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Manjares en la Roma imperial: el arte del exceso en los banquetes romanos

Un antiguo romano nos ha enviado una invitación para cenar. Imaginemos que nos encontramos a orillas del Tíber, al atardecer. Después de trabajar, empieza el descanso vespertino y en todas las casas comienzan los preparativos para la cena. Estamos en época imperial, cuando la austera simplicidad republicana a la hora de comer dio paso al lujo.

Al principio, los gustos de los romanos eran sencillos. El plato principal en todas las mesas en época republicana (hasta el siglo I a.C.) era la famosa puls, una especie de polenta hecha de harina –normalmente de farro– empapada en agua, hervida y acompañada de legumbres, huevos, verduras y, para quien pudiera permitírselo, también de carne. Este plato se extendió por toda la Italia antigua, hasta tal punto que los griegos dieron a los romanos el sobrenombre de pultiphagi pultiphagonides, esto es, "comedores de polenta".

Aunque los aristócratas pronto abandonaron la puls y la sustituyeron por el pan, Juvenal, entre los siglos I y II, recuerda que en las casas de la gente pobre aún hervían grandes ollas de terracota humeantes, llenas de polenta.

¡Que empiece el banquete!

Una vez abandonada definitivamente la sencillez, en época imperial el banquete se convirtió en símbolo de estatus para la aristocracia. El consumo de carne aumentó muchísimo: sobre todo la de cerdo, que según Plinio era la carne más sabrosa (la única con cincuenta sabores distintos), la de cabra y, más raramente, la de oveja (animal del que sobre todo se obtenía leche y lana). También eran muy apreciadas las aves de corral: patos, pichones y ocas, que se engordaban para obtener el ficatum (nuestro foie gras). La gallina, en cambio, se crió durante mucho tiempo sólo por los huevos. La carne de bovino no se consumía mucho, ya que estos animales eran fundamentales para trabajar los campos, tanto que hasta finales del siglo IV matar uno estaba penado con el exilio o la muerte. Completaban el cuadro los animales de caza, como la liebre, el ciervo y el jabalí. Su carne era dura y nudosa, así que se hervía con agua o leche, una, dos e incluso tres veces. Como así perdía todo su sabor, para hacerla más apetitosa se añadían salsas, condimentos y especias. El pescado entró tarde en la alimentación, pero durante el Imperio su consumo se extendió: anguilas, mújoles, doradas, lubinas, crustáceos, carísimos moluscos y morenas.

En época imperial la carne era muy apreciada, sobre todo la de cerdo, así como las aves de corral y los animales de caza cuya carne nudosa se hervía con agua o con leche

Con la expansión por el Mediterráneo, llegaron a orillas del Tíber alimentos y sabores nuevos. Entre ellos, frutas como las cerezas, que, según la tradición, fueron introducidas en 65 a.C. por Lúculo, quien las descubrió en el mar Negro mientras luchaba contra Mitrídates; los melocotones y los limones (originarios de China y Pakistán) llegaron a Roma desde Persia; los albaricoques, desde China; la granada, que era conocida en todo Oriente, y los dátiles, de África. Estas frutas exóticas eran muy caras, tanto que Marcial se queja de la tacañería de un anfitrión que no ofrecía fruta a sus comensales.

En las reservas de caza llegaron a criarse animales exóticos como el avestruz, originario de África, y el faisán, procedente de zonas cercanas al mar Negro. En época imperial también se contrataban cocineros profesionales. Los más buscados eran, sin duda, los orientales y los griegos, que no sólo tenían que cocinar platos exóticos, sino también "crear" auténticas obras de arte, ya que había que presentar la comida en la mesa de forma escenográfica. Estamos muy lejos de la austeridad y la sencillez de los primeros tiempos, cuando cocinaba el propio anfitrión. De re coquinaria, manual culinario atribuido a Apicio, un gastrónomo del siglo I, es, sin duda, la obra gastronómica más famosa del mundo antiguo e ilustra muy bien cómo era la cocina durante el Imperio. En sus recetas destacan la mezcla en un mismo plato de carne y pescado, el uso y abuso de los condimentos hasta ocultar el sabor de la comida y, sobre todo, la mezcla de dulce y salado, que daba a los platos un sabor agridulce típico de la tradición oriental. Esconder el gusto original de los alimentos hoy en día nos parece absurdo, pero no lo era para los antiguos romanos. Baste con pensar que en uno de sus epigramas, Marcial elogia el virtuosismo de un cocinero capaz de imitar todos los platos ¡usando sólo calabazas! E incluso el mismo Apicio da recetas de arenques... sin arenques.

