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Ilustración 1MABARADIO

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Buitres muy de cerca

Al anochecer el ñu está sentenciado a muerte: enfermo o herido, se ha distanciado varios kilómetros de su manada en la llanura del Serengeti, en Tanzania. Cuando amanece, aparece muerto en medio de una turbamulta de buitres, una cuarentena de aves tratando de acceder a sus entrañas. Algunos de esos carroñe­ros aguardan pacientemente, con los ojos clavados en la presa, pero la mayoría se mide en un combate de gladiadores. Las garras prestas, se engallan y cargan, atacan y sortean al enemigo. Uno se abalanza sobre otro, monta a su rival, que se sacude y se empina. El grupo se separa y se apiña en un mar de ondulantes pescuezos pardinegros, picos que apuñalan, alas que restallan. Del cielo desciende un flujo incesante de nuevos comensales, cabizbajos, agitados, atropellados en su ansia por sumarse al tumulto.

¿Por qué tanta competencia por unos despojos de tamaño considerable? ¿Cómo se explica tan inopinada avidez? Fácil: el ñu tiene la piel gruesa y no ha sucumbido en las fauces de un carnívoro, razón por la cual su cuerpo no presenta una abertura de tamaño suficiente para ofrecer un banquete multitudinario. De modo que los buitres más aguerridos compiten en feroz combate por acceder a él. En medio de los graznidos y cacareos, un buitre dorsiblanco africano hunde la cabeza en la cuenca ocular del ñu y, valiéndose de su lengua acanalada, sorbe con gula todo cuanto puede antes de que le disputen su puesto en la mesa. Otro dorsiblanco se introduce en una fosa nasal mientras un buitre moteado ataca por el extremo contrario: llega a adentrarse 20 centímetros por el ano del ñu antes de que un congénere lo desaloje violentamente del puesto para embutir su propia cabeza en el intestino del mamífero. Y así sucesivamente: 40 aves voraces para cinco orificios del tamaño de una pelota de golf.

Un buitre moteado se apropia de una cebra muerta en el Parque Nacional del Serengeti, en Tanzania, mientras otros miembros de su especie y buitres dorsiblancos africanos (Gyps africanus) se acercan para sacar tajada. Es probable que otros congéneres acudan al festín. En unos minutos pueden dejar limpio el esqueleto.
 

En el aire vuelan gotas de sangre y de moco; penden vísceras de los picos; dos aves se enzarzan en un tira y afloja con tres metros de intestino bañado en tierra y heces.

Por fin dos buitres orejudos pasan a la acción. Estos animales de porte espectacular superan el metro de estatura y rondan los tres de enverga­dura alar. (Los nidos que arman en las copas de los árboles alcanzan el tamaño de una cama de matrimonio extragrande.) Su rostro es de color rosa, tienen el pico grande y muy arqueado, y un musculoso cuello cubierto de piel rosada y arrugada, orlado por una aparatosa gorguera parda. Mientras uno de los buitres orejudos agujerea un hombro del ñu, el otro escarba en las interioridades de un seno nasal con la esperanza de hallar sabrosos reznos. Rasgan pieles y nervios. Un buitre dorsiblanco introduce entonces la cabeza en la garganta del ñu y arranca 20 centímetros de tráquea. Pero antes de empezar a degustarla, un marabú africano de 1,20 metros de alto que lleva un buen rato acechando con disimulo se la arrebata de repente y la engulle de golpe. Gracias a la labor de los buitres orejudos, que prefieren el tendón al músculo, el ñu ya está abierto de par en par. En el aire vuelan gotas de sangre y de moco; penden vísceras de los picos; dos aves se enzarzan en un tira y afloja con tres metros de intestino bañado en tierra y heces.

A medida que el ñu desaparece, el círculo de aves ya saciadas que reposan en la hierba baja se expande. Con el buche abultado, los buitres apoyan la cabeza sobre las alas plegadas y cierran las membranas nictitantes. Cesa el ruido, cesa la furia. Con la placidez de los patos de un parque urbano, descansan reconciliados con el mundo.

El buitre quizá sea el ave más denostada del planeta, una metáfora viviente de avidez y voracidad. En en el diario que Charles Darwin redactó a bordo del Beagle en 1835, calificaba a los buitres de aves «repugnantes» cuyas cabezas peladas «se formaron para ahondar en la putridez». Entre sus múltiples adaptaciones se cuenta la capacidad de vomitar el contenido íntegro de su estómago cuando se ven amenazados, para levantar así el vuelo con más celeridad.

