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Ciencia y tecnología al servicio del rendimiento físico

Bolt en su pista del siglo XXI, 100 metros de una superficie de goma lisa y antideslizante, diseñada para devolver rápidamente la energía a sus piernas durante la carrera.

Y Owens en su pista de entreguerras, una capa irregular de ceniza, una superficie blanda que de hecho roba energía a sus piernas mientras corre.

Bolt, el velocista jamaicano ganador de ocho oros olímpicos y titular durante casi un decenio de los récords del mundo de los 100 y 200 metros lisos, calza unas zapatillas ultraligeras diseñadas expresamente para correr sobre superficies de alta tecnología. Desde el minuto uno de su historia competitiva ha recibido el mejor entrenamiento que jamás ha existido.



Viaja a las competiciones en avión con su propio cocinero, que le prepara comidas magras y nutritivas. El mejor momento del «Rayo» Bolt ha coincidido con el auge de los esteroides en el deporte. Él jamás ha dado positi­­vo, pero la sospecha se cierne sobre muchos superatletas olímpicos de su generación. Bolt se quedó sin la medalla de oro que obtuvo como relevista en los Juegos Olímpicos de 2008 cuando un compañero de equipo dio positivo en los análisis.

Owens, que ganó los 100 metros lisos con un tiempo de 10,3 segundos en los Juegos Olímpicos de 1936 –una de las cuatro medallas de oro que se puso al cuello en Berlín–, corre con zapatillas de cuero. Bolt hace unas salidas de vértigo desde unos tacos ultrasofisticados, mientras que Owens tiene que cavar sus propios «tacos de salida» en la ceniza con una palita de jardinero.

Owens, nacido en Alabama, creció en unos Estados Unidos segregados, con pocas de las ventajas de las que disfrutan los deportistas actuales. Para viajar a Berlín, él y otros atletas estadounidenses tuvieron que hacer una travesía de varios días a bordo de un transatlántico.

Usain Bolt, que batió el récord de los 100 metros lisos con 9,58 segundos en 2009 y se retiró el año pasado, sigue siendo etiquetado como el hombre más rápido del mundo. ¿Pero en cuánto aventajaba, realmente, a los velocistas de élite de generaciones anteriores como Owens?

Más lejos, más rápido, más alto

Dejando a un lado el tema de las sustancias destinadas a mejorar el rendimiento, ¿cuánto hemos avanzado en nuestro eterno intento de llegar más lejos, más alto y más rápido? ¿Y qué estamos descubriendo sobre las aportaciones de la tecnología y los nuevos métodos de entrenamiento a la hora de llevar más allá los límites del rendimiento humano?
En 2014 el periodista deportivo David Epstein demostró en una charla TED que si Owens hubiese corrido sobre la misma superficie que Bolt, su mejor marca en los 100 metros (10,2 segundos) –anotada poco antes de los Juegos de 1936– podría haberse quedado a una zancada de la marca de Bolt (9,77 segundos) en el Mundial de 2013.

¿Cuánto hemos avanzado en nuestro eterno intento de llegar más lejos, más alto y más rápido?


En las ocho décadas transcurridas desde las históricas victorias de Owens, las mejoras en los entrenamientos, análisis, técnicas, equipaciones y materiales han ayudado a los atletas a ser mejores, más rápidos, más fuertes y más precisos. Pero los investigadores creen que todavía no hemos alcanzado el límite de lo humanamente posible.

Peter Weyland, que dirige el Laboratorio de Rendimiento Locomotor de la Universidad Metodista del Sur en Dallas, Texas, y es uno de los expertos en biomecánica del esprint más importantes del mundo, afirma que no se pueden descartar mejoras sustanciales en las marcas de las carreras de los 100 y 200 metros y de las maratones. Su laboratorio utiliza videoanálisis de alta velocidad para estudiar la técnica de los velocistas en busca de resquicios que les permitan mejorar su eficiencia y, por ende, su velocidad.



Weyland forma parte de un equipo encabezado por el científico deportivo del Reino Unido Yannis Pitsiladis, empeñado en batir la barrera maratoniana de las dos horas. Para ayudar a los atletas a pulverizar marcas, los investigadores se concentran en una serie de áreas clave: fisiología, nutrición, biomecánica, medicina, mo­nitorización en tiempo real y entrenamiento. Este tipo de conocimiento científico «permite mejorar el rendimiento», asegura Weyland.

