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El veneno amenaza la fauna africana

Dos leones macho llevaban semanas matando vacas y cabras. Los pastores masáis de la región de Osewan, en Kenya, estaban hartos.

Resuelvan este problema antes de Navidad, pidieron los masáis al Servicio de Vida Salvaje de Kenya (KWS) a finales de diciembre del año pasado, o lo haremos nosotros. «Sabemos cómo matar leones», dijo en swahili un joven guerrero masái en el transcurso de una acalorada asamblea, y no se refería únicamente a las lanzas que portan los miembros de su tribu. También aludía al veneno, ahora el arma predilecta de los pastores, que ven en el león una amenaza para su modo de vida y no el símbolo nacional que intenta proteger el KWS.

Kenneth Ole Nashuu, guarda de alto rango del KWS, decidió que la mejor solución era reubicar a los felinos: sacarlos de Osewan, al norte del Parque Nacional Amboseli, donde habían entrado en contacto con el ganado que pacía, y trasladarlos a un parque nacional vecino, el Tsavo Oeste. Pero el primer paso era sedarlos.

En la Nochebuena, Ole Nashuu y otros guardas se unieron a Luke Maamai, del grupo conservacio­nista Lion Guardians. Se subieron a un Land Cruiser, condujeron hasta un claro del bush y aparcaron. Bajo la intensa luna llena, con los faros apagados, esperaron a que apareciesen los depredadores problemáticos, una pareja de hermanos jóvenes.



Maamai, que es masái, colocó un altavoz en el techo del vehículo y reprodujo una grabación del quejido moribundo de una cría de búfalo, un so­nido al que ningún león puede resistirse. No había pasado ni un cuarto de hora cuando por la derecha emergió de la oscuridad un animal grande. Ole Nashuu encendió los faros. Era una leona, una de las dos hermanas que se juntaban con los hermanos machos, pero no emparentadas con ellos. La leona, a unos 10 metros del vehículo, se movía con cautela hacia un arbolillo en el que Maamai había dejado unos intestinos de cabra como cebo. Ole Nashuu hizo una señal a un veterinario que aguardaba en un segundo Land Cruiser y cuyo rifle iba cargado con un dardo tranquilizante.

Tras ordenar a sus hombres que enjaulasen a la leona inconsciente, Ole Nashuu felicitó al grupo por el éxito de la misión. Al llevarse a la hembra, dijo, la manada quedaría alterada y los hermanos dejarían de atacar el ganado de la comunidad; una afirmación curiosa, en vista de que precisamente los dos machos jóvenes seguían en la zona.

Esa misma noche mi guía, Simon Thomsett, uno de los mayores expertos en aves rapaces de Kenya, y yo estábamos intentando dormir en su Land Cruiser cuando oímos gruñidos y rugidos. Eran los dos machos, probablemente en busca de la hembra. El equipo sedó y capturó a uno de los hermanos, pero el otro se escapó. El macho y la hembra capturados finalmente fueron liberados en Tsavo Oeste. Lo más probable es que no sobrevivieran: los leones soltados sin un período de aclimatación en el territorio de otra manada son recibidos como intrusos y a menudo mueren con sufrimiento.

«Queremos darles una segunda oportunidad», dice Francis Gakuya, jefe de servicios veterinarios del KWS, responsable del bienestar de toda la fauna salvaje keniana. Pero muchos expertos en leones creen que en casos semejantes es más compasivo sacrificar in situ a los leones problemáticos.
Entre tanto, para refutar la teoría del guarda sobre las manadas «alteradas», el macho superviviente siguió atacando al ganado. Y esta vez los pastores –posiblemente de fuera de la zona– no solicitaron ayuda. Envenenaron al macho y a la segunda hembra rociando unos despojos de cabra o de vaca con sustancias químicas que acabaron con la vida de ambos. Para cuando el KWS se enteró del asunto y envió un veterinario a investigar el caso, los cadáveres de los leones envenenados ya se habían descompuesto.



