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La amenaza continua de la COVID-19

UN 2021 DIFERENTE

Iba a ser un año triunfal, el año en que derrotaríamos la COVID-19. De las fábricas salían ya las revolucionarias vacunas, desarrolladas a velocidad de vértigo a partir de tecnologías genéticas que llevaban décadas en estudio, e iniciábamos la mayor campaña de inmunización mundial de la historia. Los confinamientos, la distancia social, las mascarillas y los funerales sin apenas asistentes darían paso a fronteras abiertas, reuniones familiares y recuperación de las economías. En 2021 la vida volvería a la normalidad.

Lo que entonces ignorábamos era que el impulso vacunador perdería fuelle. En Estados Unidos, millones de ciudadanos se negaron a vacunarse pese al mortífero pico del invierno, seguido de otra ola en pleno verano. Que los científicos siguiesen descubriendo aspectos del coronavirus y ajustando las recomendaciones levantó sospechas. Las informaciones falsas y las pseudoterapias se propagaron tan rápido como el propio virus. Se acusó a las vacunas de ser un instrumento de control gubernamental y a las mascarillas, de violar las libertades individuales. En buena parte del mundo, en contraste, las vacunas simple y trágicamente no llegaban.

Desperdiciamos la oportunidad de alcanzar la inmunidad de rebaño y el virus sacó ventaja. El SARS-CoV-2 se multiplicó, generando incontables mutaciones. Cada cambio genético implicaba la posibilidad de que el virus ganase en letalidad, aprendiese a esquivar el sistema inmunitario, a infectar las células con más rapidez, a atacar el organismo con más virulencia, a rebasar fronteras. Nos hallábamos a merced de una selección natural acelerada.

Y así empezó el auge de las variantes: la variante alfa en el Reino Unido, la beta en Sudáfrica, la gamma en Brasil y, procedente de la India, la delta.

Más contagiosa y posiblemente más letal que sus predecesoras, la variante delta pasó como una apisonadora sobre el segundo país más poblado del mundo, sobrepasando a sus sanitarios, atestando los hospitales y enviando cadáveres a unos crematorios cuyas piras funerarias ardían día y noche.

En julio la variante delta estaba convirtiéndose en la dominante en todo el mundo; en septiembre había causado en Estados Unidos más muertes que la llamada gripe española de 1918, lo que hacía de la COVID-19 la pandemia más mortífera de la historia del país. A principios de noviembre habían fallecido más de 750.000 estadounidenses. Con la salvedad de que el coronavirus se ha cebado con especial saña en algunas comunidades: la tasa de mortalidad es superior entre indígenas, hispanos y negros.

La pandemia mostró las vergüenzas de otra desigualdad sanitaria flagrante, la brecha vacunal del planeta: dosis de sobra en países donde la población las despreciaba y escasez –o ausencia total– allí donde la gente las ansiaba.

A los nueve meses de autorizarse la primera vacuna contra la COVID-19, más del 80 % de las dosis se habían inoculado en países de renta alta o media-alta. Mientras la población de los países pobres seguía aguardando el primer pinchazo, las naciones ricas aprobaban dosis de refuerzo para los ya vacunados.

Lo más probable es que el SARS-CoV-2 evolucione y circule durante años. Mientras muchos de nosotros estemos desprotegidos, nadie estará a salvo.

Como consecuencia, millones de personas han muerto en el mundo de una enfermedad que, en la mayoría de los casos, puede prevenirse con una inyección única o una pauta de dos dosis.

Por muchas vacunas que se distribuyan, es posible que no logremos librarnos nunca de este virus. Los cuatro coronavirus que causan el resfriado común son endémicos, como también lo son los descendientes del que provocó la gripe española, que dejó 50 millones de muertos en el mundo.

Lo más probable es que el coronavirus SARS-CoV-2 se quede entre nosotros, evolucionando y circulando durante años, dicen los expertos. Pero a medida que la población desarrolle inmunidad, los brotes serán más pequeños y el virus causará cuadros menos graves.

Tendremos que bregar no solo con el virus, sino también con un legado tan tremendo como poco comprendido: de los cientos de millones de infectados, entre el 10 y el 30 % pueden sufrir síntomas duraderos y potencialmente invalidantes. La llamada COVID persistente –con síntomas que van desde la dificultad de concentración, la pérdida de memoria y la fatiga hasta la disfunción eréctil y los desarreglos menstruales, pasando por trastornos del gusto y del olfato– requerirá nuevos tratamientos y terapias.

En el ínterin, y mientras muchos de nosotros sigamos desprotegidos, nadie está a salvo. Los no vacunados constituyen un reservorio ideal para el surgimiento de nuevas variantes. Es imperativo tanto convencer a quienes recelan de la vacuna (que proporciona mayor inmunidad que pasar la enfermedad) como hacer que esta llegue a las comunidades más remotas. COVAX, una iniciativa plurinacional para llevar las vacunas contra la COVID-19 al mundo entero, prevé alcanzar el hito de los 2.000 millones de dosis a principios de este año.

Es un paso en la buena dirección. Pero tal y como nos demostró 2021, y tal y como aprendimos de la variante delta, al virus le dan exactamente igual nuestros calendarios y nuestras normas.

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Bijal P. Trivedi es editora de National Geographic y autora de Breath from Salt, un libro sobre la búsqueda de una cura para la fibrosis quística infantil y el nacimiento de la medicina personalizada.

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Este artículo pertenece al número de Enero de 2022 de la revista National Geographic.