD

Me dirijo a Costa Rica, a las pequeñas ciudades de Puerto Viejo de Talamanca y Cahuita, separadas por unos 13 kilómetros entre sí y situadas en la provincia de Limón, en la costa del Caribe.

Me reúno con Kevin Rodríguez Brown y Pete Stephens Rodríguez, primos de 19 y 18 años respectivamente, y con una tía de ambos, Sonia Rodríguez Brown.

Los jóvenes se iniciaron en el submarinismo a los 14 años con el Centro Comunitario de Buceo Embajadores y Embajadoras del Mar, un colectivo sin ánimo de lucro. El centro lleva desde 2014 dando formación y prestando apoyo a adolescentes y jóvenes de la zona en materia de submarinismo y ciencia ciudadana.

«Dicen que practicamos el submarinismo de recreo. Y es verdad: re-creamos –afirma la periodista María Suárez, cofundadora de Embajadores y Embajadoras del Mar–. Estamos re-creando el buceo. Estamos re-creando la historia de Costa Rica. Estamos re-creando la relación de estos chicos con el mar».

Embajadores y Embajadoras del Mar lidera una iniciativa comunitaria para ayudar a identificar y documentar dos pecios de barcos esclavistas que posiblemente yazcan en el fondo del puerto, y colabora a menudo con DWP.

Los Brown son una de las familias más antiguas de Puerto Viejo, con más de 200 integrantes que cuidan unos de otros y presentan una gran variedad de tonos de piel, incluso en el seno de la misma unidad familiar. Las historias que circulan en los últimos tiempos, susurradas en la cama por la noche y compartiendo el café del desayuno, plantean la hipótesis de que tal vez el primer antepasado de los Brown en estas tierras llegase en la bodega de uno de los barcos de esclavos hundidos en el puerto.

Los historiadores y arqueólogos han recopilado indicios que sugieren claramente que los ladrillos, cañones, anclas y botellas localizados en un lugar de las aguas del Parque Nacional de Cahuita pertenecen a dos barcos negreros daneses, el Fredericus Quartus y el Christianus Quintus.

«El yacimiento es una maravilla –afirma el arqueólogo danés Andreas Bloch, que ha estado ayudando a Embajadores y Embajadoras del Mar a documentar los barcos–. Un yacimiento arqueológico exactamente en el mismo sitio por el que curiosean los turistas con su esnórquel, admirando la fauna y la flora. Una historia alucinante posada en este lugar como si fuese un museo al aire libre para vista y disfrute de todos».

Ambos navíos zarparon de Dinamarca en 1708 rumbo a Saint Thomas, una isla de las Indias Occidentales danesas, con 806 cautivos recogidos en el África occidental. Pero los barcos, que viajaban en convoy –en parte porque se temía que los cautivos pudiesen rebelarse, como ya había ocurrido en una ocasión anterior–, se desviaron de su derrota por el mal tiempo y por errores de pilotaje.
En marzo de 1710 atracaron en el puerto de Cahuita. Las dos tripulaciones se amotinaron. Los marineros se repartieron el oro de los navíos, incendiaron el Fredericus y hundieron el Christianus después de que unos 650 africanos alcanzasen la costa.

Alrededor de un centenar fueron reapresados y esclavizados, pero a otros se les perdió la pista en las colinas, según narraciones locales de transmisión oral. Es probable que algunos de ellos se mezclasen con la comunidad indígena bribri y dejasen una estirpe de descendientes que aún hoy habitan en la zona.

Kevin Rodríguez Brown dice saber que la familia Brown es parte bribri, parte «afro», el término con el que los costarricenses se refieren a la población de origen africano. Pero hasta que buceó en el lugar del pecio siempre había creído que la parte afro era cien por cien jamaicana, pues sabía que a finales del siglo XIX habían llegado inmigrantes de Jamaica para construir el ferrocarril.

Sonia me cuenta que las preguntas que se hacían ella y otros miembros de la comunidad tomaron un nuevo cariz cuando los jóvenes buzos empezaron a encontrar objetos. «¿Por qué esto no está recogido en nuestra historia? ¿Por qué nuestra familia nunca nos explicó nada? ¿Por qué la comunidad nunca habló de este tema?

