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Bomba en París, el atentado contra Napoleón Bonaparte

El 25 de diciembre de 1800, el órgano oficial de la República francesa, el Moniteur Universel, se hacía eco de "la terrible explosión", sucedida el día anterior, cuando "a las ocho de la tarde, el primer cónsul se dirigía a la Ópera con su escolta" desde el patio de las Tullerías. Napoleón Bonaparte había salido indemne de un intento de magnicidio, pero el diario recopilaba los daños conocidos en ese momento: "Mató a tres mujeres, un tendero y un niño. El número de heridos es de quince [...]. Cerca de quince casas han sido dañadas considerablemente".

A finales de ese año, Napoleón Bonaparte llevaba un año como hombre fuerte de Francia. Desde su puesto de primer cónsul de la República francesa había logrado poner orden en el país, y había emprendido algunas reformas notables que le valieron gran popularidad entre los franceses. Pero su ascenso le había procurado igualmente muchos enemigos, tanto entre los radicales jacobinos, que lo veían como un traidor a la Revolución, como entre los nostálgicos del Antiguo Régimen, que soñaban con la restauración de la dinastía borbónica. La tensión era grande. Como dijo Fouché, el ministro de Policía: "El aire está lleno de dagas".

Y es que en octubre de 1800, cuatro individuos vinculados a movimientos de izquierda, armados con puñales, fueron arrestados en la Ópera. El denominado Complot de las Dagas convenció a Napoleón de que su principal amenaza era la izquierda revolucionaria. Sin embargo, el verdadero peligro venía de la trama que lideraba Georges Cadoudal, un antiguo jefe de los rebeldes monárquicos de la región de La Vendée. Cadoudal decidió que había que actuar directamente contra el primer cónsul, esto es, matarlo. Encargó la operación a dos veteranos de La Vendée: Pierre Robinault de Saint-Régeant y Pierre Picot de Limoëlan, hijo de un noble guillotinado. Ambos captaron a los restantes cómplices, entre ellos otro veterano de La Vendée, François-Joseph Carbon. El método elegido se asemejó sorprendentemente a los vehículos bomba que emplean los terroristas de nuestros días: un carro bomba que debía explotar al paso del Napoleón por una calle de París.

Napoleón creía que la principal amenaza sobre su vida provenía de sectores radicales de izquierda que lo consideraban un traidor a la Revolución

El 17 de diciembre, Carbon, fingiendo ser un vendedor ambulante, adquirió un pequeño carro y una yegua. Un comerciante de granos llamado Lamballe le proporcionó de buena fe ambas cosas por 200 francos. Mediante diez anillas de hierro, los conspiradores fijaron al carro un enorme barril de vino lleno de explosivo. Pese a que el dispositivo ha pasado a la historia con el término de "máquina infernal", en realidad no había máquina ni artefacto alguno. Sólo un barril relleno con una gran cantidad de pólvora, activado con una mecha que se encendía a mano.

Los preparativos

La prensa había anunciado que, el 24 de diciembre, el primer cónsul asistiría al estreno en Francia de La Creación, un famoso oratorio de Joseph Haydn. Pero los conspiradores tenían planeado su propio gran estreno: ellos iban a poner en marcha "La destrucción" de Napoleón. El recorrido del general era siempre el mismo. El vehículo oficial salía del palacio de las Tullerías, atravesaba la plaza del Carrusel y, antes de enfilar por la calle Richelieu, donde se encontraba la Ópera, giraba a la izquierda por la calle Saint-Nicaise. Saint-Régeant decidió cometer el atentado al final de dicha calle, cerca de la esquina con la calle Saint-Honoré.

Al atardecer del 24 de diciembre de 1800, Limoëlan y Carbon cruzaron la puerta de Saint-Denis y condujeron el carro a un edificio vacío en las afueras. Allí llenaron el barril con pólvora y metralla. Limoëlan se situó en la plaza del Carrusel, de tal manera que pudiera ver la comitiva de Bonaparte saliendo del palacio de las Tullerías y hacer una señal a sus compañeros para que encendiesen la mecha. Saint-Régeant le ofreció doce sous a una muchacha de 14 años llamada Marianne Peusol para que sujetase unos minutos las riendas de la yegua que arrastraba el carro con la máquina infernal, aun sabiendo que la chica sería la primera víctima de la explosión.