Los buitres son amantes y luchadores. Probablemente se emparejan para toda la vida, que en estado salvaje puede prolongarse 30 años, y son atentos con su consorte.
 

¿Asqueroso? Quizá. Pero lo compensan con una buena lista de méritos: nunca (o casi nunca) matan otros animales; es probable que sean monógamos y nos consta que comparten con la pareja los cuidados de la prole; holgazanean y se remojan en grandes grupos bien avenidos. Y lo más importante, desempeñan en sus ecosistemas un servicio crucial y nunca bien valorado: la limpieza y el reciclaje rápido de los animales muertos. Se calcula que los buitres que o bien habitan o bien pasan temporadas en el ecosistema del Serengeti durante la migración anual (en la cual 1,3 millones de ñúes azules se desplazan entre Kenya y Tanzania) han consumido históricamente más carne que todos los mamíferos carnívoros del Serengeti en su conjunto.

Comer 1 kg de carne en solo 1 minuto

Y lo hacen a gran velocidad. Un buitre puede engullir un kilo de carne en un minuto; un grupo numeroso liquida una cebra de cabo a rabo en media hora. Sin ellos es probable que los ca­dáveres tardasen más en desaparecer, con la consiguiente proliferación de insectos y la propagación de enfermedades, entre humanos, ganado y otros animales salvajes.

Pero este armónico estado de las cosas no es inmutable. De hecho, en algunas regiones clave está en claro peligro. África ya ha perdido una de sus once especies de buitre (el buitre negro) y otras siete figuran en la lista de especies en peligro o en peligro crítico. Algunos, como el buitre orejudo, apenas existen fuera de las áreas protegidas, y otros como el alimoche común y el quebrantahuesos están al borde de la extinción. Los buitres y otras aves carroñeras, dice Darcy Ogada, directora adjunta de los programas africanos del Peregrine Fund, «constituyen el grupo funcional de aves más amenazado del mundo».

A la hora de disputarse unos despojos, los buitres combaten con agresividad, también con los de su propia especie.
 

El buitre quizá sea el ave más denostada del planeta, una metáfora viviente de avidez y voracidad

En este día soleado de marzo Ogada viaja con su colega Munir Virani por la región keniana de Masai Mara. Virani no está aquí para estudiar las aves, sino para hablar con los pastores acerca de sus vacas. Se ha comprobado que la cría de ganado es esencial para el bienestar de los buitres. Virani explica que en los últimos años los masai han arrendado sus tierras –que bordean la sección norte de la Reserva Nacional Masai Mara– a organizaciones conservacionistas cuyo fin es proteger la fauna salvaje mediante la prohibición de la presencia de pastores y sus rebaños. Algunos masai alegan que con esa práctica han atraído más leones y otros carnívoros a la zona. (Las áreas de conservación son contiguas y carecen de vallas.) Entre tanto las poblaciones de ñúes y otros ungulados del ecosistema del Mara afrontan problemas como el furtivismo, las se­quías prolongadas y la roturación y urbanización de la sabana. Solo esto basta para entender que los buitres lo tienen difícil, pero aún hay más.

Virani pregunta a cada masai que encontramos si últimamente ha perdido alguna cabeza de ganado en las fauces de algún depredador. La respuesta es siempre: «Sí, y mis vecinos también». Los leones suelen atacar de noche, cuando el ganado está cerrado en bomas (corrales vallados con arbustos espinosos). Los leones rugen, el ganado aterrorizado sale en estampida llevándose por delante la puerta de la boma, y la manada se dispersa. Los perros ladran para alertar a los dueños, pero para entonces suele ser demasiado tarde. Quedarse sin una vaca significa perder 30.000 chelines (unos 270 euros), un perjuicio notable para unas familias que utilizan el ganado como moneda de cambio (un toro puede llegar a valer 100.000 chelines).