Y para ayudarlos a superar legalmente los límites del rendimiento, se están testando nuevas técnicas y nuevos equipos, midiendo los resultados con métodos novedosos y monitorizando la nutrición y la salud física y mental de los deportistas.

Usain Bolt, que batió el récord de los 100 metros lisos con 9,58 segundos en 2009 y se retiró el año pasado, sigue siendo etiquetado como el hombre más rápido del mundo, pero ¿en cuánto aventajaba, realmente, a los velocistas de élite de generaciones anteriores como Owens?


¿Recuerda ese pase formidable de su futbolista favorito? Quizás haya nacido de una máquina de entrenamiento llamada «el Futbonauta», que lanza balones al jugador variando la velocidad y el ritmo, obligándolo a controlar el esférico y co­­larlo en una abertura determinada.

¿Y la bola curva que lanzó aquel beisbolista? Hace 50 años los entrenadores simplemente observaban al lanzador para ver cómo lo hacía. Ahora entrenar es una mezcla de visionar grabaciones y estadísticas con un pellizco de aquella intuición de la vieja escuela. Y los entrenadores pueden co­­nocer al instante la velocidad de un lanzamiento.

El debate sobre el rendimiento humano lleva aparejado una señal de advertencia muy necesaria. ¿Podemos dar crédito a lo que vemos? En 1988 nos maravilló el esprint con el que el canadiense Ben Johnson batía el récord del mundo de los 100 metros… hasta que dio positivo por dopaje. Fue despojado de su medalla de oro y expulsado de los Juegos Olímpicos de verano de Seúl. La era de los esteroides no ha perdido fuelle en estos 30 años; el ciclista estadounidense Lance Armstrong, su compatriota y estrella de la pista Marion Jones, la delegación olímpica rusa… la lista de infractores no acaba aquí. Pero centrémonos en el aspecto positivo de la tecnología deportiva, que también ha revolucionado el entrenamiento de los deportistas paralímpicos.

Danelle Umstead, esquiadora estadounidense que con una deficiencia visual ha competido en tres Juegos Paralímpicos y ganado tres medallas de bronce en un deporte en el que se alcanzan ve­­­locidades de 110 kilómetros por hora, se ha entrenado con un guía vidente en un túnel de viento que le permite perfeccionar su aerodinámica. En las carreras sigue por la pista a su compañero, con quien se comunica mediante auriculares. Entrenarse en el túnel la ha ayudado a perfeccionar su técnica para alcanzar mayor velocidad.

Mientras, entrenadores y deportistas empiezan a cuestionar viejos axiomas sobre el entrenamiento.
Desde que empezó a competir, Michael Andrew ha batido la mayoría de los récords estadounidenses de natación. Ahora tiene 19 años y 22 marcas nacionales. Él y su padre, Peter, que también es su entrenador, son defensores convencidos de un método alternativo conocido como USRPT, acrónimo en inglés de entrenamiento ultracorto a ritmo de carrera.

Michael nada distancias cortas a gran velocidad, condicionando su mente y su cuerpo para nadar siempre a ritmo de competición, mientras que tradicionalmente los nadadores de élite trabajan la resistencia con entrenamientos basados en ritmos más pausados y distancias mayores. Este método controvertido, gracias al cual Andrew es candidato a los Juegos Olímpicos de 2020, está ganando adeptos entre los entrenadores de natación de élite de todo el mundo.

«Todo lo que hacemos tiene una base científica; hay datos que respaldan lo que hacemos en la piscina –dice el nadador–. La mente y el cuerpo codifican estos movimientos como haría un ordenador. No tiene sentido entrenarse despacio cuando lo que buscas es nadar rápido».

La fondista estadounidense de 21 años Katie Ledecky, quien anunció recientemente que abandona el equipo de na­­tación de la Universidad Stanford para hacerse profesional, entrena con un método más tradicional, aunque ha utilizado la ciencia deportiva para convertirse en una de las mejores nadadoras de estilo libre del mundo.

