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Luang Prabang, reflejos en una ciudad dorada

Cuando los primeros rayos de sol hacen su aparición, los monjes salen de sus monasterios. En ordenada y muda procesión recorren con cuencos colgados del hombro las calles de Luang Prabang. Aquí y allá, en la ciudad aún medio dormida, pequeños grupos de fieles esperan en las calzadas y aceras. Sentados en actitud reverente y con grandes cazuelas rebosantes de arroz glutinoso y alguna verdura, van depositando los alimentos en los cuencos de los monjes. La larga fila de esos hombres de cabeza rapada y túnicas de color azafrán se irá deshaciendo conforme el sol se levante. Los monjes volverán, con la comida diaria, a sus tareas en los monasterios.

El mundo ha traspasado holgadamente el segundo milenio de nuestra era y, sin embargo, cada madrugada se repite esta ceremonia, viva y casi intacta desde que en el año 698 d.C. un príncipe tai fundara la población. Ferviente budista de la rama theravada (aquella que permite a los hombres alcanzar el nirvana a través de un proceso de introspección individual), favoreció la presencia de monjes y la construcción de monasterios. La ciudad fue adquiriendo un carácter fuertemente religioso y sagrado, y pese a haber sido destruida y reconstruida en distintas ocasiones a lo largo de los siglos, siempre preservó su aura de lugar bendecido por los dioses. Su emplazamiento algo tiene que ver con eso: un valle boscoso y amplio rodeado de verdes colinas, una lengua de tierra felizmente atrapada entre el río Mekong y uno de sus afluentes, el Nam Khan. Luang Prabang, con sus dos grandes calles flanqueadas por monasterios de tejados curvos y fachadas doradas, con sus stupas en forma de campana y sus casas con balconadas de madera y techumbres de teja a dos aguas que atestiguan los 60 años de colonización francesa, es una ciudad única y hermosísima. Tan prodigiosa que no parece real, sino el producto de una fantasía utópica.


Para entender la portentosa ubicación de Luang Prabang, lo mejor es hacer acopio de fuerzas y vencer los 328 escalones que se encaraman por el monte Phu Si hasta una altura de cien metros. En el camino, entre una densa vegetación, van surgiendo templetes, pequeños altares con ofrendas e imágenes de budas. Y en lo más alto, dominando el valle, el Wat That Chom Si, con un curioso stupa rectangular coronado por siete parasoles dorados y con las vistas más codiciadas: el curso sinuoso y cansado del Nam Khan, su entrada en el Mekong, y una ciudad quieta y silenciosa, encajada entre los dos cauces. La caída del sol, anunciada por un griterío que llega de las colinas boscosas cercanas, es, si el tiempo acompaña, de escalofrío.

Dicen los libros que Luang Prabang era conocida como la ciudad de los mil templos, algo difícil de verificar. Pero sí es cierto que algunos de ellos están entre los más hermosos del Sudeste Asiático. Wat Xieng Thong es sencillamente espectacular. Plantado en un espacio amplio y rodeado de árboles, es el centro de un conjunto de capillas, stupas, viviendas para monjes y otras dependencias, un mundo aparte dentro del mundo. Con sus dobles y triples tejados curvos, sus muros encalados y paneles de teca tallados y cubiertos de pan de oro, sus multicolores mosaicos de vidrio y unos interiores de columnas lacadas en rojo y oro presididos por budas áureos, el conjunto del Wat Xieng Thong es una auténtica orgía cromática, realzada por el leve rumor de los dos ríos que lo circundan y protegen.

Muy cerca, el Wat Wisunarat, erigido a principios del siglo XVI en madera, fue incendiado casi 400 años más tarde durante una invasión por parte de grupos rebeldes procedentes de China. Reconstruido en ladrillo y estuco, aún conserva el stupa original, sobrio y contundente, el más antiguo de Luang Prabang. Magnífico es también el Wat Aham, a los pies del monte Phu Si. O el Wat Mai, fundado por el rey Anurat en 1796, profusamente decorado y en cuyos muros se narra la vida y milagros de Vessantara, la penúltima encarnación de Buda.


Una ciudad sembrada de templos de oro y bermellón –hasta un total de cincuenta– bien merecía ser incluida en la Lista del Patrimonio Mundial por la Unesco, que así lo decidió en 1995 «por ser un ejemplo excepcional de la fusión de la arquitectura tradicional laosiana con las estructuras urbanas creadas por las autoridades coloniales europeas en los siglos XIX y XX; y por su extraordinario paisaje urbano, muy bien conservado, que ilustra una etapa clave de la mezcla de dos tradiciones culturales diferentes».

En arquitectura civil, brilla con luz propia otra de las mayores glorias de Luang Prabang, el Palacio Real. Su regia entrada se abre a Sisavangvong Road, la magnífica avenida bordeada de altas y estilizadas palmeras y setos afrancesados que lleva el nombre del monarca a quien se debe su construcción en 1904. El complejo palaciego, que tras la disolución de la monarquía en 1975 pasó a albergar el Museo Nacional, consta de tres edificios principales, además de otras dependencias más modestas. El primero, el palacio, de ladrillo y teca y encalado, muestra una inequívoca influencia francesa, sobre todo en sus interiores, con bellas decoraciones de estilo art déco. Rodeado de jardines se encuentra la segunda construcción, el Teatro Real, que ofrece representaciones y actuaciones de danza. La tercera corresponde al Haw Pha Bang, un templo situado entre escalinatas y balaustradas, con una efectista fachada en verde y oro, terminado en 2006, hace apenas nueve años; en su origen se diseñó para albergar una de las estatuas de Buda más antiguas y reverenciadas del mundo, el Phra Bang, proveniente, según la leyenda, de Sri Lanka.

Monasterios, templos, pabellones, mansiones de la antigua colonia, bulliciosos mercados populares a primera hora de la mañana. Luang Prabang se mira a sí misma, reconociéndose hoy como lo hizo en tiempos pasados, reflejada en las aguas cárdenas, pausadas y espesas del Mekong.
Desde sus orillas, a tiro de lancha y a unos cuantos minutos de trayecto hipnótico por el río, entre montículos y bosques, se llega a las cuevas de Pak Ou, una gruta abierta en la roca donde desde hace siglos se venera a cientos de budas encaramados en la piedra, ofrendas de la ciudad cálida y consoladora, de calma belleza y bendita benevolencia.