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El cambio climático amenaza el futuro de los nómadas de Irán

32°28’00” N, 50°07’23” E

Las cumbres de los montes Zagros siguen espolvoreadas de nieve. Los largos y serpenteantes caminos tatúan los valles y las laderas de estos parajes del oeste de Irán. Son sendas ancestrales, holladas por pies humanos y cascos de animales durante milenios en la eterna repetición del movimiento migratorio.


Hoy son coches y camiones de alquiler, en vez de caballos, los que llevan a los nómadas iraníes y a sus rebaños hasta los pastos estivales en las tierras altas cerca de Chelgard. Ahora, en lugar de caminar todo un día hasta esa ciudad, donde en otros tiempos se reunían para enterarse de las noticias, los miembros de la tribu local bajtiarí llevan teléfonos móviles y se quejan de la mala cobertura.

Estos nómadas de Irán llevan miles de años realizando la misma migración. En primavera se dirigían a los pastos más frescos de los Zagros, donde abunda­ba la hierba que sustentaba sus rebaños de ovejas y cabras. Al final del otoño regresaban a la provincia petrolífera de Juzestán, con el ganado fuerte y bien alimentado para soportar el invierno.



La etnia bajtiarí, compuesta por más de un millón de personas, lleva mucho tiempo esquivando la modernidad, atrincherada en el aislamiento que conlleva su modo de vida. Las arraigadas tradiciones y el patriarcado también los han protegido de los cambios. Pero una sequía persistente y recalcitrante, las tormentas de arena que tiñen el cielo de color naranja, la urbanización impa­rable, las comunicaciones móviles y la difusión generalizada de la educación superior han mermado su población. Los matrimonios de más edad que todavía montan sus tiendas en las faldas de los Zagros reconocen que podrían ser el último capítulo de la historia de una de las comunidades nómadas más nutridas que sobreviven en el planeta.

Se avecina una tormenta, y una pareja se protege en el interior de la tienda. Nubes oscuras sobrevuelan veloces el valle, tendiendo grises cortinas de lluvia. Bibi Naz Ghanbari, de 73 años, y su es­­poso, Nejat, han montado su tienda en el mismo lugar al que su familia lleva 200 años migrando. En el pasado solía haber decenas de parientes a su alrededor. Hoy solo se ve otra tienda más, la de un primo lejano. El matrimonio explica que los inesperados chubascos y el frío de esa primavera se les han metido en los huesos, y que ya han salvado la tienda de las tormentas en dos ocasiones. Han migrado pronto para asegurarse de que el rebaño pueda pacer en la hierba primaveral tras un in­vierno sin apenas precipitaciones. Ninguno de sus ocho hijos los acompaña. A Bibi se le ha agotado la batería del móvil, así que ni si­quiera por teléfono puede saber de ellos.


«Ahora todos viven en ciudades. ¡Tener hijos para esto!», dice de sus vástagos, que se han deshecho de los rebaños para asentarse en casas. «¿Vale la pena vivir así? –se pregunta, señalando los agujeros de la tienda–. Anoche tuvimos que taparnos con tres mantas, y aun así seguíamos con frío. Ojalá también yo viviese en una casa».

A medida que el número de nómadas cae, quienes más insisten en asentarse son las mujeres. Su vida es dura, y lo saben. Zahra Amiri, de 61 años, madre de nueve hijos, se levanta al amanecer y va a por agua a un pozo lejano. Después cuece el pan y prepara el desayuno. A menudo acompaña a su marido en el pastoreo, ordeña las ovejas, hace el yo­­gur y la leche. Tiene las manos y la cara curtidas por el sol. Si entre faena y faena le quedan unos minutos libres, los em­­plea en tejer un kilim. Forouzan, su hija de 24 años, alcanzó su destino de verano a caballo, guiando a sus dos hermanas y las ocho mulas que transportaban sus pertenencias y una tienda.

El trabajo duro, la falta de derechos y el saber que otras mujeres iraníes no pasan tantas penurias ha convertido a muchas nómadas en agentes del cambio

«Después de todos estos años de duro trabajo, no he sacado nada, aparte de estos hijos», dice Amiri. Oficialmente los nómadas se rigen por el mismo derecho de sucesiones que los demás iraníes, pero en la práctica las mujeres no suelen recibir herencia alguna. La tradición nómada dicta que las mujeres cedan a sus hermanos sus derechos hereditarios. Por otra parte, pueden montar a caballo y llevar armas de fuego, y Amiri ejercía ambas prerrogativas. Muchos nómadas iraníes afirman que ordeñar, ir a por agua y legar el patrimonio a una mujer es algo eib (o impropio) de un hombre. Marzieh Esmaelipour, de 33 años, asegu­­ra que a ella nunca se le ocurriría pedir parte de una herencia. «Todos hablarían pestes de ti si lo hicieses», dice.

El trabajo duro, la falta de derechos y el saber que otras mujeres iraníes no pasan tantas penurias ha convertido a muchas nómadas en agentes del cambio. Mahnaz Gheybpour, de 41 años, dejó de vivir en una tienda hace una década. Su marido y ella migran de una modesta vivienda a otra; la de invierno está en la provincia de Juzestán, tierra rica en petróleo; la de verano, en una localidad cercana a Chelgard. «No dejaré que mis hijas se casen con un nómada –dice–. Nuestra vida es un espanto. Quiero que vivan en una ciudad y estudien».



Ella se casó a los 16 años. «Era una niña –recuerda–. Tengo una hija de 17 que no quiere casarse. Me dice: “¿Para qué, para destrozarme la vida como tú?”».

La discriminación de género se ve exacerbada por la sequía que desde hace 15 años seca muchos de los ríos y lagos principales de la región y complica a los nómadas la tarea de localizar agua para sus rebaños. El desarrollo se ha traducido en la aparición de vallas, carreteras y presas que cortan el paso.

En las afueras de la población de Lali, donde muchos antiguos nómadas bajtiaríes terminan asentados en viviendas humildes, Mehdi Ghafari y Aidi Shams comparten un narguile. Atardece y los dos amigos recuerdan su pasado de nó­madas. Hoy sus esposas son más felices y los niños van al colegio. «No hubo más remedio que adaptarse», dice Ghafari.

Nejat Ghanbari, el marido de Bibi Naz, que a sus 76 años es uno de los últimos hombres de la montaña, insiste en que los nómadas descienden de los reyes iraníes preislámicos.

«Provenimos del gran Kourosh Kabir», dice, refiriéndose al legendario rey persa Ciro el Grande, quien go­bernó un imperio hacia el año 550 a.C. Hoy su mujer y él son los últimos nómadas iraníes. «Y cuando muramos, será el fin de nuestra gente. Qué tristeza».