Con cinco oros olímpicos, la mujer que en 2016 batió dos récords del mundo en los Juegos de Río de Janeiro devora los resultados de sus análisis nutricionales y hematológicos, y estudia los vídeos de sus entrenamientos y sus carreras, en busca de modos de mejorar los movimientos del brazo y la mano. Su éxito suele atribuirse a su enorme capacidad de trabajo; su verdadero secreto podría ser que posee una de las brazadas más eficientes de la natación.

Pero de nada le habría valido si no fuese una trabajadora incansable, puntualiza Bruce Gemmell, quien la entrenó para los Juegos de 2016. En los tres años previos a Río, Ledecky nadaba de 55 a 60 kilómetros a la semana, repartidos en nueve sesiones a lo largo de seis días. «Doy muchas charlas sobre la experiencia de entrenar a Katie –dice Gemmell–. Un día estuve tentado de hacer una presentación con una sola diapositiva que rezase “Katie trabaja como una mula y es dura como un roble” y pasar directamente a las preguntas».

Diferencias de entrenamiento

Dos cosas de esos entrenamientos marcaron la diferencia para Ledecky en Río. Ella quería incidir en las salidas: el lanzamiento a la piscina. Para los velocistas, esta obsesión es lógica, pues cada décima de segundo cuenta en competiciones que se deciden por una centésima arriba o abajo. Pero Ledecky es una nadadora de distancias medias y largas, famosa por finalizar las carreras muy por delante de sus competidoras.

Así y todo, «estudió un vídeo de sus salidas con la idea de ganar una décima de segundo», cuenta su entrenador. La segunda obsesión de Ledecky en los entrenamientos era la llegada de los 200 metros libres. Cuando se acercaba al final de una serie de largos de entrenamiento –en los últimos 15 metros, aproximadamente–, de pronto aumentaba el ritmo e imprimía un acelerón brutal a la patada, explica Gemmell.

«En medio de su trabajo de rutina introducía aquel cambio de ritmo, dos o tres veces por sema­­na, durante un período de entre 15 minutos y media hora, acabando así todas las repeticiones».

Y por fin llegó la prueba de los 200 metros libres de Río. Como esta era su carrera individual más corta, también sería la que se dirimiría por menor margen. En tan solo cuatro largos Ledecky no podía distanciarse de las demás nadadoras tan claramente. Sabía que el final sería crucial. En efecto, cuando las contrincantes se acercaban a la meta de la final de los 200 metros, la rival más potente de Ledecky, la sueca Sarah Sjöström, recortó su ventaja con rapidez y se puso a la altura de la estadounidense en los últimos 15 metros. Parecía que Sjöström iba imparable hacia el oro.

Pero Ledecky no pensaba perder. ¿Por qué? Porque se había entrenado muchísimo para el final de la carrera. «Cuando Sarah se le puso al lado, pensé: he visto a Katie acabar esa carrera más de mil veces. Va a ser la primera en tocar la pared». Y lo fue. «No me extraña que le saliese bien en aquella olla a presión que era Río –dice Gemmell–. Sabía perfectamente lo que hacía en los entrenamientos, cuando lo repetía una y otra vez».

Los resultados globales de la estadounidense en Río pasaron a los anales de la historia. Pero ella y Gemmell ya lo habían predicho tres años antes, cuando batió el récord del mundo de los 800 me­­tros libres. La nadadora habló con su entrenador de los tiempos que pretendía conseguir en los 800 y 400 metros libres en 2016, y escribió sus objetivos en la tabla que usaba en los entrenamientos y que llevaba consigo por el mundo entero cada vez que acudía a una competición. Su nuevo récord del mundo en 800 metros libres era 8:13,86. Su objetivo, 8:05. Parecía una locura: batir su propia marca mundial era una cosa, pero aquello suponía rebajarla ¡en casi nueve segundos!

En los tres años siguientes Ledecky se dedicó a batir una y otra vez su récord del mundo en los 800 metros libres. A principios de 2016 lo había bajado a 8:06,68. En Río arrasó y volvió a adjudicarse la plusmarca mundial: 8:04,79.
Eso hizo que Gemmell se preguntara: «¿Y si nos hubiéramos propuesto ocho minutos exactos? No sabemos cuál es el límite. Nos marcamos unos objetivos que tres años antes de Río eran inauditos. Cuando Katie los cumplió, no pude menos que preguntarme para mis adentros: “¿Por qué no habremos sido más ambiciosos?”».