»Así que me hago una pregunta –añade con su voz queda y lírica–: ¿quién soy? Y creo que es la pregunta más hermosa que cualquiera puede plantearse: ¿Quién soy?».

El departamento estatal de conservación histórica de las Islas Vírgenes de Estados Unidos invitó a DWP a cartografiar los restos del llamado Naufragio Número 1 de la bahía de Coral, un barco mercante del siglo XVIII que podría haber transportado carga humana.

Quién soy? ¿Quién soy? Un cuestionamiento que me resulta familiar.

Casi 3.000 kilómetros al norte de Costa Rica, a orillas del Golfo de México, se encuentran, en Alabama, Mobile y Africatown, otra comunidad de descendientes africanos.

Muchos residentes de Africatown tienen la certeza de que sus antepasados directos llegaron en 1860 a bordo del Clotilda, el último barco del que se tiene constancia que transportó africanos cautivos a las costas de Estados Unidos. Pero esos descendientes también luchan para que se conozca la historia del Clotilda y de Africatown. Se preguntan por qué su historia no aparece en los libros de texto de las escuelas estadounidenses.

En 1808 el comercio transatlántico de esclavos ya estaba prohibido en Estados Unidos. Aun así Timothy Meaher, propietario de una plantación de Alabama y de un astillero naval, se apostó con un grupo de empresarios del norte que él era capaz de burlar la ley. Patrocinó una expedición al África occidental y transportó a 110 personas cautivas a Estados Unidos a bordo del Clotilda. (Dos murieron en la travesía). Al arribar, el capitán incendió el barco para ocultar las pruebas; Meaher repartió a la mayoría de los cautivos entre quienes habían dado respaldo financiero a la expedición. Él se quedó con 32 personas.

Cinco años después, en 1865, terminó la guerra civil y los cautivos fueron emancipados. Los hombres se emplearon en el aserradero, la fábrica de pólvora y las cocheras ferroviarias; las mujeres cultivaban verduras que vendían puerta a puerta. Algunos de aquellos hombres y mujeres que llegaron a Alabama desnudos y encadenados lograron ahorrar y acabaron comprando 23 hectáreas en las que construir su versión de un hogar.

Más de 150 años después Africatown sigue en pie, tras vivir su apogeo en los años sesenta con más de 12.000 vecinos, con barberías, tiendas de comestibles, iglesias, un cementerio e incontables descendientes que aún conservan cartas, fotos, documentación e historias que pasan de generación en generación.

«Tenían la inteligencia, la pasión y los recursos para llevar a cabo todas esas cosas. Mientras que yo echo la vista atrás y ni siquiera tengo claro qué he conseguido en 10 años –bromea Jeremy Ellis, cuyos antepasados del Clotilda se llamaban Pollee y Rose Allen–. Si eso no te emociona, si no te entusiasma descubrir que ese ADN sigue vivo en ti, es que eres de piedra».

En 2019 un equipo de arqueólogos anunció el hallazgo de los restos del Clotilda en un remoto brazo del río Mobile. Los vestigios estaban hundidos bajo una gruesa capa de barro que ayudó a preservarlos casi en su integridad. Es el barco negrero mejor conservado descubierto hasta hoy.

La gente de la comunidad repetía sin cesar que había que encontrar el barco, dice Sadiki, quien formó parte del equipo de búsqueda. «Sabían lo importante que era encontrar un vestigio tangible de su origen para apuntalar el relato de su historia».

La mayoría de los afroamericanos no puede rastrear su ascendencia hasta un barco negrero. Se topan con lo que los genealogistas llaman «el muro de 1870». Hasta ese año, el censo de Estados Unidos no registraba a las personas esclavizadas vivas con sus nombres y detalles de identificación.

Uno de los últimos días que pasé en Costa Rica, María Suárez, Kevin Rodríguez Brown y otros jóvenes del grupo me llevan en bote mar adentro para que vea con mis propios ojos los restos del naufragio. Con la máscara y el equipo de buceo, me sumerjo. El agua es verdiazulada, turbia. Desciendo más. Me siento en mi elemento.

Entonces lo veo. El contorno de un ancla. Está semienterrada, colonizada por el coral y rodeada de hierbas en el fondo del océano.