El veterinario también halló restos de buitres y de una hiena, probablemente una mínima parte de los animales que murieron tras alimentarse de los despojos contaminados; esa es la inmensa «escena del crimen» a la que suelen conducir los envenenamientos. Por desgracia el veterinario no tomó muestras. Así las cosas, los únicos que saben qué sustancia acabó con aquellos leones son quienes menos interés tendrán en revelarlo.

En Kenya y el resto de África se usa veneno para matar animales pequeños que luego se consumen (con consecuencias desconocidas para la salud humana), para cazar furtivamente elefantes y rinocerontes y hacerse con sus colmillos y cuernos, y para obtener partes de animales que se emplean en la medicina tradicional. Hay otro uso del veneno surgido a raíz del encuentro entre hu­manos y animales salvajes –cuando un león o una hiena mata una cabeza de ganado, por ejemplo, o un elefante destruye una propiedad– que suele incluir el uso de un pesticida, porque los productos fitosanitarios son baratos, accesibles y letales.

«Los envenenamientos son un problema grave», admite Gakuya. Y a juzgar por lo ocurrido en Ose­wan, son un problema irresoluble. El envenenamiento como represalia puede producirse en cualquier lugar y en cualquier momento, pero las pruebas suelen ser anecdóticas y casi siempre fragmentarias. Casi todas las personas que vigilan la fauna salvaje de Kenya –biólogos, personal del KWS y grupos conservacionistas– coinciden en que probablemente irá a más, porque los conflictos entre humanos y fauna salvaje van en aumento.

Las áreas protegidas de Kenya están sometidas a una presión brutal, incluidas todas las grandes reservas y parques del sur: Masái Mara, Amboseli, Tsavo Oeste y Tsavo Este. El desarrollo acelerado está invadiendo la naturaleza; autopistas, vías férreas, centrales energéticas y líneas de alta tensión para la industria pesada, centros de alta tecnología, ciudades en expansión. La población del país, que ya en estos momentos somete los recursos locales a una demanda abrumadora, se calcula que será casi el doble hacia 2050, superan­­do los 80 millones. Y toda la tierra se está transformando en explotaciones agropecuarias que bloquean los desplazamientos de los animales.

Como consecuencia, las tierras aledañas a los parques –los grandes terrenos de propiedad co­­mún conocidos como ranchos colectivos, así como otras tierras comunales– se están convirtiendo en un lugar inhóspito para la fauna. Para los elefantes y otras especies grandes que necesitan esos territorios para migrar de un parque a otro, dispersarse estacionalmente en busca de agua y alimento, e incluso parir, esta invasión es catastrófica.

Kenya ha llegado a una encrucijada. «Ya no preservamos nuestra nación como refugio de la fauna salvaje –dice Thomsett, refiriéndose al acelerado crecimiento económico del país–. Ahora queremos ser la Dubái de África». Puede parecer exagerado, pero los datos no admiten réplica.

El león es la especie emblemática de Kenya, pero en el país quedan menos de 2.000 individuos de los 20.000 que había hace cinco décadas, y han desaparecido del 90 % de su territorio original. Algunos expertos predicen que dentro de otros 20 años los leones se verán reducidos a cifras más propias de un zoológico, y vivirán como si estuvieran en uno, al verse confinados a territorios m pequeños. Cada envenenamiento deliberado es para Kenya un paso más hacia lo que Peter Beard, fotógrafo de la fauna salvaje africana, llamó «the end of the game».


El león es la especie emblemática de Kenya, pero en el país quedan menos de 2.000 individuos de los 20.000 que había hace cinco décadas

En todo el planeta la gente ha usado veneno desde siempre para cazar animales y matar enemigos. En África oriental hay un árbol llamado Acocanthera que contiene un compuesto capaz de provocar un paro cardíaco a un gran mamífero incluso en pequeñas dosis y que goza de gran popularidad desde hace siglos. Más recientemente el uso de estricnina para controlar «plagas» ha lle­gado a ser tan rutinario que hasta el famoso conservacionista George Adamson la usaba para dar pasaporte a las hienas que consideraba molestas.

