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Pequeñas maravillas

Tachibana, científico de la Universidad de Tokio, estaba en Woomera con su equipo intentando encontrar la cápsula de 40 centímetros de diámetro que había ido a parar entre los arbustos y árboles resecos, dispuesta a hacer entrega de un polvo y unos guijarros inmaculados casi tan antiguos como el propio Sol, por segunda vez en la historia.

Diez años antes, la Agencia de Exploración Aeroespacial Japonesa (JAXA) se había convertido en la primera agencia espacial que recuperaba una muestra de la superficie de un asteroide. La misión Hayabusa llegó al asteroide 25143 Itokawa en 2005, pero la maniobra de muestreo no salió como se esperaba y la cápsula que aterrizó en Woomera en 2010 solo contenía unas motas de polvo. Su sucesora, la Hayabusa2, despegó en 2014 hacia el asteroide cercano a la Tierra 162173 Ryugu y representó con excelencia su papel de navaja suiza espacial una vez alcanzó su objetivo.

Los ingenieros habían encajado en el interior de la nave toda una panoplia de instrumentos científicos, un módulo de aterrizaje, tres rovers (o vehículos exploradores), un proyectil con carga explosiva diseñado para crear un cráter artificial y una cámara de última tecnología que filmó la explosión. Aquellos accesorios ayudaron a la Hayabusa2 a llevar a cabo su principal misión: posarse sobre Ryugu dos veces, disparar la munición contra su superficie y recoger el polvo levantado.

Hoy, 5,4 gramos de partículas y piedrecillas sorprendentemente oscuras permanecen guardadas en un laboratorio de las afueras de Tokio. Es la primera vez que la humanidad observa de cerca la superficie y subsuperficie de Ryugu, y su inminente estudio proporcionará instantáneas inestimables de la historia del sistema solar.

Hasta la llegada de misiones como la de la Hayabusa2, los científicos recurrían a los meteoritos caídos sobre la Tierra para indagar en los orígenes del sistema solar. Algunas de estas rocas primordiales indican que los asteroides de los que se desprendieron tienen una sorprendente cantidad de minerales que contienen agua, así como el tipo de química rica en carbono que puede dar lugar a algunos de los componentes básicos de la vida. Pero tales revelaciones tienen trampa: los meteoritos no son prístinos, desde el momento en que han llegado a la Tierra tras sobrevivir a una infernal caída libre a través de la atmósfera.

Visitando asteroides y tomando muestras de ellos, los científicos pueden contribuir a resolver un misterio perenne: ¿cómo pudo convertirse la superficie de la Tierra en un oasis para la vida, pese a lo cerca del Sol que se formó el planeta? Cuando se conformó hace más de 4.500 millones de años, nuestro planeta vivió una juventud abrasadora. Sin embargo, aquí estamos, en nuestra pequeña mota azul que navega por el espacio cual refugio biológico dependiente del agua y del carbono.

Algunas investigaciones sugieren que, a pesar de abrasarse en el sistema solar interior, los componentes fundamentales de la incipiente Tierra tal vez contuviesen suficiente hidrógeno para explicar la existencia de buena parte del agua de nuestro planeta. Pero los meteoritos y los cráteres de impacto dispersos a lo largo y ancho del sistema solar apuntan a otra fuente de hidratación paradójica en su violencia: el bombardeo de asteroides y cometas. Hasta el momento, las misiones enviadas a cuerpos menores nos han suministrado seductores indicios del espaldarazo que aquellos impactos antediluvianos dieron a la química prebiológica terrestre.

Las 1.500 partículas de Itokawa obtenidas con la primera misión Hayabusa muestran que los minerales del asteroide contienen un agua que químicamente se asemeja mucho a la de la Tierra. Y cuando la misión Rosetta de la Agencia Espacial Europea se convirtió en la primera nave espacial en orbitar un cometa y posar una sonda en él, entre 2014 y 2016, reveló que hasta un 25 % de la masa de dicho cometa se compone de moléculas orgánicas formadas por procesos no biológicos.

Salta a la vista que los cuerpos menores no son actores secundarios en la épica saga de la evolución de la Tierra, sino protagonistas en toda regla. Pero no podemos reducir la perspectiva a su mera utilidad para la Tierra. Las misiones robóticas han subrayado que asteroides y cometas son mundos únicos. Sus morfologías, tamaños y génesis son tan variados que «es como si de pronto tuviésemos un millón de tipos nuevos de planetas por explorar», dice la planetóloga de la Universidad Estatal de Arizona Lindy Elkins-Tanton, investigadora principal de una misión de la NASA destinada a explorar Psyche, un asteroide tal vez metálico.

Más allá de su composición, las heterogéneas dinámicas de los cuerpos menores están revelando la enorme importancia de estos mundos en la conformación del sistema solar que habitamos.

