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Koalas, un icono amenazado

Suena el teléfono en casa de Megan Aitken, en Burpengary, una zona residencial al norte de Brisbane. Megan, de 42 años, dirige una organización de voluntarios que se dedican a rescatar koalas salvajes de los más diversos y sorprendentes peligros. Antes de que el comunicante le haya dicho dónde se encuentra, ella ya se ha vestido encima del pijama.

Cuando llega al lugar indicado, Jane Davies y Sandra Peachey, otras dos voluntarias, ya están allí. El koala está colgado de una valla metálica y tiene el pelaje prendido en las puntas horizontales del alambre de espino. Al otro lado de la valla se yerguen unos eucaliptos imponentes.

«Obviamente pretendía llegar a los árboles del otro lado», dice Megan. A la luz de los faros del coche, se enfunda unos guantes de cuero para soldadores. Pese a su adorable aspecto de osito de peluche, los koalas pueden resistirse con ferocidad cuando intentas capturarlos. Gruñen, for­cejean y muerden como mapaches furibundos; las cicatrices de Megan dan fe de ello. Luego coloca una jaula metálica en el suelo, cerca del animal, y despliega una manta gruesa. Entonces, las tres rescatadoras actúan con rapidez.

Davies lanza la manta sobre el animal, para calmarlo y para protegerse de mordiscos y arañazos. Peachey abre la jaula al tiempo que Megan agarra con firmeza a la fierecilla de nariz negra, con la manta por encima, la libera de la valla y la deja gruñendo en el interior de la caja.

Pese a su adorable aspecto de osito de peluche, los koalas pueden resistirse con ferocidad cuando intentas capturarlos

«¡Buen trabajo, chicas!», exclama Megan. Mientras observa el koala, da vueltas a un nuevo problema. Si estuviese enfermo o herido, lo trasladarían al Hospital de Fauna Salvaje del Zoo Australia situado en Beerwah, a 40 minutos en dirección norte, pero está sano. El protocolo estipula que deben soltarlo en las inmediaciones, pues los koalas son territoriales y se alimentan reiteradamente de los mismos árboles. Pero esto es Deception Bay, un barrio residencial con una elevada densidad de población. Las voluntarias estudian un callejero a la luz de las linternas.

Sin sitio para los koalas

«Este es el gran problema –dice Megan, exasperada–. Apenas quedan lugares para los koalas.» Al final llevan al animal unas manzanas más allá, hasta el diminuto parque Boama, que bordea un terreno sin construir que llega hasta la playa. En plena noche las tres mujeres transportan la jaula entre los árboles y la dejan al pie de un eucalipto de corteza gris. Retroceden unos pasos, levantan la tapa, y el koala sube a toda mecha por un tronco y desaparece.

«Buena suerte, pequeñín», dice Megan. Pero le hará falta mucho más que suerte.

El koala, símbolo adorable de una nación y uno de los animales del planeta que más afectos despiertan, está en crisis.Antes de que los europeos se asentaran en Australia hace más de dos siglos, alrededor de diez millones de koalas habitaban una franja de 2.500 kilómetros de largo de los bosques de eucaliptos que hay en la costa oriental. Cazados por su preciada piel, estos marsupiales estuvieron a punto de extinguirse en la mitad sur de su área de distribución. En la mitad norte, Queensland, solo en 1919 se mató un millón de ejemplares. Al término de la última temporada de caza en Queensland en 1927, solo quedaban unas decenas de miles.

La pérdida de hábitat y las enfermedades son las principales amenazas de los Koalas

En los 50 años siguientes las cifras remontaron poco a poco, en parte gracias a las iniciativas de reubicación y recolonización de los koalas. Entonces empezaron a sentirse los efectos de la urbanización: se perdió hábitat y se extendieron las enfermedades. Con la expansión urbanística llegó la amenaza de los perros y las autopistas. Desde 1990, cuando en Australia vivían unos 430.000 koalas, la cifra ha caído radicalmente. Dado que es difícil censarlos, las estimaciones de las poblaciones actuales varían enormemente, desde los 44.000 ejemplares que apuntan sus colectivos defensores hasta los 300.000 de las agencias gubernamentales. Hace más de 10 años un estudio efectuado en Koala Coast, región de 37.500 hectáreas del sudeste de Queensland, estimaba que la población de koalas estaba en 6.200; hoy se cree que hay unos 2.000.