El siguiente paso es la toma de represalias: los hombres atan a los perros, recuperan lo que quede de la presa del león y la rocían con un genérico de Furadan, un pesticida rápido y barato que se encuentra fácilmente en la venta clandestina. El león regresa al lugar donde dejó la presa, casi siempre con su familia, y sucumbe entonces la manada entera. (Los investigadores calculan que Kenya pierde un centenar de leones al año en estos conflictos. En el país quedan unos 1.600.) Es inevitable que los buitres también se acerquen a los despojos, y eso cuando no se comen directamente los propios leones envenenados. Por una vía o por otra, estas aves –que pueden alimentarse en grupos de más de cien individuos– también mueren en pleno.

En el Serengeti, un chacal se enfada ante la insistencia de un buitre dorsiblanco africano por participar de su festín de ñu. Los territorios de alimentación de los carnívoros terrestres, como chacales y hienas, son limitados. Desde el aire, los buitres disfrutan de unas vistas mucho mejores del menú del día: pueden avistar un cadáver a 35 kilómetros de distancia.
 

Cuesta creer que un puñado de compuesto granulado diseñado para matar gusanos y otros invertebrados sea capaz de tumbar a un animal cuyos jugos gástricos tienen acidez suficiente para neutralizar la rabia, el cólera y el ántrax. De hecho, Ogada no se había parado a pensar en el Furadan hasta que en 2007 empezó a recibir correos de colegas advirtiendo sobre envenenamientos de leones. «La noticia no cayó muy bien», explica. El turismo es la segunda fuente de divisas de Kenya y los leones son sin duda el mayor atractivo del país. En 2008 científicos y representantes de grupos conservacionistas e instituciones públicas se reunieron en Nairobi para compartir información sobre los envenenamientos y planear una respuesta. «Nos quedamos boquiabiertos –recuerda Ogada–. El problema era infinitamente más grave de lo que sospechábamos quienes estábamos trabajando a nivel local.» Cuando empezaron a estudiar el tema, calcularon que el 61% de las muertes de buitres en África se debe a envenenamientos. La amenaza antropogénica se ve agravada por la propia biología reproductiva del buitre: no alcanza la madurez sexual hasta los cinco o siete años, produce un solo pollo cada uno o dos años y el 90 % de las crías muere antes de cumplir su primer año de vida. Se prevé que en las próximas cinco décadas el número de buitres en el continente africano descienda entre un 70 y un 97 %.

Descenso de las poblaciones de buitres

El panorama ha sido peor en otros lugares. En la India la población de los buitres más co­munes –dorsiblanco bengalí, indio y picofino– disminuyó en más de un 96% en tan solo un decenio. En 2003 investigadores del Peregrine Fund relacionaron sin asomo de duda esa mortandad a la administración al ganado de un antiinflamatorio llamado diclofenaco. Prescrito en principio como fármaco humano para la artritis y otras dolencias, en 1993 se aprobó su uso veterinario. A los buitres el diclofenaco les causa un fallo renal: en las autopsias los riñones aparecen recubiertos de cristales blancos.

Esa elevada mortandad llamó la atención por lo sorprendente de sus repercusiones encadenadas. La India es uno de los países con mayor número de cabezas de ganado del mundo, pero la mayoría de los indios no come carne de vaca. Cuando millones de buitres perecieron por envenenamiento, empezó a acumularse ganado muerto. A continuación aumentó en 7 millones el número de perros, que ya no tenían que dispu­tarse la carroña con los buitres, hasta alcanzar 29 millones de animales en 11 años. La consecuencia: unos 38,5 millones de mordeduras de perro más que antes. La población de ratas se disparó. Las muertes por rabia registraron un incremento de casi 50.000 personas, con un coste de unos 31.000 millones de euros en concepto de gastos médicos y salarios perdidos. La comunidad parsi de Mumbai se alarmó al percibir otra novedad: los cadáveres que según su ritual colocan en plataformas de piedra para su «entierro celestial» (en el cual los buitres liberan el alma del muerto para que pueda llegar al cielo) tardaban muchos meses más que antes en desaparecer, pues no quedaban buitres que los devorasen.

Incluso Darwin los tachó de «repugnantes», pero los buitres tienen más de indispensables que de aborrecibles, porque limpian cadáveres que de otro modo podrían pudrirse y propagar enfermedades. En la imagen un buitre moteado (Gyps rueppelli) arranca un jirón de tejido traqueal de un ñu muerto.
 