Pero la transformación más funesta, la bendición maldita que todavía lastra buena parte de África y otros países, fue el desarrollo de venenos sintéticos –insecticidas y herbicidas– de uso agrícola. Desde los años ochenta, cuando África registró una explosión demográfica y, con ella, una feroz competencia por la tierra y el alimento, agricultores y ganaderos empezaron a descubrir que los pesticidas también servían para matar depredadores (leones, leopardos, licaones, chacales), carroñeros (hienas, buitres) y destructores de cultivos (elefantes, ciertas aves). En un momento dado la población empezó a usar esas sustancias letales para cazar patos y otras aves acuáticas que después vendían para uso alimentario.

Cuando la organización naturalista Nature Kenya tuvo conocimiento de que en el norte del país los agricultores estaban echando mano de pesticidas para matar leones, se inició un movimiento nacional para atajar los envenenamientos. Darcy Ogada, integrante del Comité de Aves de Nature Kenya, se prestó voluntaria para diseñar y supervisar estudios sobre el terreno destinados a evaluar la magnitud del problema. Para llevar a cabo esos estudios reclutó a un aspirante a ornitólogo llamado Martin Odino.



Una de las zonas en las que se centraron fue la de los arrozales de Bunyala, en el oeste de Kenya, junto al lago Victoria. Se rumoreaba que allí la gente mataba aves con Furadan 5G, un pesticida fabricado por la compañía estadounidense FMC que contiene carbofurano, una neurotoxina tan potente que está prohibida o muy restringida en Canadá, la Unión Europea, Australia, China y Estados Unidos. Kenya, sin embargo, había autorizado su importación.
En su primera visita a Bunyala, Odino descubrió que la mayoría de los «agrovets» (pequeñas tiendas rurales de suministros agrícolas) despachaban Furadan 5G indiscriminadamente.

Confirmó que había cazadores furtivos que lo aplicaban en los arrozales para matar patos y en los caracoles para acabar con los picotenazas africanos que se alimentan de ellos. Los animales morían a millares. Los furtivos vendían las aves a los lugareños, que estaban convencidos de que si la carne de caza contaminada se prepara como es debido, se vuelve inofensiva, o casi. Unos hombres que comían sopa preparada con aves envenenadas le contaron a Odino que sentían debilidad en las rodillas, síntoma concordante con la ingesta de una sustancia neurodisruptora.

Pero el asunto no se ha estudiado.

Ogada presentó sus hallazgos a Paula Kahumbu, directora ejecutiva de WildlifeDirect y una de las conservacionistas más influyentes de Kenya, quien llevaba un tiempo oyendo hablar de incidentes parecidos en otros puntos del país. Kahumbu organizó un grupo de trabajo para atajar el problema. La reunión inaugural, celebrada en abril de 2008, fue «crucial –asegura Ogada–, porque por primera vez un pleno de conservacionistas debatía el asunto alrededor de la misma mesa». Con todo, Kahumbu sabía cuán difícil sería convencer al Gobierno de que prohibiese el uso de un producto del que se había vuelto dependiente el floreciente sector agrícola keniano. «No disponen de una alternativa barata que funcione igual de bien», dice.

El problema de los envenenamientos concitó la atención internacional a principios de 2009, cuando la cadena estadounidense CBS emitió en el programa 60 minutos un reportaje sobre los leones que morían en Kenya a causa del Furadan 5G, sub­rayando la facilidad con la que se obtenía.

