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Día 1. La eterna espera

Hace tan solo unos días os contábamos, desde la paz de nuestro hotel, cómo era prepararse para una expedición a la Antártida en tiempos de Covid-19. Pero nuestro error, desde una ingenuidad que puede llegar a sorprender a estas alturas de la pandemia, fue hacerlo creyendo que todo estaba logrado.

La cuarentena transcurrió como toda cuarentena: el tiempo pasaba despacio, ralentizado más si cabe por un sol de febrero que, en el extremo sur del continente americano parecía estirar las horas hasta hacer los días interminables. No obstante, tener suficiente trabajo como para ocupar gran parte del tiempo y la férrea ilusión de que cada día que pasaba era un día menos para embarcarnos en el Arctic Sunrise, las hacía más llevaderas. Tan solo nos quedaba una prueba final, la cual llegados hasta aquí considerábamos un mero trámite ¡Una PCR más y estaríamos rumbo al continente helado!

Sin embargo, los giros de guion siempre tienen lugar en el momento menos esperado, y este cayó sobre nosotros como un jarro de agua fría. O más bien como varios de ellos en forma de positivos en Covid-19 entre los miembros de la expedición. Todos habíamos viajado en el mismo avión. De hecho, durante los preparativos del viaje, las altas probabilidades de infectarse durante un trayecto tan largo ya habían sido un tema recurrente de conversación. Por azares del destino, yo pasé la enfermedad apenas un par de semanas antes de nuestra partida, motivo por el que quizá, en esta ocasión, haya escapado indemne.

La noticia me llegó por parte de Roberto, quien me escribía a tan solo dos habitaciones de distancia sin todavía poder creerlo y aún sin conocer que él no era el único en esta situación. Podéis imaginar el varapalo para mi compañero: meses de trabajo, de esfuerzo, de extrema precaución y de una interminable pseudocuarentena voluntaria previa para, a las puertas de uno de los proyectos profesionales más ilusionantes de los que hayamos sido partícipes, caer presa del virus.

La mala noticia cayó sobre nosotros como un jarro de agua fría. O más bien como varios de ellos en forma de positivos en Covid-19 entre los miembros de la expedición

Desde entonces han pasado tres intensos días en los que el barco ha permanecido atracado en el puerto de Punta Arenas. Desde la cubierta contábamos con la compañía del B.I.O Hespérides – el Buque de Investigación Oceanográfica de la Armada Española- el cual se encuentra a unas escasas decenas de metros de nosotros.

Por lo que respecta al barco, aquí el trabajo no ha cesado ni un momento. Sorprenden todos los preparativos necesarios previos a la partida. La tripulación no ha tenido un segundo de descanso. Se afanaba, quizá nunca la frase venga tan al caso, en atar los últimos cabos sueltos y terminar de poner a punto el barco para el viaje.

Desde la carga de combustible o la revisión y traslado de los submarinos con los que exploraremos el lecho marino para documentar la increíble biodiversidad del bentos antártico, pasando por los sistemas de comunicación y navegación, hasta realizar el aprovisionamiento de víveres y agua, la lista de quehaceres parecía interminable. Todo ello, además, guiados por un mismo espíritu, pues cualquiera de quien se trate, o del cargo que desempeñe en el barco, se les puede observar trabajar por igual independientemente del menester que ocupe la ocasión.

Vista de la ciudad de Punta Arenas, en Chile, con el Estrecho de Magallanes al fondo.

Mientras, el resto del personal -el Equipo de Campaña de Greenpeace y un servidor-, algunos más versados que otros en la vida a bordo, nos dedicábamos a familiarizarnos con la embarcación y a escuchar atentamente las explicaciones sobre los protocolos, simulacros y reglas que deberemos acatar en nuestro viaje. Se trataba de nuestro primer contacto con los horarios y la disciplina, garante fundamental para evitar sorpresas de ahora en adelante.

Por un lado, estaba la seguridad, indispensable, ya se trate de un asunto mayor como un incendio y la necesidad de subir a cubierta por cualquier otra razón, o de cosas en principio tan mundanas como una puerta mal cerrada. Y es que con la mar agitada y en un barco que se zarandea de un lado a otro, el más ínfimo detalle puede comprometer la integridad física de cualquier tripulante.

Durante estas primeras formaciones aprendimos varias reglas imprescindibles. La primera de ellas “una mano para ti y otra para el barco”, tiene como fin disponer siempre de un brazo libre para contrarrestar los vaivenes del mar y a la vez te hace consciente de que una vez pones un pie en la nave, durante lo que dure tu estancia en el océano, le perteneces. También a calzarnos el traje que, en caso de necesidad, nos protegiera de la gélida temperatura del agua; los chalecos salvavidas -quiera la suerte que nunca lleguemos a necesitarlos- o a tener siempre preparado un petate con ropa de abrigo. Ya sabéis, por lo que pueda pasar.

Una de las reglas más importantes es “una mano para ti y otra para el barco”: siempre hay que tener un brazo libre para contrarrestar los vaivenes del mar

Pero también aprendimos que la vida en un barco tiene sus particularidades. En él las sensaciones y sentimientos pueden escalar y magnificarse en cuestión de muy poco tiempo, por lo que la comunicación para atajar con rapidez los problemas, tanto físicos como psicológicos, es absolutamente fundamental. El funcionamiento se asemeja al de una familia, razón por la que no podíamos dejar de pensar en nuestros cuatro compañeros que aún estaban retenidos en tierra.

Así, puede que no os engañe si os digo que han sido algunos de los días más largos que recordaremos en mucho tiempo. Tanto en lo que respecta al natural paso del tiempo -en Punta Arenas el sol aparece a las 5:30 y se despide a las 22:00- como, dada su particular situación, todo lo que este se puede alargar. Desde los fatídicos positivos hubieron de pasar 72 horas de máxima incertidumbre a la espera de proceder de nuevo con la prueba y obtener los resultados con la esperanza de haber superado la infección.

El veredicto, al fin, llegó cercano al mediodía. Como cabía esperar en el mejor de los escenarios posibles, resultó tratarse de falsos positivos.

Tan solo unas horas después, el barco abandonaba el muelle en el que nos encontrábamos y tiraba anclas a apenas unos centenares de metros de la costa. Durante aquella apacible tarde en la que, en sintonía con los acontecimientos y tras varios días nublados, apareció el sol. Ya desde el mar, nos despediríamos de la jornada con las hermosas vistas de una Punta Arenas reposando en la falda de las montañas.

Mañana será el gran día. Aún no sabemos si nuestros compañeros podrán unirse a nosotros en el último momento antes de partir, o si habrán de hacerlo dentro de cuatro días, tras cruzar el mar de Hoces y encontrarse con nosotros en la isla del Rey Jorge. Después de las últimas horas, días, semanas e incluso meses, llegados a este punto, se trata de una cuestión menor. Parece que la eterna espera, por fin, ha terminado.

En 24 horas partimos hacia la Antártida.

¡Seguiremos informando!