El mismo edificio de Colorado que alberga el control de la misión OSIRIS-REx contiene también la vasta sala en la que los ingenieros construyen otras naves de la NASA, entre ellas una suerte de paleontólogo robótico que pronto partirá hacia Júpiter. Para ver esta nave, el pasado mes de octubre me enfundo una máscara facial y un mono con calzas y capucha diseñado para que mi ropa y mi piel no dejen la menor contaminación. De esta guisa accedo a una enorme sala blanca acompañado de Hal Levison y Cathy Olkin, científicos del Instituto de Investigación del Sudoeste en Boulder.

Levison y Olkin son respectivamente investigador principal y adjunta de la primera misión que explorará los asteroides troyanos de Júpiter, dos enjambres de objetos primordiales que guían y siguen a Júpiter en su órbita en torno al Sol. Olkin y Levison conciben los troyanos como los fósiles del sistema solar, razón por la cual Olkin sugirió dar a la misión el nombre de Lucy, en honor al famoso esqueleto de Australopithecus afarensis.

Visitando asteroides, los científicos confían en descubrir cómo pudo convertirse la superfície de la Tierra en un oasis para la vida, pese a lo cerca del sol que se formó el planeta.

Justo durante la visita los ingenieros están probando un mecanismo clave para que la mirada de la nave no se desvíe de sus objetivos durante una serie planificada de sobrevuelos a alta velocidad. La misión entera se basa en ese brazo robótico. Si se dobla incorrectamente o cuando no toca, los instrumentos de Lucy podrían captar datos borrosos o, peor aún, no ver más que oscuridad.

Formamos un arco alrededor del artilugio, impacientes por verlo funcionar. Se mueve con lentitud, metódico, y hasta ese mínimo movimiento entusiasma a Olkin y Levison. «¡Está vivo! ¡Está vivo!», exclama Levison, bromeando.

Los troyanos de Júpiter que estudiará Lucy no parece que se hayan formado en su actual ubicación, pero resulta complicadísimo acceder a sus órbitas por lo mucho que se parecen a la trayectoria del planeta gigante alrededor del Sol. Si los cuerpos menores actuales intentasen invadir de este modo el terreno de Júpiter, con toda probabilidad colisionarían con el coloso o se verían dispersados por su gravedad, incluso puede que expulsados del sistema solar. ¿Cómo llegaron, pues, a conformar el séquito de Júpiter?

En 2005 Levison y sus colegas del Observatorio Costa Azul de Niza publicaron una hipótesis, el llamado modelo de Niza, que presupone que en sus inicios el sistema solar tenía muchos más cuerpos menores, y que Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno distaban menos del Sol cuando se formaron. Conforme los cuerpos menores atraían gravitatoriamente a aquellos gigantes gaseosos, las órbitas planetarias se iban desplazando, hasta que cayeron en una configuración inestable. En un momento dado, postula la hipótesis, los planetas se tambalearon, y sus órbitas se ampliaron hasta ocupar su posición actual, en la que Júpiter capturó a sus troyanos. En aquella refriega, muchos cuerpos menores o bien se vieron dispersados hacia el interior, en dirección al Sol, o bien fueron desalojados del sistema solar. Los planetas interiores, entre ellos la Tierra, quizás acusaron el evento en forma de bombardeo recrudecido. «Es como si alguien hubiese cogido el sistema solar en sus inicios y lo hubiese sacudido», dice Levison.

Tras su despegue, previsto para este mes de octubre, Lucy pasará junto a una serie de troyanos diana entre 2027 y 2033. Su color, composición, densidad y craterización ayudarán a explicar cuándo y dónde se formó cada uno de ellos en el seno del sistema solar, lo que permitirá hacer estimaciones similares para el resto de los troyanos de Júpiter. Estos datos pondrán el listón muy alto: si pretenden acertar, las futuras simulaciones de la formación temprana del sistema solar deberán replicar los patrones que identifique Lucy.

«Hablamos de la última población estable de planetas menores todavía sin explorar –apunta Olkin–. Es el momento».

Pese a todos estos avances los astrónomos saben que apenas hemos empezado a arañar la superficie de lo que hay ahí afuera y a vislumbrar las oportunidades –o los peligros– que quizá se oculten en la oscuridad.

Cuando el Observatorio Vera C. Rubin de Chile empiece a funcionar en 2023, dedicará un decenio a cartografiar con un grado de detalle asombroso el cielo austral, la mayor parte del cual recibirá 825 visitas. El astrónomo de la Universidad de Washington Željko Ivezić, director científico del proyecto, suele comparar este estudio con el rodaje de «la mejor película de todos los tiempos». Si se montasen todas las imágenes en un time lapse cósmico, la película resultante, a alta definición y a todo color, duraría 11 meses.

