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Día 15. Exploración de las profundidades antárticas

Amanecía otro domingo en el Arctic Sunrise. Nos encontrábamos navegando hacia el norte a través del estrecho Antártico. Era la última vez que pasaríamos por aquí antes de tomar rumbo de regreso a casa. Después de una última visita a las islas Shetland del Sur y tras cruzar nuevamente el mar de Hoces, volveríamos a pisar tierra firme en la población argentina de Ushuaia.

 Nuestro pequeño camarote a bordo del Arctic Sunrise se convierte también en nuestra oficina desde la que organizar la planificación de cada día.

Tras once inmersiones en distintos puntos del mar de Weddell y los alrededores de la península Antártica, las expectativas puestas en la expedición se habían superado con creces. Once inmersiones submarinas son tres más de las que esperábamos en el escenario más optimista. Un récord que había que agradecer a una mezcla de suerte entre las condiciones meteorológicas y el saber hacer de la tripulación.

Sin embargo, aún nos esperaba una última sorpresa. En lo personal, la guinda perfecta para la expedición pues, ante el rotundo éxito de esta, teníamos la oportunidad de acompañar a John en la que sería la última inmersión en aguas antárticas.

Había llegado la hora de la verdad. Al que bajase en el submarino le correspondería narrar la experiencia de su puño y letra, por lo que en lo que corresponde a esta carta, las palabras que prosiguen son las de Roberto:

El descenso a los abismos

Por fin llegó el momento. El día en el que se materializaría un sueño enraizado en mi mente desde el inicio de esta aventura: explorar las profundidades antárticas con el fin de atestiguar su extraordinaria biodiversidad.

Obviamente, no por deseado este desafío dejaría de ser eso mismo, un desafío. Cuando al principio de este proyecto mi imaginación elucubraba con la posibilidad de hacer yo mismo una inmersión en el submarino, lo hacía de una manera muy ingenua. He de reconocer que fantaseaba con ser un mero espectador que centraría toda su atención en documentar lo que pasaba por delante de sus ojos.

Pero nada más lejos de la realidad. A pesar de que la responsabilidad del manejo del submarino recae en el piloto principal, el segundo debe conocer muchos de los aspectos básicos de su funcionamiento, tanto para el desarrollo de la exploración, como para estar preparado en caso de emergencia. Créeme, querido lector, que la cantidad de válvulas, reguladores, palancas y sistemas de emergencia que pueblan ese reducido espacio en el que debía introducirme pueden hacer dudar hasta al más obstinado de los exploradores.

Vista del interior de mi cabina en el submarino.

Y así fue como empezó el día. Con una sesión intensiva de estudio en la que los ingenieros del equipo Nuytco Research repasaban conmigo una vez más cada uno de las partes que componían el interior del submarino: el primer bloque principalmente sobre sistemas de emergencia y, el segundo, sobre las mediciones que debía comunicar cada 15 minutos al ingeniero Jeff Rozon, quien monitorizaría nuestra trayectoria desde el Arctic Sunrise. Entre otros parámetros, debía informar continuamente sobre el porcentaje y presión de oxígeno en mi cabina, el de dióxido de carbono, o comprobar si los ventiladores funcionaban correctamente asegurando un correcto flujo de aire a lo largo de mi cubículo.

Unas horas más tarde todo parecía estar listo. John y yo estábamos en el interior del submarino. Varias capas de ropa, dos botellas de agua, un par de cámaras fotográficas y mi libreta invadían aquel pequeño espacio en el que apenas podía girarme. Sabía que entonces empezaría uno de los momentos más delicados de cada inmersión: transportar el submarino de la cubierta del barco al agua. Sin embargo, cuando terminé de repasar mis “apuntes” y alcé la vista, me di cuenta de que ya estábamos en el inmenso océano antártico.

A través de los cascos podía escuchar claramente a John, quien estaba en la otra cabina del submarino. Pero un molesto ruido de fondo me impedía escuchar a Jeff con total nitidez. Un zumbido que recordaba a aquellos años en los que aún se debían sintonizar los canales de la televisión a giro de manivela. Un ruido que sin duda nos acompañaría durante toda la exploración. Al fin y al cabo, ¡no debemos olvidar que nos comunicábamos desde un submarino!

A través de los cascos escuché a John preguntarme dónde quería ir, “playa o montaña”; sonrió y empezamos a sumergirnos. La seguridad de John, avalada por su gran experiencia, era contagiosa. Fue entonces cuando todo se inundó de azul.

John me mira aislado en su propia cabina mientras le tomo una fotografía desde la mía.