«Los koalas se quedan enganchados en las vallas y mueren, los matan los perros, los atropellan los coches, incluso perecen simplemente porque un propietario corta varios eucaliptos del jardín de su casa», explica Deidré de Villiers, una de las principales investigadoras del koala del Departamento de Medio Ambiente y Gestión de Recursos de Queensland. Ha dedicado 15 de sus 38 años a rastrear a los koalas, hacer un seguimiento de sus poblaciones, estudiar los motivos de su declive e idear directrices para que el desarrollo humano no sea tan pernicioso para ellos.

De Villiers insiste en que koalas y personas pueden convivir en entornos urbanos «si los promotores adoptan diseños respetuosos con estos animales», tales como imponer límites de velocidad más estrictos en las calles, crear corredores verdes para el desplazamiento de los koalas y, sobre todo, preservar hasta el último eucalipto.

Las enfermedades, el otro gran problema para los koalas

«El otro gran problema son las enfermedades», apunta Jon Hanger, veterinario de 42 años y miembro de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales en Queensland. Hanger ha descubierto que hasta el 50 % de la población de koalas de este estado australiano puede padecer clamidiasis, una enfermedad de transmisión sexual. En algunas poblaciones en libertad más de la mitad de las hembras sexualmente maduras son estériles.

"Poblaciones que en su día fueron dinámicas y sostenibles se están extinguiendo"

Se ignora la génesis de la enfermedad, pero se sabe que se manifiesta como una dolencia urogenital y ocular y que se transmite en la cópula y el parto, así como en las peleas entre machos. A diferencia de lo que ocurre con los humanos, a menudo la clamidiasis es letal para el koala.

«Poblaciones que en su día fueron dinámicas y sostenibles se están extinguiendo –advierte Hanger, quien culpa sin ambages al Gobierno provincial–. Queensland no ha movido un dedo para implantar una sola medida útil. El Gobierno federal debe tomar cartas en el asunto, y tomarlas como es debido, incluyendo al koala en la lista de especies vulnerables a la extinción.» Esta de­­signación podría salvar lo que queda del hábitat crítico del koala. Hanger forma parte además de un equipo de investigación que trabaja en el desarrollo de una vacuna contra la clamidiasis.

«Ruby sigue durmiendo en la cesta abrazada al osito de peluche», dice. La cría está acurrucada como un bebé en un moisés. «La rescataron de las fauces de un perro. ¿Quiere cogerla?» De Villiers coge a Ruby y me la tiende; sus uñas, afiladas como agujas, me pinchan el cuello y la cara. Hago un gesto de dolor y De Villiers, que tiene los brazos cuajados de arañazos, se ríe. «Le gusta tener las manos y los pies agarrados a algo cuando la cogen», dice.

Me sangra el labio, de modo que le devuelvo la bestezuela. De Villiers coloca con delicadeza a Ruby sobre una rama de árbol del corralito que ha montado en el comedor. La compañera de juegos de Ruby, Luna, otra koala huérfana, duerme en la base de la rama. Por las cristaleras del comedor, que dan al patio, se distingue otro co­­rralito más grande, y en el jardín trasero hay una arboleda cercada por una valla metálica.

De Villiers cuida al mismo tiempo de cinco koalas. En días alternos, corta y recoge hojas de eucalipto, el principal alimento del koala, en una plantación cercana. En estos 12 años ha cuidado a más de 60 animales.

«Mañana Ruby ha de ir al hospital –dice–. Tie­­ne una infección respiratoria que no se le cura.»