Me quedo flotando sobre ella e imagino a los yoruba, a los fon, a los asante, jóvenes de diferentes etnias del África occidental, asustados, liberados de repente en estas costas. Y siento un intenso anhelo de conocer la historia de mi propia familia.

Contrato a una genealogista que está especializada en la investigación de la ascendencia africana, Renate Yarborough Sanders, y le pregunto si puede ayudarme a rastrear a mi familia hasta un barco negrero.

«Nunca me gusta decir que es imposible, pero no es realista», me responde, negando con la cabeza. Me dice que intentará averiguar cuanto pueda sobre mi último antepasado conocido, mi tatarabuelo Jack Roberts, que nació esclavizado en 1837.

Mi madre tiene una foto del abuelo Jack y su esposa, Mary. Son guapos. Él tiene el pelo blanco y una perilla bien recortada, y ella luce pajarita. Jack tiene una mirada bondadosa. Creo que me habría gustado sentarme en sus rodillas y escuchar sus historias.

Mientras espero una llamada, decido coger el coche y viajar desde mi casa de Atlanta hasta el pueblo natal de mi familia, Edenton, en el condado de Chowan, en Carolina del Norte.

Mi madre y sus 13 hermanos se criaron en una gran casa de campo con columnata y porche. La casa sigue ahí y todavía pertenece a la familia, pero está destrozada. En un lateral hay un agujero enorme, tanto que puedo entrar por él con solo agacharme un poco. Las ventanas están rotas. Hay yeso caído y escombros por todas partes.

Cuando era pequeña e iba de visita, tenía la sensación de llegar a un espacio infinito de campos de maíz e inmovilidad perezosa, sin más estímulos que el zumbido de las abejas y el cricrí de los grillos para romper la monotonía del día. El peso opresivo del paisaje silencioso caía a plomo sobre mis hombros, y me deprime volver.

Salgo del coche y me detengo en la propiedad, mirando a mi alrededor y observando cómo el jardinero, Joseph Beasley, cuida de la finca. Le pregunto por los cultivos. «Esas plantas de ahí son soja –me dice–. ¿Ves aquella zona verde oscura, más allá? Pues es maíz».

No sé por qué me doy cuenta ahora, pero mi abuelo, que dejó de estudiar a los 10 años, se las ingenió para comprar esta casa, que había sido la plantación de un esclavista, y unas 40 hectáreas de terreno en la década de 1930. Me hace ver que probablemente ignoro todavía más de lo que creía sobre la historia de mi familia.

Reservo una habitación en un bed and breakfast del centro de Edenton, que tiene fama de ser uno de los pueblos más coquetos del Sur. Está en la bahía de Albemarle. Las mansiones coloniales en las que probablemente vivieron personas esclavizadas, o que se beneficiaron del negocio de las plantaciones, se yerguen majestuosas sobre las hileras de árboles junto a unos céspedes perfectamente cuidados. En todos los años que vine de visita a casa de mis abuelos, creo que no he puesto el pie en el pueblo más de un par de veces.

Imagino que voy a toparme con ignorancia, con un racismo sutil, un deliberado olvido de la complejidad del pasado. Pero me llevo una grata sorpresa. La gente me saluda con amabilidad cuando cruzo las calles. Tenderos y camareras charlan conmigo. El acento del Sur profundo resuena delicioso en mis oídos. Mientras callejeo, me encuentro con un señor negro que me habla del grupo de reconciliación de una iglesia del lugar, un foro para que tanto las víctimas como los beneficiarios de una sociedad injusta cuenten sus historias en sus reuniones de los jueves.

En las aceras abundan los recuerdos a la rebelión y los éxitos afroamericanos, no lejos de un gran monumento confederado. Qué contradicción.

El recordatorio más notable honra a Harriet Jacobs, una vecina que huyó de la esclavitud gracias al Ferrocarril Subterráneo Marítimo. Jacobs escribió en 1861 uno de los pocos relatos testimoniales de esclavos que conocemos, Incidentes en la vida de una esclava, y llegó a ser una venerada abolicionista.

Charles Boyette, guía histórico de Edenton, me cuenta que el Ferrocarril Subterráneo Marítimo era una «red clandestina de contactos y casas francas que permitía a las personas esclavizadas buscar su libertad a lo largo de las vías navegables».