Ledecky y otros superatletas de hoy tienen a su favor el paso del tiempo en sus respectivos deportes. Si buscas una foto de Mark Spitz en los Juegos Olímpicos de 1972, ves la diferencia: sin gafas, sin gorro, sin bañador hidrófugo de última generación. Incluso llevaba bigote. Por entonces las piscinas no tenían los sistemas de drenaje mejorados ni las corcheras antiolas que usan las piscinas olímpicas actuales para absorber buena parte del agua desplazada por los nadadores de las otras calles. Todo aquello frenaba a Spitz, pero en aquel momento lo ignorábamos. Así y todo, en Múnich logró siete oros.

Desde entonces las ciencias de la salud han tenido un papel importante en la vida de varias generaciones de nadadores. Gemmell narra la historia de una leve lesión de tobillo que sufrió Ledecky mientras entrenaba en el Centro de Entrenamiento Olímpico de Estados Unidos a finales de la primavera de 2016, a un par de meses de Río.
«En menos de dos horas teníamos dos opiniones médicas, una ecografía, un fisioterapeuta, un preparador físico, un entrenador de natación (yo) y otras dos o tres personas que ya habíamos revisado los datos, intercambiado impresiones y formulado un plan».

Alan Ashley, director de rendimiento deportivo del Comité Olímpico Estadounidense, afirma que la clave para romper las barreras del rendimiento es «que los atletas conserven la salud. Si no la pierden, todo lo demás cae por su propio peso». Afinales de los años sesenta, Audrey King Weisiger obtuvo el tercer puesto de patinaje artístico en la categoría ca­­dete femenina de Estados Unidos, y al año siguiente repitió puesto en la categoría juvenil.

Aprendió a saltar alto y rápido, no porque hubiese que hacerlo así, sino porque se entrenaba en una pista que apenas tenía un tercio de la superficie de una pista reglamentaria. «Si hubiese saltado a lo largo, me habría estampado contra la pared», recuerda.

Contemporánea de Dorothy Hamill, medallista olímpica de 1976, Weisiger estaba rodeada de chicas que hacían saltos dobles, así que en las competiciones se limitaba a ellos pese a que en los entrenamientos llegaba a hacer triples. A diferencia de las patinadoras de hoy no se entrenaba con pesas, no hacía pilates y no le preocupaba la nutrición.
A finales de los años ochenta y noventa Weisiger, convertida para entonces en entrenadora internacional de primera categoría, enseñó a su alumno Michael Weiss a ejecutar saltos dobles y triples… y al final, cuádruples. Weiss acabó compitiendo en dos Juegos Olímpicos, ganó tres títulos nacionales y dos bronces en sendos mundiales.

Weisiger grababa los saltos de Weiss en lo que hoy sería una videocámara vintage, ponía la cinta VHS en un reproductor conectado a un televisor y lo arrastraba en un carrito hasta la misma pista de hielo para visionarlos con su alumno. A continuación volvían al trabajo. «Lo veíamos, pero todavía no teníamos forma de medirlo –recuerda Weisiger, riendo–. Yo decía: “Creo que de altura va bien”, y listo, allá íbamos a ensayarlo de nuevo».

Hoy, mientras charlamos, toca su iPhone y abre una aplicación llamada Vert. «Si te pongo un cinturón con un sensor y saltas, el teléfono me dirá qué altura has alcanzado, lo cual sería el inicio de una conversación entre tú y yo sobre la conveniencia de intentar un cuádruple», me dice. Más tarde me envió fotos de los giros uno, dos, tres y cuatro de un salto cuádruple, con un temporizador en la parte inferior que indicaba que el proceso había durado 0,68 segundos.
Ensayar estos saltos puede ser peligroso. Aterrizar una y otra vez sobre el hielo puede traducirse en lesiones capaces de poner fin a una carrera. Por ese motivo los entrenadores llevan décadas amarrando a sus alumnos a un arnés sujeto a lo que parece una sofisticada caña de pescar. En 50 años Weisiger había progresado de aprender a base de instinto a consultar en el móvil qué altura ha alcanzado un patinador y cuánto tiempo ha estado en el aire mientras ejecutaba un cuádruple.