Marcial llegó a elogiar el virtuosismo de un cocinero capaz de imitar todos los platos ¡usando sólo calabazas!

Cena con sorpresa en Roma

Sorprender a los invitados era imperativo, como se refleja en el Satiricón de Petronio, obra de fantasía, pero seguramente inspirada en modas reales del siglo I. En él se describe el pantagruélico banquete del liberto Trimalción, un antiguo esclavo convertido en nuevo rico; durante la cena se sirve un jabalí cocinado entero, rodeado de lechones hechos con pasta de almendras y dos cestas llenas de dátiles colgadas de sus colmillos. Cuando el cocinero clava el cuchillo en el costado del animal, salen tordos vivos volando. Pero su libertad dura poco, ya que las aves enseguida son capturadas, cocinadas y servidas.

Dejando a un lado la literatura, un plato muy famoso y refinado era el porcus troianus: un cerdo relleno de salchichas con salsas aromáticas y verduras, cuyo nombre recuerda al del legendario caballo de Troya, que estaba "relleno" de soldados griegos.

El sibarita Lúculo se hizo construir un triclinio dentro de una pajarera. Así, mientras sus invitados degustaban carne de pavo real o faisán, también podían ver al animal vivo y revoloteando. Pero había un pequeño inconveniente: el olor a gallinero, que hacía imposible permanecer en su interior. Más suerte tuvieron los triclinios de agua. Plinio el Joven describe uno: en uno de los extremos de una piscina curvilínea, los comensales se tumbaban en triclinios de mampostería. Desde el otro lado, los sirvientes empujaban sobre el agua bandejas de madera repletas de delicias, de modo que llegaran flotando hasta los comensales.

Lúculo construyó un triclinio dentro de una pajarera, pero el olor a gallinero imposibilitó su uso

Una moda muy extendida entre los ricos fue el uso de nieve para enfriar los alimentos. Con la nieve se hacían sorbetes a base de leche, huevos y miel: ¡Un auténtico helado avant la lettre! Entonces, como ahora, los médicos se mostraban contrarios a las bebidas heladas, porque además la nieve llegaba sucia a las copas a causa de los varios pasos que tenía que seguir: se recogía en los picos nevados, se transportaba en carros, se embalaba con paja y, por último, se almacenaba. Plinio cuenta que Nerón fue el primero que utilizó nieve para enfriar el agua, mientras que Suetonio explica que introdujo también la moda de bañarse con nieve para aliviar el calor del verano.

La dieta de los aristócratas romanos

Los gustos cambian con el tiempo. Y eso se ve en algunos de los alimentos más apreciados por los aristócratas. La carne de pavo real, por ejemplo, se consideraba muy delicada y era muy cara; una vez cocinado, el animal se servía entero y decorado con sus bellísimas plumas. Gracias al edicto de Diocleciano sabemos que la hembra del pavo real, con plumas más discretas, costaba un tercio menos que el macho. Asimismo, parece que fue un auténtico manjar la lengua de flamenco, así como los talones del camello –de los cuales Apicio da la receta–. Por no hablar del cerebro de avestruz, muy apreciado por Heliogábalo, o de la carne de cachorro de perro. Muchos de estos alimentos hoy nos causan repugnancia, pero, como nos enseñaron los antiguos romanos, de gustibus non est disputandum: sobre gustos no hay nada escrito.

Para saber más

La vida en la antigua Roma. H. W. Johnston. Alianza, Madrid, 2016.

De re coquinaria: antología de recetas de la Roma imperial. Marco Gavio Apicio. Alba, Barcelona, 2006.