Cuando se demostró científicamente que el diclofenaco era la causa de la mortandad de buitres, en 2006 se prohibió su uso veterinario en la India, Pakistán y Nepal. (Si bien todavía se administra al ganado clandestinamente.) Bangladesh hizo otro tanto en 2010, y a mediados de junio de 2015 una coalición de grupos ecologistas instó a la Comisión Europea a prohibir el uso del fármaco en animales. La Comisión todavía no se ha pronunciado.

Sumada a programas de cría en cautividad y muladares para buitres –donde se pone a disposición de las aves salvajes carne procedente de granjas o mataderos–, la prohibición del diclofenaco ha dado sus frutos. Nueve años más tarde el declive del buitre indio se ha frenado y en algunas regiones las cifras han empezado incluso a remontar, aunque la población de las tres especies más afectadas sigue siendo ridícula en comparación con los millones de individuos de antaño.

Ogada no confía en que África vaya a seguir la iniciativa de la India en respuesta a la crisis del buitre. «El Gobierno keniano apenas ha dado pasos para la conservación de los buitres –declara–, y no hay voluntad política de restringir el uso de los carbofuranos», la familia de pesticidas a la que pertenece el Furadan. Y mientras que en la India los buitres se enfrentan a una única gran amenaza –el envenenamiento accidental–, los de África tienen muchos frentes. En julio de 2012 murieron 191 buitres tras devorar un elefante abatido por cazadores furtivos y rociado con veneno en un parque nacional de Zimbabwe.

500 buitres envenenados

Un año después medio millar de buitres perecieron en Namibia después de haberse comido otro elefante envenenado. ¿Por qué los cazadores furtivos, cuyo objetivo es hacerse con el marfil, perpetran estos ataques contra los buitres? «Porque al arremolinarse en el aire sobre elefantes y rinocerontes muertos, estas aves los delatan ante los guardas de los parques», explica Ogada. A los furtivos del marfil han de achacarse hoy un tercio de los envenenamientos de buitres en el África oriental. Las prácticas culturales también se han cebado con los buitres. Según André Botha, de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, muchas de las aves halladas junto a animales abatidos por los furtivos aparecen sin cabeza ni garras, señal inequívoca de que se han vendido como muti, o medicina tradicional. En los mercados sudafricanos es fácil encontrar partes corporales a las que se atribuye la capacidad de curar diversas enfermedades o de proporcionar fuerza, velocidad y resistencia. Los sesos de buitre curados también tienen gran predicamento: si se fuman mezclados con barro, conjuran la presencia de un guía sobrenatural.

Espolvoreados sobre carroña, cien gramos de carbofuranopueden matar cien buitres. Algunas aves intoxicadas pueden salvarse con la administración de atropina y de carbón activado, si se cogen a tiempo o si han ingerido poco veneno.
 

Con todo, la amenaza por excelencia que se cierne sobre los buitres de África es la omnipresencia y el uso generalizado de venenos. FMC, el fabricante de Furadan, radicado en Filadelfia, empezó a recomprar este pesticida a sus distribuidores de Kenya, Uganda y Tanzania –y suspendió la venta en Sudáfrica– en 2009 a raíz de un reportaje sobre el envenenamiento de leones emitido por el programa televisivo 60 Minutos. Pero el pesticida sigue presente como genérico. La agricultura es el segundo sector en importancia de Kenya, un país con un largo historial de utilización de toxinas para combatir epidemias y plagas. Allí cualquiera puede presentarse en un almacén agroveterinario y adquirir, por menos de dos euros, pesticidas de alta toxicidad.

«En el trópico no puede haber agricultura sin pesticidas –afirma Charles Musyoki, del Servicio de Vida Salvaje de Kenya–. De manera que necesitamos educar a la población para que les den un uso correcto y seguro.»
Lo que la población piensa actualmente es que los carbofuranos son baratos, eficaces y seguros (mucho menos peligrosos que acechar y alancear al depredador en cuestión). Hasta la fecha las autoridades no han procesado a un solo envenenador de buitres. «Envenenar a los depredadores es parte de esta cultura, no hay más», dice Ogada, encogiéndose de hombros. Las comunidades indígenas siempre han protegido sus rebaños, y los descendientes de los eu­­ropeos –que introdujeron los venenos sintéticos baratos– llevan más de tres siglos masacrando aves y mamíferos carnívoros en África.

