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Día 4: ¡Tierra a la vista!

Cuenta un antiguo dicho marinero que: “por debajo de los 40º no hay ley, pero por debajo de los 50º no hay Dios”. Nosotros alcanzaríamos en las próximas horas los 60º, considerados por convención el límite norte del océano Antártico.

Dícese que Atlántico, Pacífico e Índico vienen a esta latitud a fundirse en uno solo, aunque oceanográficamente hablando, el océano Austral se halla delimitado por la llamada Convergencia Antártica: un anillo irregular que se desplaza entre los 50º y los 62º dependiendo de la época del año y del lugar.

En la Convergencia Antártica, también llamada Frente Polar Antártico o simplemente Frente Polar, confluyen sin mezclarse aguas con distintas características químicas, físicas y biológicas en las que tanto las diferencias de temperatura como de salinidad dan lugar a la formación de una barrera biológica que actúa entre los 80 y 100 metros de profundidad, y que es en gran parte responsable del aislamiento del océano Antártico y de algunas de sus características únicas.

Pasadas algunas horas, la tormenta amainó por fin. El mar de Hoces seguía siendo la basta superficie sembrada de ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, aunque para nuestra suerte ya lo suficiente benévola como para que el capitán nos permitiese salir de las habitaciones. Fue entonces cuando decidimos hacer nuestra primera visita al puente de mando del Arctic Sunrise.

Desde el puesto de mando la tripulación buscaba los primeros peñones de tierra antártica.
A lo lejos, las islas Shetland del Sur se distinguían tras la bruma que acompañaría un eterno atardecer.

Allí sentado nos encontramos al primero de a bordo. Cualquiera es siempre bienvenido al puente de mando a menos que la cosa en el mar se ponga seria. Fuimos con las expectativas de observar el vaivén del barco desde una posición privilegiada y pensando que desde allí acusaríamos aún más la sensación de congoja que sentíamos al mirar por la escotilla de nuestro camarote. Sin embargo, para nuestra sorpresa, allí hallamos paz.

A diferencia del lugar donde se hallan nuestras cabinas, los ruidos de los motores estaban ausentes, podíamos escuchar las olas chocando con el barco mientras este se abría paso a través del océano como un cuchillo caliente cortando un taco de mantequilla. La brisa del mar entraba por las ventanas, el cielo se extendía ante nosotros hasta el punto que era imposible diferenciar donde acababa este y donde empezaba el mar. “Es como mirar el fuego”, nos decía el Primer Oficial mientras los Pink Floyd sonaban por un pequeño altavoz”. No le faltaba razón, pues allí sentado es fácil perder la noción del tiempo.

Un grupo de pingüinos papúa (Pygoscelis papua) utilizaron un pequeño témpano helado para descansar antes de proseguir su marcha.

Y fue así, sin caer en la cuenta del momento del día en que nos encontrábamos, que avistamos tierra. ¡Tierra! Se trataba de las islas Shetland del Sur, de negros escarpes que sobresalen del océano y que parecen luchar por mantenerse a flote ante el empuje de los glaciares que las cubren, los cuales ocupan hasta un 80% de su superficie. Al resguardo de la bahía que dibuja una de las más pequeñas de ellas, la llamada Isla de la Media Luna, acompañados de una pequeña colonia de pingüinos juanito y con las vistas de la base científica argentina de Cámara, pasaremos la noche

¡Nuestra primera noche en la Antártida!

Día 4: ¡Tierra a la vista!

Cuenta un antiguo dicho marinero que: “por debajo de los 40º no hay ley, pero por debajo de los 50º no hay Dios”. Nosotros alcanzaríamos en las próximas horas los 60º, considerados por convención el límite norte del océano Antártico.

Dícese que Atlántico, Pacífico e Índico vienen a esta latitud a fundirse en uno solo, aunque oceanográficamente hablando, el océano Austral se halla delimitado por la llamada Convergencia Antártica: un anillo irregular que se desplaza entre los 50º y los 62º dependiendo de la época del año y del lugar.

En la Convergencia Antártica, también llamada Frente Polar Antártico o simplemente Frente Polar, confluyen sin mezclarse aguas con distintas características químicas, físicas y biológicas en las que tanto las diferencias de temperatura como de salinidad dan lugar a la formación de una barrera biológica que actúa entre los 80 y 100 metros de profundidad, y que es en gran parte responsable del aislamiento del océano Antártico y de algunas de sus características únicas.

Pasadas algunas horas, la tormenta amainó por fin. El mar de Hoces seguía siendo la basta superficie sembrada de ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, aunque para nuestra suerte ya lo suficiente benévola como para que el capitán nos permitiese salir de las habitaciones. Fue entonces cuando decidimos hacer nuestra primera visita al puente de mando del Arctic Sunrise.

Desde el puesto de mando la tripulación buscaba los primeros peñones de tierra antártica.
A lo lejos, las islas Shetland del Sur se distinguían tras la bruma que acompañaría un eterno atardecer.

Allí sentado nos encontramos al primero de a bordo. Cualquiera es siempre bienvenido al puente de mando a menos que la cosa en el mar se ponga seria. Fuimos con las expectativas de observar el vaivén del barco desde una posición privilegiada y pensando que desde allí acusaríamos aún más la sensación de congoja que sentíamos al mirar por la escotilla de nuestro camarote. Sin embargo, para nuestra sorpresa, allí hallamos paz.

A diferencia del lugar donde se hallan nuestras cabinas, los ruidos de los motores estaban ausentes, podíamos escuchar las olas chocando con el barco mientras este se abría paso a través del océano como un cuchillo caliente cortando un taco de mantequilla. La brisa del mar entraba por las ventanas, el cielo se extendía ante nosotros hasta el punto que era imposible diferenciar donde acababa este y donde empezaba el mar. “Es como mirar el fuego”, nos decía el Primer Oficial mientras los Pink Floyd sonaban por un pequeño altavoz”. No le faltaba razón, pues allí sentado es fácil perder la noción del tiempo.

Un grupo de pingüinos papúa (Pygoscelis papua) utilizaron un pequeño témpano helado para descansar antes de proseguir su marcha.

Y fue así, sin caer en la cuenta del momento del día en que nos encontrábamos, que avistamos tierra. ¡Tierra! Se trataba de las islas Shetland del Sur, de negros escarpes que sobresalen del océano y que parecen luchar por mantenerse a flote ante el empuje de los glaciares que las cubren, los cuales ocupan hasta un 80% de su superficie. Al resguardo de la bahía que dibuja una de las más pequeñas de ellas, la llamada Isla de la Media Luna, acompañados de una pequeña colonia de pingüinos juanito y con las vistas de la base científica argentina de Cámara, pasaremos la noche

¡Nuestra primera noche en la Antártida!