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Desvelando la vida en el bosque helado

La gran diversidad de microorganismos presentes en la superficie helada de Groenlandia no solo modela la capa de hielo, también amplifica el cambio climático.

En kalaallisut, o groenlandés, se le denomina sermersuaq. Se trata del segundo manto de hielo más grande de la Tierra después del de la Antártida y cubre algo más del 80 % de la superficie de Groenlandia. Esta enorme isla de 2,16 millones de kilómetros cuadrados (unas 50 veces más grande que el país al que pertenece, Dinamarca) está situada en su mayor parte por encima del círculo polar Ártico y es para el microbiólogo glaciar Joseph Cook un laboratorio natural perfecto para sus propósitos. Este investigador británico de la Universidad de Sheffield se dedica a explorar el ecosistema microscópico presente en la parte superior del manto de hielo de Groenlandia. En concreto investiga, en el marco de su proyecto Ice Alive, hasta qué punto esa prolífera vida diminuta está contribuyendo a la subida del nivel del mar. «Desde finales del siglo XIX ha aumentado ya entre 21 y 24 centímetros, y una tercera parte de ese incremento ha tenido lugar en los últimos 25 años», señala Cook.

Graduado en Geografía Física y doctorado en la dinámica del carbono microbiano glaciar, Cook está fascinado por Groenlandia. Todo empezó en 2010, cuando visitó por primera vez un campamento sobre el hielo en este remoto territorio. Aquel viaje le cambió la vida y determinó su elección profesional: iluminar con la luz de la ciencia el mundo invisible de la microbiología. «No solemos asociar este tipo de hábitats a una biodiversidad rica –dice–. Cuando imaginamos la capa de hielo de Groenlandia, los glaciares de la Antártida, las nieves perpetuas del Kilimanjaro o los campos nevados de Alaska, suelen acudir a nuestra mente paisajes áridos, helados, blancos y sin muchos indicios de vida». Así es como los científicos y exploradores solían describir en el pasado la nieve y el hielo. Por supuesto conocemos a los grandes mamíferos que, como el oso polar, migran a través de la nieve. O a los renos, que pastan en los bordes del manto de hielo, y al buey almizclero, habitante de la tundra. También nos son familiares las liebres y los zorros árticos, y sabemos que en los océanos polares abundan animales de todos los tamaños, desde el pequeño krill o los arrecifes coralinos de aguas frías hasta las gigantescas ballenas, como la azul o la yubarta, los narvales y las orcas. Pero a nuestros ojos humanos, la superficie del hielo y la nieve nos parecen entornos hostiles que apenas ofrecen comida o refugio. «Sin embargo, hemos hallado vida en todos los glaciares estudiados, incluso en los lugares más inverosímiles. Si la vida puede persistir en estas bolsas de hielo tan oscuras y gélidas, ¿no podría suceder lo mismo en el hielo presente en otras partes del sistema solar, como las cuevas subterráneas de Marte o el hielo de Europa, la luna de Júpiter?», se pregunta Cook.

Cook compila datos de forma remota mediante drones y satélites para evaluar hasta qué punto los microorganismos del hielo están acelerando la fusión del hielo en Groenlandia. El objetivo es incorporar esos valores a las predicciones globales de la tasa de aumento del nivel del mar para definir escenarios más precisos.

Sin duda hay muchísima más vida de la que podemos percibir. Como apuntan desde hace años los expertos, son los organismos microscópicos los que están al mando de la nave Tierra, más que los habitantes del mundo macroscópico. «Se estima que hay 100.000 billones de billones de microorganismos viviendo en los primeros metros de las masas de hielo de la Tierra. Y estos, a través de su color, modifican el albedo, es decir, la cantidad de energía solar que el hielo es capaz de reflejar –explica Cook–. Al oscurecerse, el hielo se funde con mayor rapidez. Creo que estos pequeños organismos son a la vez agentes amplificadores del cambio climático y arquitectos de la superficie del hielo. Por eso tenemos que comprender qué hacen y cómo lo hacen». Su misión no podría ser más pertinente en estos tiempos de emergencia climática. Por ello, en 2016 fue nombrado Laureado Rolex, un premio que la firma relojera suiza otorga a hombres y mujeres que emprenden proyectos extraordinarios para hacer del mundo un lugar mejor. Indudablemente, Joseph Cook está en total sintonía con esas premisas. También para Rolex el mundo entero es un laboratorio viviente, fuente de exploración, creación e inspiración en una misión que hoy nos preocupa más que nunca: conservar a perpetuidad la vida en el planeta.