Se prevé que a finales de 2033 el Observatorio Rubin haya aumentado de forma espectacular la cifra de cuerpos menores conocidos. Los descubrimientos pronosticados se cifran en otros cinco millones de asteroides del cinturón principal, unos 300.000 troyanos de Júpiter, 40.000 objetos transneptunianos y entre 10 y 100 objetos que pasan por nuestro sistema solar aunque se formaron alrededor de otras estrellas, que se sumarán a los dos identificados por los astrónomos desde 2017.

Para Michele Bannister, astrónoma de la Universidad de Canterbury, en Nueva Zelanda, el potencial de descubrimiento del Rubin es sobrecogedor: «Es como si hasta ahora hubiésemos sido unos niños que han recogido unas cuantas conchas en la playa, admirados de lo bonitas que son, y ven a su alrededor un vasto océano sin fin que de repente pueden salir a explorar».

Se espera que el cartografiado de este mar celeste también identificará otros 100.000 asteroides cercanos a la Tierra ubicados a menos de 195 millones de kilómetros del Sol, algunos de los cuales quizá resulten ser «potencialmente peligrosos» como Bennu: objetos de más de 150 metros de diámetro, con órbitas que los sitúan a menos de 7,5 millones de kilómetros de la trayectoria de la Tierra alrededor del Sol. Si algo hemos aprendido de la COVID-19, es que los sistemas que sustentan la civilización actual son frágiles. Imagine lo que sería recibir una superpedrada cósmica.

«Ni que decir tiene que los asteroides y cometas cercanos a la Tierra constituyen un problema mucho menos probable en comparación con realidades como esta pandemia –afirma Amy Mainzer, planetóloga de la Universidad de Arizona especializada en asteroides cercanos a la Tierra–. Pero tarde o temprano, si les damos tiempo, estos eventos tan improbables ocurrirán».

Para proteger la Tierra de ese destino no se necesitarán variopintas tripulaciones de astronautas dotadas de armas nucleares, como en las películas. Si los astrónomos son capaces de prever una colisión con suficiente antelación, podría lanzarse a tiempo una nave espacial superrápida para que colisione con el asteroide y desactive el peligro de su órbita. En 2022, una misión de la NASA construida y gestionada por el Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins probará esta maniobra con una nave llamada Prueba de Redireccionamiento de Doble Asteroide, o DART por sus siglas en inglés. La DART se lanzará contra la minúscula luna de un asteroide cercano a la Tierra a unos 24.000 kilómetros por hora para acortar su órbita hasta en 10 minutos.

Si la DART funciona, los humanos del futuro podrían tener que usar una versión a mayor escala para poner coto a Bennu. Pero antes, fragmentos mucho más pequeños de él atravesarán sin causar daño nuestra atmósfera, gracias a la nave espacial dirigida desde las afueras de Denver.

A las 16:13 horas del 20 de octubre de 2020, los 17 segundos para los que vivía Dante Lauretta ya han transcurrido, para su inmensa alegría.

Dos minutos antes, su equipo y él recibieron confirmación de que OSIRIS-REx se hallaba a menos de cinco metros de la superficie de Bennu y que el sistema de detección de obstáculos de la nave le había dado luz verde para proceder. Lauretta sonríe. Al preguntarle cómo se siente, responde con una sola palabra: «Trascendental».

La ingeniera de sistemas Estelle Church confirma en ese momento que se han ejecutado las órdenes enviadas. A millones de kilómetros de la Tierra, esquivando rocas como casas, la OSIRIS-REx ha obtenido el botín y se bate en retirada.

El extremo de su brazo de muestreo se ha llenado tanto de material que no ha sido capaz de cerrarse, y el equipo ha tenido que apresurarse a sellar el contenedor en el interior de su cápsula de retorno. A causa de ello, ignoran qué cantidad de Bennu llegará a la Tierra cuando en 2023 la OSIRIS-REx suelte la cápsula. Pero sospechan que habrá material de sobra, y que el examen de sus propiedades químicas será un terremoto para nuestra comprensión de los inicios de la biología.

«La probabilidad de que exista vida en otro punto de la galaxia, incluso en el universo… Vamos a entenderla mucho mejor», afirma Lauretta.

Estamos hechos de materia estelar, dijo en su día Carl Sagan. Pero como productos del sistema solar que somos, también podemos vernos como hermanos de Bennu, hermanas de Psyche, primos de los cometas, parientes de los asteroides y cometas que relatan nuestras historias más remotas. Bien pensado, también nosotros somos los cuerpos menores del Sol: infinitamente diversos y bellos, portadores de los secretos de la vida misma.

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Michael Greshko es redactor científico de National Geographic.

Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2021 de la revista National Geographic.