Mientras tanto, Napoleón se impacientaba porque su esposa Josefina no acertaba a colocarse correctamente un chal que acababa de recibir de Constantinopla. Finalmente, decidió partir de inmediato, acompañado del general Bessières, el cónsul Lebrun y el general Lannes. Josefina le alcanzaría en un segundo carruaje, acompañada de su hija Hortensia, el general Rapp y Carolina Bonaparte, hermana de Napoleón, que estaba embarazada. El carruaje del primer cónsul avanzó a toda velocidad. Algunos dijeron que porque el cochero había bebido demasiado, aunque lo más probable es que hubiera recibido instrucciones de apresurarse para recuperar el tiempo perdido. En cualquier caso, el cochero fustigó los caballos con tanto brío que dejó atrás a los jinetes de la escolta. Limoëlan se sintió desconcertado al ver que la escolta iba detrás del carruaje y tardó en hacer la señal convenida.

El resultado de sus vacilaciones fue que Saint-Régeant encendió la mecha demasiado tarde. La bomba explotó cuando Napoleón ya había pasado de largo. Lo único que hizo fue reventar las ventanillas de su vehículo. Uno de los caballos del segundo carruaje murió y las ventanillas también estallaron, hiriendo levemente a Hortensia. Josefina sufrió una crisis nerviosa, pero Carolina mantuvo la calma. La infortunada Marianne Peusol falleció en el acto; encontraron su brazo en lo alto de una cornisa. Según Le Moniteur Universel, hubo cinco muertos y quince heridos. Se ha sugerido que estas cifras fueron hinchadas por razones propagandísticas, pero la calle Saint-Nicaise era una vía pública muy transitada. Los clientes de un café cercano fueron alcanzados por la metralla. En estas condiciones, todo dependía de cuánta gente tuviera la mala suerte de cruzar por aquella calle en el momento fatídico.

Represión indiscriminada

Napoleón mantuvo la calma y acudió a la Ópera, donde el público le ovacionó. Al día siguiente, con sus ayudantes y ministros, utilizó un vocabulario más rudo y acusó de la acción a los jacobinos "bebedores de sangre". Fouché sugirió que podían haber sido los realistas, pero se mostró de acuerdo en aprovechar la ocasión para reprimir a los jacobinos. Más de un centenar fueron deportados a las islas Seychelles y fueron purgados muchos cargos públicos por su ideología de izquierdas. Los cuatro arrestados por el Complot de las Dagas fueron ejecutados.

La velocidad de la comitiva de Bonaparte desconcertó a los conjurados que hicieron explotar el carro demasiado tarde y el primer cónsul salió ileso

Mientras tanto, un policía llamado Jean Henry, conocido por el apodo de l’Ange Malin, "el ángel astuto", investigaba la escena del crimen. Logró encontrar al tratante de grano Lamballe, que identificó los restos del carro y describió en detalle al comprador. Henry y sus hombres localizaron el establo donde los asesinos habían dejado la yegua, que había sido identificada por sus herraduras. Con todos estos datos los policías identificaron a Carbon, que tenía antecedentes como insurgente vendeano y asaltante de diligencias. Ofrecieron 12.000 francos de recompensa por él e interrogaron a sus parientes y amigos hasta descubrir que estaba pensionado en el convento de Notre-Dame-des-Champs. Arrestado y sometido a tortura, acabó delatando a sus cómplices. Saint-Régeant fue capturado y ejecutado junto con Carbon el 20 de abril de 1801. Limoëlan huyó a Estados Unidos y en 1812 se hizo sacerdote. Fue el único que mostró remordimientos por la muerte de Marianne Peusol.

Por su parte, Cadoudal escapó a Gran Bretaña. A principios de 1804 intentó de nuevo matar a Napoleón, con la colaboración de militares descontentos como los generales Moreau o Pichegru, pero todos fueron arrestados. Esta vez, la red realista fue concienzudamente desmantelada. Pichegru se suicidó, y Moreau, antiguo héroe de las guerras revolucionarias, fue exiliado. Otros doce implicados fueron ejecutados, incluido Cadoudal. Y aunque algunos realistas siguieron luchando, sólo eran rescoldos de una causa extinguida.

Para saber más

Napoleón: una vida. Andrew Roberts. Ediciones Palabra, Madrid, 2016