En ese riquísimo reino biológico que Cook estudia con pasión, al que le gusta denominar «el bosque helado» por sus semejanzas con las florestas de dimensiones macro, hay dos hábitats diferenciados. Uno es la superficie, donde proliferan unas algas que crecen alrededor de los gránulos de hielo que se derriten, formando extensas manchas pardas. El otro son los agujeros de crioconita abiertos en el hielo, originados y poblados por multitud de microorganismos. En su oscuro interior, explica este joven geógrafo, se forman comunidades extraordinariamente dinámicas. Son como ciudades en miniatura en las que conviven multitud de microorganismos distintos que, como nosotros, emigran e inmigran, producen y consumen, construyen y destruyen, se alimentan, se reproducen, viven y mueren.

La escarpada costa de Groenlandia está tallada por numerosos fiordos, picos montañosos que se yerguen cubiertos de hielo, acantilados y glaciares. Estos glaciares periféricos también están sufriendo una fusión severa debido al calentamiento de origen antropogénico.

«Al observar esos agujeros de cerca, comenzamos a ver gránulos individuales repletos de vida microbiana. Entre ella destacan los tardígrados, que en este ecosistema son los depredadores por excelencia, el equivalente a los tigres o al oso polar en el mundo macroscópico. También hay algas y hongos y muchas bacterias, entre las que se hallan unas cianobacterias fibrosas que son las creadoras de los agujeros de crioconita», explica Cook. Estos largos filamentos conforman redes en la superficie, donde quedan atrapadas todo tipo de partículas: polvo procedente de desiertos y hollín que proviene de incendios y de la quema industrial que se amontona en forma de gránulos, los cuales van quedando pegados entre sí gracias a una especie de cemento biológico que las cianobacterias producen como subproducto de su fotosíntesis, creando esa arenilla de aspecto fangoso conocida como crioconita. Al final, estos gránulos son lo bastante pesados como para asentarse en la superficie del hielo en lugar de ser arrastrados por el agua y, como son oscuros, incrementan la absorción de calor y lo derriten, creando agujeros llenos de agua de fusión. «En su interior, los microbios, que no sobrevivirían en la superficie del hielo, disfrutan de una vida estable y protegida en el fondo del agujero, donde reciben la cantidad justa de luz solar. Muchos tipos de microbios viven allí, alimentándose del carbono producido por las cianobacterias a medida que realizan la fotosíntesis. Es un universo oculto demasiado pequeño para percibirlo a simple vista, pero su impacto es tan grande que no puede ser ignorado».

En la superficie del hielo de Groenlandia hay miles de agujeros de crioconita –palabra que significa polvo helado– de diversos tamaños.

No es algo que no se conociera, comenta Cook: ya en los inicios de la era de la exploración polar, a finales del siglo XIX, el explorador sueco de origen finlandés Adolf Erik Nordenskiöld –al frente de la expedición Vega, la primera incursión ártica a través del Paso del Noreste– dejó escrito en sus diarios el extraño color gris oscuro que se extendía sobre el manto de hielo groenlandés, así como también esos misteriosos millones de agujeros de distintos tamaños (algunos miden varios metros de anchura y profundidad, otros son diminutos) que avistaba por doquier. «Ya entonces encontró tantos que le era extremadamente difícil dar con un sitio para acampar. A menudo se hundía de forma repentina en el agua glaciar hasta las rodillas tras pisar accidentalmente alguno de ellos». Nordenskiöld, geólogo de formación, los estudió y se percató de que tanto las algas como los agujeros de crioconita tenían un origen biológico y ennegrecían el hielo,haciendo que absorbiera más calor y, por ende, se derritiera más deprisa. La vida, concluyó, «es el mayor enemigo de la capa de hielo». Sus observaciones fueron realizadas en 1875, antes de que la Revolución Industrial contaminase la atmósfera con las ingentes emisiones procedentes de la quema de combustibles fósiles. Antes de que se pusiera en marcha el peligroso engranaje del calentamiento global.