Al día siguiente lleva a Ruby al Hospital para Fauna Salvaje del Zoo Australia, un centro construido por Steve Irwin, el televisivo naturalista fallecido en 2006. Ruby es ingresada. La sedan y luego la anestesian e intuban para tratarle los pulmones con oxígeno y fármacos. Allí todo es eficiencia, orden y limpieza. «Padece un caso grave de neumonía –dice Amber Gillett, una veterinaria de 30 años que lleva seis trabajando en el centro–. Puede ser mortal, sobre todo en las crías

Mientras De Villiers acaricia a Ruby, todavía inconsciente, Gillett irriga los pulmones de la koala con una solución salina y toma una muestra que envía rápidamente al laboratorio para que hagan un cultivo. «Calculo que tenemos un promedio de éxito del 70 % con las neumonías de las crías de koala –dice cuando se llevan a Ruby en camilla hacia la sala de rayos–. Creo que esta pequeña lo superará.» Al día siguiente por la tarde Ruby está de vuelta en casa, recuperándose en el corralito con Luna.

Al cabo de unos días, De Villiers se interna en el bosque cerca del lago Samsonvale, al noroeste de Brisbane, para capturar a Tee Vee, una koala que la investigadora lleva siguiendo más de un año. El Departamento de Medio Ambiente y Gestión de Recursos ha reubicado varios koalas en el territorio de Tee Vee, y De Villiers está observando cómo afecta eso a la población local de koalas. Con un receptor que recuerda una anticuada antena de televisión de tejado, se mueve a través de la vegetación del bosque secundario, con el oído atento a cualquier señal emitida por el radiocollar de la koala.

Por fin capta una señal débil y la sigue a campo través mientras el pitido va adquiriendo volumen.«¡Ya la veo!», dice al cabo. Colgado de una rama de un eucalipto de unos 15 metros de altura, justo por encima de De Villiers, hay un bulto gris del tamaño de una pelota de baloncesto.

Capturar un koala en la copa de un árbol es complicado. En primer lugar se lanza una bola de cordel por encima de una rama cercana al koala. A veces conseguirlo requiere varios intentos. El cordel se ata a una cuerda de escalada, que se pasa por encima de la rama y se amarra bien tensa al suelo. A continuación se apoya contra el árbol una escala de 10 metros. Alguien tiene que ascender por la escala y luego subir despacio por la cuerda portando, como un trapecista, una pértiga con un trozo de plástico o de tela atado en un extremo.

"Mientras siga habiendo crías sanas, hay esperanza"

Huelga decir que ese alguien es De Villiers. Equipada como una escaladora de roca, trepa por el árbol con la agilidad de un koala. Colgada de una rama, agita el trozo de plástico o de tela de la pértiga sobre la cabeza de Tee Vee. Esta maniobra irrita a los koalas, y Tee Vee empieza a descender poco a poco por el tronco. Pero Tee Vee «es de lo que no hay», en palabras de De Villiers. A medio camino salta a una rama y con pillería se pasa a otro árbol, obligando a repetir todo el proceso. La segunda vez que desciende, Tee Vee llega a estar a seis metros del suelo antes de asustarse y saltar al vacío. Cuando aterriza, rápidamente es capturada con una manta, bajo la cual chilla, araña y muerde.

Con Tee Vee ya sedada, De Villiers se pone manos a la obra. Con una serie de instrumentos, toma medidas de todo, de la longitud corporal de la koala, del perímetro craneal, del tamaño y el desgaste de la dentadura y de la sedosidad del pelaje. También toma nota del peso y el estado de salud general.

«Creo que tiene una cría», dice De Villiers de repente. Al momento mete un dedo en el marsupio, lo abre y, con suma delicadeza, saca una criaturita de 10 centímetros de largo, ciega, lampiña, con aspecto de alienígena y unas uñas per­fectamente formadas y afiladas como cuchillas. Todos los presentes dejan escapar un profundo y espontáneo «ohhh», incluso los guardabosques, que han hecho esto mismo muchas veces. De Villiers examina tanto la cría como la bolsa en busca de cualquier indicio de enfermedad o anormalidad, y acto seguido devuelve el pequeñín al interior de la madre dormida.

«Mientras siga habiendo crías sanas, hay esperanza», dice en un susurro.