Si me lo hubieran dicho antes de venir, jamás lo hubiera creído, pero resulta sorprendentemente fácil acostumbrarse a viajar en barco. Una vez superadas la náuseas iniciales del mareo y hecho al ocasional vaivén de las olas, es como vivir en una casa que flota y se mueve sobre el mar. Con la salvedad, eso sí, de que pasada la noche puedes despertarte habiendo recorrido unos 180 kilómetros en cualquier dirección.

Esa es más o menos la distancia a la que nos despertamos esta mañana de nuestra anterior ubicación. Nos encontrábamos a hora y media del punto donde realizaríamos la siguiente inmersión, el archipiélago Joinville. Concretamente en el brazo de mar que separa la más grande de sus islas, de la que recibe el nombre, y la más pequeña de las 3 que la componen, la isla Dundee.
El día pasó muy rápido desde primera hora de la mañana, y en el tiempo que tardamos levantarnos, desayunar y realizar las tareas que cada uno tenía asignadas para hoy, ya estaba de nuevo todo preparado para que el submarino entrara en el agua.
Esta vez la inmersión tuvo lugar en un escenario de pronunciadas pendientes y paredes completamente verticales que cambiaban de forma abrupta de ángulo y dirección, lo que hacía extremadamente delicadas las maniobras con el submarino. Se trataba de una mezcla de roca y sedimentos blandos vista con muy poca frecuencia en la que abundaban esponjas, corales, anémonas y estrellas de plumas.



John nos contaba a su regreso que, cuando se trata de la biodiversidad y el colorido del fondo del mar, solía creer que nada se podía comparar con la explosión de vida que tiene lugar en los arrecifes tropicales sanos, donde estos pueden llegar a cubrir hasta el 40% del lecho marino y en donde animales y plantas compiten por cada palmo de terreno. Donde no existe tal cosa como una roca desnuda, al menos una que alguna criatura se haya comido o haya desalojado poco antes.
Y es que hoy en las oscuras y frías aguas de la Antártida habían descubierto algo similar. Durante gran parte de la inmersión, parecía que los seres vivos cubrían el 90 % de la superficie disponible. Las especies eran diferentes, por supuesto, pero al igual que en un arrecife tropical, había muy poco sustrato estéril.
Parecía pues, que todo había ido de maravilla y aún le ganábamos un par de horas al reloj, por lo que tuvimos de nuevo la oportunidad de salir a explorar los alrededores a bordo de los botes de la nave. En esta ocasión el paisaje era muy diferente a cualquiera de los que hayamos visto en nuestro viaje. Refugiados del fuerte viento y oleaje entre las dos islas, nos encontrábamos rodeados casi por completo de tierra. Y donde esta estaba ausente, los numerosos glaciares que flotaban cerrando el espacio en el que se encontraba nuestro barco terminaban de darnos una sensación de protección y refugio. Sí, en mitad de la Antártida.
Partimos dos zodiac y nos dirigimos prudentemente a la costa vigilando no colisionar con los numerosos bloques de hielo que flotaban en el mar y sin acercarnos demasiado a aquellos puntos en que las lenguas glaciares -de decenas de metros de altura- se desprendían de los márgenes de la isla en los que iban a morir.

Buscábamos un pequeño bastión de roca o tierra que no hubiera sucumbido al hielo, pues sería allí donde probablemente encontraríamos algunos ejemplares rezagados de la colonia de pingüinos que había estado reproduciéndose y esperando a que sus polluelos mudaran el plumón hace apenas hace un mes y medio.
No tardamos demasiado en hallar la primera pingüinera. Allí, entre pingüinos de Adelia y Juanito -y alguna que otra foca- habría unos 400 ejemplares ocupándose en aquello que se ocupan los pingüinos cuando no están pescando bajo el mar. Por lo frío del lugar y por hallarse rodeado de agua y hielo, llamaba poderosamente la atención su ácido y penetrante olor, parecido al de un gallinero.



Estaban por todas partes siempre vigilados por algunos págalos que acostumbran a alimentarse de los huevos y los pollos que, por descuido de sus progenitores, quedan sin vigilancia. Algunos aleteaban de tanto en tanto, un pequeño grupo se dedicaba a chapotear en el mar y otros se aventuraban ladera arriba por la nieve hasta cotas y escarpes que parecían imposibles para un animal tan torpe en tierra. Muy al contrario, observarlos en el agua con la gracilidad de la que hacen gala daba la sensación de que esta estuviera hecha para las aves, y no para los peces.
Al volver al barco nos esperaba una última sorpresa. Así, al llegar, nuestros compañeros nos mostraron los vídeos de un par de ballenas que, curiosas, se habían acercado hasta el mismo borde de la embarcación a mirar y dejarse ver. Roberto se lamentaba de que siempre ocurren las mejores cosas cuando el fotógrafo se ausenta con su cámara. Y es cierto que, viendo las imágenes de quienes se habían quedado en el Arctic Sunrise, estuvimos tentados de quejarnos de nuestra suerte, pero tras reflexionarlo durante unos instantes no pudimos hacerlo. Estábamos en la Antártida y habíamos asistido a un festival de pingüinos salvajes en un escenario de ensueño. Simplemente, no teníamos derecho.