Al acercarnos a los agujeros de crioconita se atisba en su interior un ecosistema en el que proliferan organismos microscópicos.

«Hoy estamos calibrando la subida del nivel del mar sin tener en cuenta el proceso de oscurecimiento biológico que tiene lugar en los polos, lo que probablemente signifique que estamos subestimando la tasa de fusión de los mantos de hielo en nuestras predicciones», advierte Cook. Una tasa que en 2019 alcanzó unas cotas pasmosas en Groenlandia: ese año, el indlandsis, o casquete glaciar groenlandés, perdió 600.000 millones de toneladas de hielo, una cantidad que por sí sola podría contribuir a elevar el nivel del mar 1,5 milímetros.

Hace pocos años unos investigadores de la Universidad de Aberystwyth, en Gales, publicaban en la revista especializada Environmental Microbiology que cada hora unos 10 millones de células microbianas son arrastradas al interior del hielo por el agua derretida en cada metro cuadrado de glaciar. Y con ellas, partículas oscuras del denominado carbono negro, compuesto por hollín de origen antropogénico. Eso está desatando un ciclo en aceleración que crea en el hielo una superficie oscura cada vez más grande. Pero, además de las partículas oscuras, explica Cook, miembro del grupo de investigación británico Black and Bloom (por el black carbon y el bloom, el florecimiento de microorganismos), «creemos que los propios microorganismos que prosperan en el agua de deshielo superficial también contribuyen a la reducción del albedo. Muchos de ellos son fotosintéticos y usan pigmentos como la clorofila para capturar la luz solar y crecer, además de pigmentos bloqueadores del sol para protegerse de la gran cantidad de rayos UV que incide en las regiones polares. Todo ello también puede oscurecer significativamente la superficie del manto de hielo, aumentando aún más la tasa de fusión».

Los organismos microscópicos oscurecen el medio y reducen el albedo, acelerando la fusión del hielo.

Cook ha pasado la última década estudiando este proceso. Documenta qué microorganismos viven en el hielo y cómo le afectan, y aplica técnicas de aprendizaje automático a los datos de teledetección que obtiene de drones y satélites para explorar los cambios que están teniendo lugar en Groenlandia y en el Ártico en general. Según él, sus descubrimientos podrían condicionar nuestro futuro: «Ya sabemos que la biodiversidad oculta en los glaciares y los mantos de hielo está acelerando su fusión, y que el crecimiento de las algas es la causa de la franja oscura en el manto de hielo de Groenlandia. Estamos desarrollando modelos matemáticos para describir el proceso a escala local y métodos para detectar estas algas desde el aire y desde el espacio. El próximo reto es incorporar dichos procesos en los modelos climáticos a gran escala y predecir los efectos reales que la biodiversidad oculta en los glaciares tendrá en el aumento del nivel del mar. Solo así sabremos a qué nos enfrentamos y qué debemos hacer».

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El microbiólogo británico Joseph Cook fue Laureado con los Premios Rolex a la Iniciativa en la edición de 2016. Este artículo ha contado con el apoyo de Rolex, que colabora con National Geographic para arrojar luz, mediante la ciencia, la exploración y la divulgación, sobre los retos que afrontan los sistemas más cruciales que sustentan la vida en la Tierra. Más información en: www.rolex.org/es/rolex-awards.

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Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2021 de la revista National Geographic.