La denuncia abochornó a FMC, que dejó de co­mercializar este producto en Kenya y puso en marcha un programa de recompra. La estrategia fue eficaz hasta cierto punto: desde 2010 ya no se vende Furadan 5G en los agrovets. Pero conseguir carbofurano sigue siendo muy fácil. De vez en cuando llega Furadan al país desde otras zonas de África.

Y han empezado a circular falsificaciones de este y otros productos a base de carbofurano procedentes de China y la India. Entre tanto, otro pesticida de FMC, una sustancia rosa llamada Marshal, ha empezado a aparecer en despojos que se han dejado como cebo para atraer depreda­dores. Marshal contiene carbosulfán, que se descompone en carbofurano en concentraciones bajas pero todavía tóxicas. Pese a los esfuerzos de Odino, Kahumbu, Ogada y otros, el Gobierno de Kenya no ha prohibido el carbofurano. El presidente Uhuru Kenyatta ha dado prioridad a la seguridad alimentaria, y el crecimiento demográfico del país no hace prever que esa prohibición llegue en breve. Más alimento es sinónimo de una agricultura más intensiva, con más herbicidas e insecticidas, según Kahumbu.

En cuanto a FMC, Cori Anne Natoli, portavoz de la compañía, escribía en un correo electrónico que «es la primera noticia que tenemos de un uso incorrecto del insecticida Marshal», y añadía que la empresa está investigando el asunto y no tiene responsabilidad alguna sobre la disponibilidad de Furadan en Kenya.

Quizás el recordatorio más palmario de que Kenya continuó siendo una barra libre de productos fitosanitarios después de la retirada de Furadan fue un caso de envenenamiento ocurrido hace tres años que involucró a la manada Marsh («la manada del pantano»), los famosos leones popularizados en la serie de la BBC Big Cat Diary. A principios de diciembre de 2015 la manada, que cría en el pantano de Musiara, cerca de la frontera noroccidental de Masái Mara, mató varias cabezas de ganado. En venganza, los pastores echaron veneno en uno de los cadáveres. Una leona murió y otra, muy debilitada, fue pasto de las hienas. Poco después un macho enfermo fue pisoteado por un búfalo y tuvo que ser sacrificado por un veterinario del KWS. La necropsia reveló la presencia de carbosulfán.

Las zonas limítrofes de las áreas protegidas son hoy más peligrosas que antes para la fauna salvaje, pero en ningún lugar los animales de gran tamaño y movilidad elevada corren más riesgos que en la parte oriental de la región de Mara. Fuera de la reserva, los rebaños de los ranchos colectivos se expanden y las tierras no cultivadas menguan, de modo que los masáis apacientan cada vez más ganado en la reserva, sobre todo durante la estación seca o en épocas de sequía.

En el punto álgido de las incursiones, miles de reses penetran ilegalmente en el hábitat de los leones, que enseguida se aficionan a unas presas tan bobas como lentas y empiezan a cazarlas a ambos lados de la linde. En un país donde es difícil adquirir legalmente armas de fuego, los pastores recurren a las que tienen a mano: venenos y lanzas. «Las noches son un caos», dice Thomsett.

Reconociendo que para terminar con ese caos, o al menos ponerle coto, es imprescindible la cooperación de los lugareños, varias organizaciones no gubernamentales han ensayado un nuevo sistema –el de la conservación basada en las comunidades– para intentar reducir los envenenamientos vengativos, la caza furtiva y otros tipos de violencia perpetrada contra la fauna salvaje.

Las estrategias incluyen patrullar en busca de lazos trampa caseros, un sistema barato y eficaz para atrapar cebras y animales similares cuya carne se pretende consumir; compensar a los ga­naderos por las pérdidas de vacas y cabras (con fondos públicos y privados) y proporcionar mejores bomas, los precarios corrales hechos con palos y ramas en los que se guarda el ganado por la noche. Desde 2010 la Fundación Anne Kent Taylor ha reforzado cerca de 800 bomas en la región de Mara, y en casi todos los casos ha disminuido la depredación de ganado, lo que significa que ha desaparecido el principal móvil para el envenenamiento preventivo y el vengativo.