Con cada metro que descendíamos, el azul era más y más oscuro; las burbujas que dejábamos a nuestro paso casi hipnóticas; el ruido de fondo, antes incómodo, ahora era nuestro único contacto con la superficie. Todo se volvió negro. John encendió los focos del submarino. El krill, un elemento clave para la salud de la red trófica antártica, empezaba a cruzarse delante de la cúpula de nuestras cabinas. En aquel preciso instante sentí estar entrando en otro mundo –un mundo para mí hasta entonces desconocido.

A 400 metros de profundidad las luces inferiores del submarino solo dejaban entrever la silueta de la gran cámara exterior y las burbujas que dejábamos a nuestro paso.

Activé los láseres del submarino – útiles para detectar posibles obstáculos situados en frente del mismo – y encendí el monitor y la cámara exterior – ambos utilizados por los científicos para registrar cada una de las inmersiones.

De pronto, y como por arte de magia, un gran muro cubierto de vida apareció en frente del submarino. No pude ocultar mi sorpresa. En un abrir y cerrar de ojos, a 430 metros de profundidad, John había conducido el submarino ante un jardín repleto de singulares formas de vida tales como corales, crustáceos, esponjas, e incluso peces. A pesar del estudio previo que había desarrollado para este proyecto, las múltiples conversaciones con la científica Susanne Lockhart, e incluso tras haber visto vídeos de otras inmersiones, la realidad que tenía frente a mí me conmovió.

Desde la cúpula de mi cabina pude tomar algunas instantáneas de la biodiversidad del lecho antártico.

Jamás pensé que cada centímetro de aquella superficie, en total oscuridad y a cientos de metros de profundidad, pudiera albergar tanta vida. En realidad, hasta hace apenas unas cuantas décadas, la teoría dominante sobre la biodiversidad de lugares así es que era más bien escasa, por no decir ausente. Pero no: tenía delante de mí un intrépido pez que se acercaba al foco del submarino para depredar sobre el krill que flotaba a su alrededor. En todas direcciones avistaba corales y esponjas que servían de hogar a pequeños crustáceos y moluscos. Y lo mejor de todo, estas escenas se repetían hasta donde la luz de los focos conseguía iluminar.

Entre tanto, John intentaba sortear las fuertes corrientes que nos envolvían: “las más fuertes de todas las inmersiones anteriores”, decía. Él trataba de estabilizar el submarino para que yo, con un minúsculo mando con botones en mi mano izquierda, y un joystick en mi mano derecha, pudiera controlar el zoom y el movimiento de la cámara exterior. Una danza compleja que aspiraba a una sincronía perfecta en plenas profundidades del oceánico antártico.

Cambiamos de una localización a otra. En todas, la gran diversidad de formas y colores era la nota dominante. El trabajo de filmación y colección de información se prolongó durante más de una hora. Un tiempo que en mi memoria se fijó como si se tratara de unos pocos minutos. La concentración, y por qué no decirlo, la emoción del momento, hicieron pasar el tiempo demasiado rápido. “Subimos a la superficie”, escuché. Nuestro trabajo aquel día ya había concluido.

Como si despertara de un sueño, la oscuridad circundante empezó a ser cada vez más y más clara. Unos pocos minutos después ya estábamos en la superficie y podíamos ver desde nuestra cabina a toda la tripulación esperándonos para remolcarnos de vuelta al navío. La inmersión había terminado con éxito.

Días antes, durante una de las cenas a bordo, alguien dijo que el número de personas que había explorado las profundidades antárticas mediante una expedición submarina era menor que las que habían salido al espacio exterior. Este pensamiento me golpeó cuando volví a mi camarote tras la inmersión. Me quedé absorto durante unos minutos.

Por un lado, me sentí privilegiado por haber podido observar el tesoro oculto en la inmensa y fría oscuridad del océano antártico. Por otro lado, me percaté de que tal aseveración era una muestra más de lo mucho que ignoramos sobre la extraordinaria biodiversidad que se esconde bajo los grandes icebergs antárticos. Desafortunadamente, esta laguna de conocimiento es fácilmente extrapolable a otros fondos oceánicos, los cuales ocupan en total más del 80% de la biosfera del planeta.

Esta es una pequeña muestra de la biodiversidad recogida por los científicos para su estudio durante las diferentes exploraciones submarinas:

Los vídeos y muestras recogidas en cada una de las inmersiones sucedidas hasta la fecha ofrecerán información única sobre un lugar tan ignorado como desconocido, un ecosistema tan frágil como sobrecogedor. Definitivamente, la Antártida debe ser protegida y respetada por ser clave para el correcto funcionamiento de los ecosistemas del resto del planeta y, por ende, para nuestra propia viabilidad como especie. Pero también, obviando los argumentos antropocentristas, la Antártida debe ser preservada porque cada una de las especies que habitan en ella es un patrimonio histórico y biológico único de nuestro planeta.

Ir al Microsite Especial de la Expedición a la Antártida.