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Día 3: El mar de Hoces

El mar estuvo tranquilo durante la parte Atlántica de nuestra travesía, hasta alcanzar la Isla de las Naciones, desde donde nos despedíamos ayer. En esta, el continente hacía de dique para las fuertes corrientes que bajan desde el Pacífico en dirección al Cabo de Hornos, a las cuales nuestro barco se encomendaba unas horas después.

El plácido viaje del que parecíamos disfrutar había llegado a su fin. No pasó demasiado tiempo desde que el barco comenzó con el vaivén que nos acompañaría durante las siguientes jornadas. Aquel día desayunamos bien y comimos mejor en vista de que quizá fuera la última comida contundente que nos pudiéramos meter en el estómago durante días. O al menos, la última que pudiéramos retener.

Bajo la diana de dardos, crucial para el ocio de la tripulación, esperan los cubos que a menudo son utilizados cuando el malestar y el mareo se vuelven protagonistas en el Pasaje de Drake.

Dos ideas confluían en nuestra mente como el agua de los dos océanos que aquí se mezclaban: por un lado, la naturaleza indómita del Pasaje de Drake, famoso por sus corrientes y oleaje y en cuyas aguas nos adentrábamos bajo las órdenes del capitán de permanecer en nuestros camarotes debido a las malas condiciones meteorológicas. Y por otro, la fama que precedía a nuestro barco, cuyo casco similar a una cáscara de nuez fue diseñado para evitar encallar en el hielo, lo que lo hacía más proclive al balanceo de lo que cualquiera pudiera desear.

Así, el contoneo del Arctic Sunrise fue in crescendo a medida que las ondas descritas por el mar aumentaban en fuerza y longitud. El barco parecía resistir sin problemas los embates del océano, sin embargo, en su interior, por nuestra seguridad, ante los bruscos movimientos y sin saber cómo podía afectarnos el mar, nos limitamos a seguir instrucciones y permanecer en nuestros catres.

Con impaciencia miramos al horizonte tratando de predecir qué nos traería ese inmenso mar.

Si nos asomábamos por la escotilla podíamos observar cómo olas grises se levantaban cual pequeñas montañas por todo en rededor, desafiantes; y si cerrábamos los ojos podíamos sentir como el barco se elevaba con estas para, a los pocos segundos, volver a caer. La nave crujía de las más diversas maneras con cada golpe de mar, sin embargo, lejos de resultar aterrador, había en aquel rítmico crepitar metálico una invitación al sueño por la que nos dejamos atrapar sin demasiada resistencia.

Los miembros de la tripulación esperan impacientes pasar el temido Pasaje de Drake.

Al despertar al día siguiente, ya habríamos pasado lo peor de la tormenta y la travesía. En lo consecutivo las aguas continuarían agitadas, más no en la medida de lo que lo habían hecho hasta ahora. Podía decirse que habíamos pasado el trámite con cierta dignidad.

Durante lo que restaba de jornada y la siguiente, el Mar de Hoces, a su manera, nos daría la misma tregua que le dio al capitán de la carabela San Lesmes, Francisco de Hoces, de quien recibe su nombre por haber sido el primero en navegarlo en 1525, 60 años antes que el pirata Francis Drake, cuya gesta contó con la gloria de dar la segunda vuelta al mundo, pero jamás de navegar por este mar más que bordeando el cabo de Hornos.