Una de las estrategias más prometedoras de las ONG ha sido emplear a lugareños como guardas, mediadores y agentes de conservación. «La gestión de la fauna salvaje es la gestión de la población», afirma Richard Bonham, cofundador y director de operaciones para África de Big Life, refiriéndose al conflicto entre humanos y animales en Amboseli.

Sería tentador sostener que el Servicio de Vida Salvaje de Kenya es el principal responsable de que no se detengan los envenenamientos de animales, y de hecho hay quien así lo cree. La ambiciosa meta de la entidad –«salvar para la humanidad los últimos grandes animales y entornos de la Tierra»– parece superar su capacidad.

Dondequiera que he viajado he oído historias de incompetencia: muestras de animales envenenados que no se tomaron, se perdieron, se identifica­ron incorrectamente o no se analizaron, resultados que nunca llegaron del laboratorio… También he oído quejas sobre el tratamiento incorrecto de animales heridos que acabaron en unas muertes evitables, investigaciones chapuceras de escenas del delito y la ausencia de datos exhaustivos sobre los que basar políticas y procedimientos.

Pero el KWS está a merced de fuerzas mucho más poderosas. La primera es la falta de fondos, advierte Brian Heath, jefe de Mara Conservancy, que gestiona el Triángulo de Mara (la sección más occidental y ecológicamente más sana de Masái Mara). «A nivel nacional la conservación no es prioritaria», dice. Heath formó parte de la dirección del KWS, y señala que el Estado destina mu­chos más fondos al ente gestor del turismo que al KWS, aunque el sector turístico, el segundo de la economía keniana, se hundiría sin los animales y los entornos de cuya protección se encarga el KWS.

Falta de personal en los parques

En los parques nacionales del país falta personal, y buena parte del que hay carece de formación. Los veterinarios suelen tener un exceso de trabajo. «Es muy frustrante», dice Francis Gakuya, del KWS. Por doquier se palpa la carencia de recursos básicos, desde vehículos hasta combustible.

Otra pieza del rompecabezas nacional que a veces se pasa por alto es el papel de policías y jueces. Los guardas de Mara Conservancy detuvieron a dos de los sospechosos del envenenamiento de la manada Marsh, pero sus vecinos masáis reunieron el monto de las fianzas y salieron en libertad. Ahí quedó todo: no hubo seguimiento, no hubo juicio, no hubo depuración de responsabilidades. Aunque en los últimos tiempos han aumentado los juicios, la mayoría de los perpetradores se libran sin castigo. «Lo más importante es que empiece a haber detenciones», señala el ornitólogo Odino, haciéndose eco de la queja de quienes creen que todavía no se valora como es debido la gravedad de los envenenamientos de animales.

Y así continúan cometiéndose. El carbofurano sigue siendo popular, pero cualquier sustancia accesible y letal sirve. Unos 40 buitres murieron este año en Masái Mara en un único incidente, con toda seguridad fueron los daños colaterales de una represalia contra leones. Se siguen utilizando pócimas tradicionales, sobre todo en la caza furtiva de elefantes en Tsavo Este, donde al menos la mitad de los elefantes abatidos son víctimas de flechas emponzoñadas; el año pasado pudieron ser hasta 15 ejemplares.

Es fácil introducir estricnina desde Tanzania en una moto, y cualquier empleado de un vivero de flores puede desviar tranquilamente al mercado negro un nuevo insecticida. Hasta cemento se ha usado para envenenar animales salvajes, una ironía perversa en un país que está experimentando un boom de la construcción. Cerca de Nairobi vi un cartel publicitario de cementos Simba, un producto nacional. El cartel mostraba un león con un rótulo sobreimpreso:

«El rey de la selva de hormigón». Cuando menos, la especie sobrevivirá como símbolo.