Gracias al progreso tecnológico los entrenadores pueden enseñar a sus patinadores la teoría física que subyace a los saltos, pero hay algo más, puntualiza Weisiger. «¿Por qué Dorothy Hamill no hacía saltos triples? –pregunta–. Porque no le hacía falta. En cuanto las mujeres se lanzaron a probar triples, todas tuvieron que hacerlo. Es como todo: la competencia te hace ir más allá».

El pasado mes de febrero en Pieonchang, Corea del Sur, la rusa Alina Zagitova, campeona olímpica de patinaje artístico, ejecutó siete saltos triples en su programa libre.

Aveces el progreso deportivo no es más que la consecuencia del fuego competitivo que arde en un atleta.
A simple vista, el salto que acababa de presenciar en el Estadio Nacional de Tokio durante el Mundial de atletismo de 1991 me pareció una barbaridad.

Llevaba más de una hora observando a los mejores saltadores de longitud del mundo, pero el salto del estadounidense Mike Powell era claramente distinto. La tecnología confirmaría lo que me decían mis ojos. El récord individual más legendario y aparentemente imbatible de los deportes olímpicos, que llevaba vigente 23 inconcebibles años, acababa de ser hecho trizas.

Mi fascinación por el progreso del rendimiento deportivo no nació aquella calurosa y húmeda tarde de agosto, pero sin duda alguna se reforzó. Cinco centímetros de más o de menos quizá no tengan importancia para nuestra vida cotidiana, pero son exactamente la distancia que separa los 8,90 metros del emblemático salto de Bob Beamon en los Juegos Olímpicos de México de 1968 y los 8,95 que saltó Powell aquella noche en Tokio.

Han pasado los años, pero aquel instante aún me fascina. ¿Por qué? Con todo lo que pueden aportar la ciencia, la informática y las grandes mentes pensantes para que los humanos ganemos velocidad, altura y fuerza –y porque un deporte como el atletismo ha pasado de pistas de ceniza a superficies sintéticas, de calzado rudimentario a famosas marcas de zapatillas en constante competencia–, la superación de un récord seguía estribando en el trabajo de un solo ser humano. El deporte actual está lleno de científicos, entrenadores y atletas que cuantifican el progreso con herramientas analíticas, pero aquella noche el avance del rendimiento humano tenía un rostro y un nombre: Mike Powell.

Cuando un instante del deporte pasa a la historia, a veces no hay detrás un relato épico. En aquel caso simplemente ocurrió que a un atleta le escocían los éxitos de otro y se propuso ganarlo.

Hace poco pedí a Mike Powell que reviviese con­­migo aquel momento desde el sur de California. Aquella noche no hubo ningún factor científico determinante, me dijo. Me contó que había batido el récord porque lo azuzaba un rival. El gran Carl Lewis, considerado por la mayoría como el mejor saltador de longitud de la historia, también estaba en la pista. Lewis nunca batió el récord del mundo, pero sin saberlo ayudó a Powell a pulverizarlo. «Ahora quiero mucho a Carl, pero entonces lo odiaba –dijo Powell–. Competir contra él me daba un subidón de energía».

Justo antes de que Powell realizara su salto histórico, Lewis había logrado el salto más largo de la historia, superando el de Beamon por 0,63 centímetros. Pero el viento a favor excedía el límite tolerado, de modo que la marca no contó.

Han pasado casi 30 años, pero Powell no consigue sacarse aquella imagen de la cabeza. «Pasó corriendo por delante de mí, con el puño apretado. Aquello me puso frenético. Ya era algo personal. Yo siempre había sido el niño flacucho con el que todos se metían, y de pronto volvía a pasarme. Solo que por fin podía hacer algo al respecto. Mi cuerpo se impuso e hizo lo que tenía que hacer».

Powell sigue ostentando el récord del mundo que obtuvo con aquel salto increíble. «Carl puso el listón altísimo –me dijo Powell–. Sabía que para vencerlo tenía que batir el récord del mundo».

He aquí el rendimiento humano en su versión patio de colegio. Y la prueba del gran poder que tiene la mente.
«No creo que hasta ahora hayamos sabido explotar el potencial del cerebro –afirma Gemmell, el entrenador olímpico de Ledecky–. Ese es el camino de los próximos 30 años: cómo entrenar la mente igual que entrenamos el cuerpo. De ahí van a salir las próximas revoluciones».