¡Negativo! Jamás suspender un test había sido motivo de tanta alegría. Han pasado 7 días de cuarentena obligatoria y han sido necesarios otros 3 para descartar la infección de nuestros compañeros, pero continuábamos según el rumbo establecido. Al menos, por ahora.
Se unieron al resto de la tripulación hacia el mediodía y se pusieron al corriente de todas las medidas de seguridad de las que os informábamos en nuestra anterior misiva.
Por fin levábamos anclas. Los motores llevaban ya un rato en marcha cogiendo temperatura y de repente, nos empezamos a mover. Sentir el mar deslizándose bajo el barco vino acompañado de un sentimiento de liberación.
Habíamos soltado un lastre del que hasta entonces no éramos conscientes. Dejábamos atrás decenas de incógnitas para agarrarnos a una sola certeza: nos dirigíamos al sur. Siempre al sur. Daba igual el momento en que nos preguntaran, a partir de entonces para nosotros únicamente existiría un solo punto cardinal.

Distintas aguas en todos sus estados nos esperan, pero las primeras de ellas son las del estrecho de Magallanes, el cual fue excavado por gigantescas lenguas glaciares durante el último periodo glaciar y quedó inundado durante la última deglaciación -hace unos 14.000 años- conectando los océanos Atlántico y Pacífico. Magallanes llegaría el 1 de noviembre de 1520 al que bautizó como el “Estrecho de Todos los Santos”, hoy nombrado en su honor y por cuyas aguas daba comienzo nuestro viaje hacía el continente helado.
El océano nos acogió en calma. Casi podía decirse que se trataba de un lago. A babor se partía América del Sur para reaparecer a estribor, al otro lado del estrecho, como la que Magallanes describió cuál Tierra del Fuego, esto último debido a las numerosas fogatas que ardían durante días alimentadas por los indígenas de la zona. Pasaron apenas un par de horas cuando recibimos la visita de un gran y alegre grupo de delfines de Commerson, quienes no dudaron de hacer de la estela del barco su divertimento, y con ello, nuestro deleite hasta entrada buena hora de la tarde. Despedíamos el día con la misma calma de las aguas que navegábamos.
“Vamos a un sitio muy lejano, remoto, por lo que si tenemos una emergencia médica no habría manera evacuar a nadie, así que tratad de cuidar de vosotros mismos”, advertía el capitán.
Pasado un rato, en la siguiente reunión, el capitán del barco juntaría a todos y cada uno de los que viajábamos en él para soltar su última arenga antes de partir. Algunos de los presentes habrían escuchado las palabras que nos dedicaría en varias ocasiones, pero no por ello parecieron resultarles menos importantes.
“Vamos a un sitio muy lejano, remoto, por lo que si tenemos una emergencia médica no habría manera evacuar a nadie, así que tratad de cuidar de vosotros mismos”, comenzaba. Viajamos con un médico a bordo, pero no por ello que debemos sentirnos en la obligación de hacerle trabajar. Lo que el capitán trataba de transmitirnos era la necesidad de prestar suma atención a todos y cada uno de nuestros actos, y poner extremo cuidado para no tener un accidente.
“El barco es robusto. Resiste cualquier tormenta. Pero el problema son las personas dentro del él, y diría que cerca de la mitad del tiempo navegaremos con malas condiciones climatológicas. Este barco es bien conocido como la lavadora, pero es incluso mucho peor que eso; el movimiento puede ser realmente violento”, nos avisaba.

Desde entonces ha pasado un día. En estos momentos, dándole vueltas a las palabras del capitán y con varias pastillas para el mareo ya en el cuerpo nos despedimos de América del Sur a la altura de la Isla de las Naciones, cuyas altas montañas se elevan súbitamente como atalayas desde la que se divisan Atlántico y Pacífico por igual, los dos océanos que aquí confluyen. Por delante nos esperan 3 jornadas con sus respectivas noches. El aviso es de que pronto la mar se tornará bravía una vez alcancemos del conocido Pasaje de Drake.
La próxima vez que avistemos tierra, estaremos ante otro continente.