La patrulla antifurtivismo de la Fundación Anne Kent Taylor me acompañó un día a un lugar donde no van los turistas: el bosque de Nyakweri, en lo alto del escarpe Siria, fuera de Masái Mara. El jefe de la patrulla, Elias Kamande, un joven conservacionista keniano, me mostró una zona boscosa que hasta poco antes había funcionado como criadero de elefantes.

«Llegó a haber 200 hembras pariendo», me contó. Hoy el refugio está siendo destruido por los productores de carbón vegetal. Donde meses atrás se erguían árboles de gran porte y madera dura, ahora hay un claro de unas dos hectáreas, uno más de los cientos de cicatrices que hienden este bosque. El lucrativo pero ilícito negocio del carbón vegetal es una consecuencia de la subdivisión del territorio. Los masáis de esta zona y los de otras que están fuera de las áreas protegidas han ido partiendo los ranchos colectivos: cada hombre de más de 18 años recibe una porción; en esencia es una privatización de la tierra y una transición al sedentarismo.

«En cinco años no quedará nada», dijo Kamande, refiriéndose al bosque de Nyakweri. ¿Qué habrá en su lugar? Asentamientos, rebaños, cultivos y vallas, muchas vallas. A buen seguro ello conducirá a la desaparición de animales –elefantes, leones, jirafas, hienas, búfalos– que hasta ahora se movían entre el Triángulo de Mara y el escarpe, ambos integrados en el ecosistema de Mara.

Kenya aún está a tiempo de salvaguardar los corredores migratorios y las zonas de dispersión más cruciales. En gran medida todo depende de las llamadas zonas de conservación, que están gestionadas para incentivar (con rentas procedentes de alojamientos turísticos y otros acicates) que los propietarios de terrenos situados fuera de las áreas protegidas reserven tramos de hábitat para la fauna salvaje. Cuando se establecen estas zonas –desde las regiones de Masái Mara y Amboseli hasta los Tsavos–, los envenenamientos tienden a disminuir. «Todavía es experimental», explica Heath, apuntando que una sequía o una política gubernamental podría desbaratarlo todo.

Alrededor de Amboseli, Big Life acaba de poner en marcha otro experimento con los ranchos colectivos colindantes: adquiere servidumbres de conservación que garantizan que en esos terrenos no se levantarán vallados, no se construirán nuevos edificios ni se intervendrá de ningún modo que altere el hábitat de los animales salvajes.

¿Qué ocurrirá si fracasan las servidumbres y las zonas de conservación?
«Que el parque morirá», responde Bonham desde Big Life.

Durante ciertas épocas del año los aproximadamente 200 leones de Amboseli viven fuera del área protegida, que es solo una parte del gran ecosistema de Amboseli. Mientras los animales grandes, como leones y elefantes, tengan un acceso seguro al ecosistema total, cuya superficie es de 8.000 kilómetros cuadrados (casi diez veces mayor que el parque en sí), probablemente resistirán. Gestionar los ranchos ganaderos pensando en el beneficio de la fauna salvaje y en el de la agricultura daría una esperanza de supervivencia a los leones y elefantes de Kenya.

Sea como fuere, los humanos nos adaptamos bien a vivir sin cosas que antaño creímos indispensables, un fenómeno que Peter Beard describió pensando en los elefantes. La «habilidad de destruir su hábitat mientras se adaptan con gran astucia a esa destrucción», escribió, es un rasgo que comparten con Homo sapiens.

Los kenianos y quienes visitan Kenya se están acostumbrando a ver cada vez menos leones; hoy son tan pocos que tienen nombre y hasta un club de fans en internet. No es difícil imaginar un futuro en el que los pesticidas hayan dejado de ser un problema: muertos los animales, se acabó el conflicto. O, en palabras de Simon Thomsett: «Ya no habrá fauna que envenenar. Fin de la partida».