Tras una larga jornada de entrevistas con pastores masai, Virani y Ogada no ven el mo­mento de que anochezca, no para aliviarse del calor, sino para presenciar el encendido de un interruptor eléctrico. En el ocaso, Virani aparca el jeep frente a un complejo levantado en el te­­rreno baldío que media entre las 20.000 hectáreas del área de conservación de Mara Naboisho (al este) y las 150.000 de la reserva Masai Mara (al oeste). Bajo un cielo de terciopelo cuajado de estrellas, fija la mirada en una boma, y cuando la docena de bombillas que penden entre poste y poste se ilumina, esboza una sonrisa.

Los operadores de safaris en globo aeros­tático, que levantan el vuelo antes del alba, se han quejado de esta contaminación lumínica nocturna. Pero para Virani estas bombillas, conectadas a una batería solar, son un pequeño milagro, el método más inofensivo y eficiente de ahuyentar a los depredadores de los corrales y evitar así los envenenamientos por venganza que diezman las poblaciones de buitres.

Conservación de los buitres

La iluminación, explica Virani, tiene un coste de entre 25.000 y 35.000 chelines por boma (entre 225 y 315 euros), la mitad de los cuales los financia el Peregrine Fund. «Con prevenir una sola depredación sobre el ganado, ya está amortizada», dice. En los primeros seis meses de implantación del sistema en esta parte del Mara, los ataques de leones contra bomas iluminadas descendieron un 90 %. Hasta la fecha carnívoros y elefantes –que transitan entre las áreas de conservación y la reserva, a menudo a través de cultivos de los masai– siguen esquivando la luz, pero la falta de mantenimiento y la mala gestión de los sistemas (a veces se deriva la electricidad para cargar teléfonos móviles, por ejemplo) han mermado su eficacia. Así y todo, la demanda de sistemas de iluminación sigue superando con mucho la oferta.

En este muladar, los buitres encuentran solo una parte del alimento que necesitan, un pequeño desayuno que les da fuerzas para buscarse la vida el resto del día. Cuando Moragrega empezó en esto hace casi 30 años, los buitres se mantenían siempre a una distancia prudencial. Pero el roce hace el cariño y hoy es Buitreman quien, a veces, debe recordarles que no se extralimiten.
 

En el Serengeti, unos 250 kilómetros al sur de Masai Mara, el sol naciente ilumina tres hienas adultas que se afanan en devorar otro ñu muerto. De cuando en cuando el público plumado que se ha reunido en este teatro circular da un paso hacia el escenario, solo para ser rechazado por los actores protagonistas con una elevación de mandíbula y un retraimiento de sus negros la­bios. Los buitres se dan por aludidos. Hay entre los cuadrúpedos y los bípedos un respeto palpable: las hienas dependen de los buitres para localizar cadáveres y los buitres dependen de las hienas para que se los abran sin dilación.

Por fin las hienas se dan por saciadas y se retiran, lo que da el pistoletazo de salida para las aves. Comienza un baile de despojos cuando dos docenas de buitres rasgan, sorben, picotean y arrancan. De pronto cae del cielo un buitre orejudo y se enzarza con dos de su especie que aguardaban inocentemente en la periferia. El agresor revolotea, agacha la cabeza, alza sus impresionantes alas y, triunfante, monta el ñu. «Son unos animales muy entretenidos –dice Simon Thomsett, experto en buitres asociado a los Museos Nacionales de Kenya. Sin separar los ojos de los prismáticos, añade–: Ciertamente, no podrías dedicar tanto tiempo a observar un león.»

Cual gárgolas de piedra, estos buitres de El Cabo (Gyps coprotheres) dirigen una mirada amenazante desde un acantilado de nidificación artificial cerca de Magaliesburg, Sudáfrica. Estas instalaciones de cría, investigación y rehabilitación están gestionadas por VulPro, una ONG que trabaja por recuperar la población de buitres africanos.
 

Pasan las horas, los sanguinolentos actores entran y salen de escena: hienas, chacales, marabúes, águilas carroñeras y cuatro especies de buitres. Pese a la apariencia de caos, todos se llevan su bocado: antes o después, una parte u otra, comparten los despojos en función de su estatus social y su capacidad física. Tanto Thomsett como Ogada, colaboradores habituales, han pasado muchas horas imaginando qué ocurriría si los buitres desapareciesen de este elenco de actores. De su trabajo de campo con despojos de cabra, en experimentos de dos años de duración, Ogada ha aprendido que sin los buitres el período de descomposición de los cadáveres se triplica, así como el número de mamíferos que acuden a los despojos y el tiempo que pasan junto a ellos.