Dice que Edenton formaba parte de una red de la que se beneficiaron miles de personas que escapaban al norte con la ayuda de marineros, estibadores, pescadores, tanto libres como esclavos, y otras personas que se ganaban la vida en el agua y en los muelles.

Es la primera vez que oigo hablar del Ferrocarril Subterráneo Marítimo. Me pregunto si lo conocerán mis sobrinas de 12 y 13 años, que viven en el pueblo de al lado. La respuesta es no.

Yarborough Sanders, la genealogista, contacta conmigo por Zoom. Tiene resultados. En primer lugar, resulta que Jack compró aún más tierras que mi abuelo. Al menos 70 hectáreas en total. En segundo lugar, fue delegado de la Convención de Libertos que se celebró en 1865 en Raleigh, una asamblea estatal organizada al término de la guerra civil para debatir sobre las aspiraciones y objetivos de quienes habían vivido esclavizados.

Por último, hay pruebas de que Jack combatió en la guerra civil, integrado en las Tropas de Color de Estados Unidos, 2.º Regimiento, Compañía B.

Yarborough Sanders me sonríe. «Si ese es tu antepasado, es importante, importantísimo».

También me dice entre risas que quizá fuese propietario de un bar clandestino.

Siento una punzada de orgullo. No desciendo de gentes tristes, de víctimas, de personas sin rostro. Jack ha cobrado vida para mí, convertido en algo no perfecto, pero sí real.

Como Edenton.

Por azar estoy allí el 19 de junio de 2021, el «Juneteenth», el día que el Gobierno federal acaba de decretar festivo oficial en conmemoración de la liberación de las personas que vivieron como esclavos. Casualidades de la vida.

Y Edenton lo celebra por todo lo alto, con un grupo de música, vendedores ambulantes y puestos de comida junto al río. Comunión de gentes de distintas razas. Esa noche se celebra una vigilia en el monumento confederado para expulsar las energías negativas de la cultura de las plantaciones y llamar a las vibraciones positivas.

La gente me mira con curiosidad cuando recorro la fiesta con mi equipo de grabación. Me preguntan cómo me llamo y de qué familia soy. Y ahora ya puedo decirles que soy del clan de Jack Roberts: Jack engendró a John H., que engendró a John A., que engendró a Lula, que me engendró a mí. Y me reconocen, nos reímos, me cuentan anécdotas de mi madre, de mi tía Myrtle, de mi tío George, de mi tío Sonny.

¿Cómo puede ser que no conociese este lugar? Muchas culturas africanas creen que los antepasados nunca mueren, que nunca pierden su conexión con los vivos. Que su energía sigue ahí, apoyándonos, empujándonos, amándonos. ¿Y si todos los afroamericanos pudiesen mirar hacia atrás y reivindicar su pasado? ¿Conocer su historia completa? ¿Eso lo cambiaría todo?

No soy científica ni historiadora. Soy escritora. Y ahora veo que las historias que encontramos al descubrirnos a nosotros mismos no solamente nos pertenecen como individuos. Pertenecen también a las comunidades de las que formamos parte. Y si son valientes, esos colectivos pueden utilizarlas para ampliar la posibilidad de lo que podríamos llegar a ser todos juntos.

Esta historia, nuestra historia, tiene notas tristes. Tiene dolor y sufrimiento. Pero esta historia, la historia de los negros, la historia de Estados Unidos, también tiene notas de exaltación que conmueven el corazón y lo elevan.

Creí que mi búsqueda de barcos negreros sería difícil. Creí que necesitaría que me diesen la mano, que calmasen el dolor de mi corazón. Pero en vez de eso encontré fuerza. Y poder. Y aventura. Y camaradería. Encontré risas. Amor. Vida. Familia. Encontré algo fuerte y necesario para arraigarme.

Y todo a partir de una fotografía expuesta en un museo.

Bienvenida a casa.

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Escucha el Podcast Into the Depths para más información

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Tara Roberts

National Geographic Society, comprometida con la divulgación y la protección de las maravillas de nuestro planeta, financia el trabajo narrativo de la Exploradora de National Geographic Tara Roberts sobre la búsqueda de barcos negreros naufragados.

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Este artículo pertenece al número de Marzo de 2022 de la revista National Geographic.