¿Son importantes esos datos? En efecto, porque cuanto más tiempo convivan chacales, leopardos, leones, hienas, jinetas, mangostas y perros al pie de unos despojos, más probabilidades tendrán de propagar patógenos –que en condiciones normales morirían en el estómago de los buitres– a otros animales, ya sean salvajes o domésticos. Al devorar la placenta del ñu, me explica Thomsett, los buitres también impiden que el ganado contraiga la fiebre catarral maligna, un herpesvirus que a menudo resulta fatal. Y al reducir los cadáveres a huesos en cuestión de horas, también limitan las poblaciones de insectos, asociados con enfermedades oculares tanto humanas como veterinarias.

«En términos del servicio que prestan a la humanidad, los buitres son más importantes que los “cinco grandes” que todo el mundo viene a ver aquí», dice, refiriéndose al león, el elefante, el búfalo cafre, el leopardo y el rinoceronte. Su desaparición, creen los científicos, probablemente desencadenaría una catástrofe ecológica y económica.

Aunque el envenenamiento es la causa inmediata de la merma de buitres en África, Thomsett, hombre dado a hablar claro, subraya cuál es la causa última: el exceso demográfico de la población humana. Se calcula que hacia 2050 en Kenya se habrá pasado de los 44 millones de habitantes actuales a unos 81 millones. Y los masai se cuentan entre los grupos de crecimiento más acelerado del país.

Un buitre dorsiblanco africano convalece en el centro de VulPro. Posteriormente fue devuelto a la naturaleza.
 

Thomsett baja los prismáticos y alarga la lista de amenazas antropogénicas que pesan sobre los buitres kenianos. Los agricultores plantan maíz y trigo en torno a las áreas protegidas para dar de comer a una población en crecimiento, explica. Al reducirse la extensión de pradera, también se reduce la población de ungulados, alimento de los buitres. El Gobierno, añade, no ha conseguido impedir que se perforen pozos geotérmicos a menos de 300 metros de las zonas de nidificación del buitre moteado, especie en peligro crítico. Además muchos buitres mueren al colisionar con el tendido de alta tensión. El Servicio de Vida Salvaje de Kenya todavía no ha redactado plan estratégico alguno en defensa de las especies vulnerables de buitre. (El plan es inminente, me asegura Charles Musyoki.)

En diciembre de 2013 Kenya aprobó una ley que sanciona con multas de hasta 20 millones de chelines (180.000 euros) o cadena perpetua a todo aquel que tenga algo que ver con la muerte de una especie en peligro de extinción.

Y se dice que el Servicio de Vida Salvaje de Kenya planea una campaña para cambiar la percepción pública del buitre. Pero si la legislación antienvenenamiento no genera más investigaciones policiales y sanciones, ya no digamos encarcelamientos de infractores, opinan Ogada y Thomsett, tales campañas no serán ni mucho menos suficientes para salvar las aves de la región. A corto plazo sería mucho más eficaz, dicen, que las autoridades aceptasen la oferta de un terrateniente del sudoeste de Kenya: venderles los terrenos que albergan uno de los acantilados de cría del buitre moteado más importantes del país.

Conservacionistas de Namibia utilizan un retrovisor telescópico para echar un vistazo al nido arbóreo de un buitre orejudo. Si localizan un pollo de suficiente edad, lo cogen, le colocan una marca en el ala y lo devuelven al nido. Las hembras podrían poner un huevo cada uno o dos años, de modo que la supervivencia de todos los pollos es vital para el futuro de la población.
 

Thomsett retoma la observación de los buitres que se regodean en la putrefacción y esboza en un grueso cuaderno cuidados bosquejos de cabezas y patas hasta que las aves se dan por satisfechas y el ñu no es más que una arrugada alfombra azul grisácea con cuatro pezuñas. En los próximos días, los eventuales restos de piel y tendones sucumbirán a la acción de los elementos, los insectos, los hongos y los microbios. Los huesos más grandes del ungulado perdurarán durante años, pero entre tanto sus componentes fundamentales continuarán su ciclo: en el suelo, en la vegetación, en todos y cada uno de los magníficos buitres que hoy se han regalado con su pródiga abundancia.