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Los robots ya están aquí

Si es usted como la mayoría de la gente, probablemente no haya conocido nunca a un robot. Pero lo conocerá.

Yo conocí a uno el pasado mes de enero en las praderas de la frontera entre Colorado y Kansas, en compañía de un sanfranciscano llamado Noah Ready-Campbell. Hacia el sur se extendían hasta el horizonte hileras desiguales de aerogeneradores, como un ejército de refulgentes gigantes de tres brazos. Ante mí se abría el hoyo que alojaría la cimentación del siguiente molino.

Una Caterpillar 336 excavaba el hoyo en cuestión: 19 metros de diámetro, con paredes en un ángulo de 34 grados y un suelo casi totalmente plano a tres metros de profundidad. La excavadora amontonaba la tierra retirada allí donde no estorbase. Cada descenso, excavación, elevación, giro y suelta que describía aquella máquina de 37 toneladas exigía un control firme de los mandos y una acendrada capacidad de decisión. En América del Norte, un operador de excavadora con experiencia puede ganar 100.000 dólares al año.

Solo que el asiento de aquella excavadora estaba vacío. El operador iba tumbado sobre el techo de la cabina. No tenía manos; tres serpenteantes cables negros lo conectaban directamente con el sistema de control del vehículo. Tampoco tenía ojos ni oídos, usaba láseres, GPS, videocámaras y sensores giroscópicos que calculan la orientación de un objeto en el espacio para monitorizar su trabajo. Ready-Campbell, cofundador de una empresa de San Francisco llamada Built Robotics, se encaramó a la excavadora y levantó una tapa en cuyo interior estaba el producto de su compañía: un dispositivo de 90 kilos que lleva a cabo una labor antes reservada a un ser humano.

«Aquí va la IA», dijo, señalando la colección de placas de circuitos, cableados y cajetines metálicos que componían la máquina: sensores para autoubicarse, cámaras para ver el entorno, controladores para enviar las órdenes a la excavadora, dispositivos de comunicación para que los humanos monitoricen su actividad y el procesador en el que su inteligencia artificial –o IA– toma las decisiones que habrían de corresponder a un operador humano. «Todas estas señales de control se transmiten a los ordenadores que en condiciones normales responden a las palancas y pedales de la cabina».

Hay quien cree que la gente se siente más cómoda con robots como Curi, del Laboratorio de Máquinas Sociointeligentes de Georgia Tech. Si el aspecto es muy humano, la aceptación del público puede precipitarse hacia «el valle inquietante», término de Masahiro Mori que denota las sensaciones que tenemos cuando un robot nos recuerda a un humano perturbadoramente disminuido… o a un cadáver.

Hay quien cree que la gente se siente más cómoda con robots como Curi, del Laboratorio de Máquinas Sociointeligentes de Georgia Tech. Si el aspecto es muy humano, la aceptación del público puede precipitarse hacia «el valle inquietante», término de Masahiro Mori que denota las sensaciones que tenemos cuando un robot nos recuerda a un humano perturbadoramente disminuido… o a un cadáver.

Foto: Spencer Lowell

Cuando yo era niño y soñaba con encontrarme con un robot al hacerme mayor, estaba convencido de que tendría el aspecto y la actitud de un humano, como el C-3PO de La guerra de las galaxias. En realidad, los robots que por entonces estaban instalándose en las fábricas no tenían nada que ver con aquella imagen. Hoy millones de estas máquinas industriales atornillan, sueldan, pintan y realizan otras tareas repetitivas propias de las líneas de montaje. Y a menudo están valladas para seguridad de los trabajadores humanos que aún quedan.

El dispositivo de Ready-Campbell no coincide con esa descripción. Es un nuevo tipo de robot, ni de lejos humano, pero aun así inteligente, competente y semoviente. Excepcionales en su día, estos aparatos –diseñados para «vivir» y trabajar con personas que nunca han tratado con robots– están instalándose sin prisa pero sin pausa en la vida cotidiana.

En 2020 ya hay robots que hacen tareas de inventario y limpian suelos en grandes superficies comerciales. Reponen artículos en los estantes y los bajan para su envío en los almacenes de distribución. Cosechan lechugas, manzanas y hasta frambuesas. Ayudan a niños autistas a socializar y a víctimas de accidentes cerebrovasculares a recuperar el uso de las extremidades. Patrullan fronteras y, en el caso del dron israelí Harop, atacan objetivos que juzgan hostiles. Los hay que confeccionan arreglos florales, ofician ceremonias religiosas, ofrecen monólogos humorísticos en el escenario y hacen de pareja sexual. Y todo ello, ya antes de la pandemia de la COVID-19. De pronto, poner robots en lugar de personas (una idea que muchas mayorías del planeta parecen rechazar, según detectan las encuestas) seantoja sensato –cuando no imprescindible– desde el punto de vista médico.

Gracias a tecnologías punteras, los robots gestionan con solvencia los cambios constantes y las formas irregulares que los humanos se encuentran en su trabajo. Foodly, un robot colaborativo (o cobot) desarrollado por RT Corporation, usa visión avanzada, algoritmos y una mano prensil para colocar porciones de pollo en una caja de comida para llevar.

Gracias a tecnologías punteras, los robots gestionan con solvencia los cambios constantes y las formas irregulares que los humanos se encuentran en su trabajo. Foodly, un robot colaborativo (o cobot) desarrollado por RT Corporation, usa visión avanzada, algoritmos y una mano prensil para colocar porciones de pollo en una caja de comida para llevar.

Foto: Spencer Lowell

Hoy los robots reparten comida en la ciudad inglesa de Milton Keynes, llevan y traen material en un hospital de Dallas, desinfectan habitaciones de ingresados en China y Europa y recorren los parques de Singapur, instando a los viandantes a mantener la distancia social.

La pasada primavera, en pleno colapso económico planetario, los fabricantes de robots con los que había contactado en 2019 al empezar a preparar este artículo me aseguraron que estaban recibiendo más solicitudes de información por parte de posibles clientes. En vista de la pandemia, mucha gente ha caído en la cuenta de que «la automatización va a ser parte del trabajo –me dijo Ready-Campbell en mayo–. Hasta ahora el impulsor había sido la eficiencia y la productividad, pero ahora se le suma un factor adicional, que es la salud y la seguridad».

Antes incluso del espaldarazo que significó la crisis de la COVID, la tendencia tecnológica ya aceleraba la creación de robots integrables en nuestra vida cotidiana. Las piezas mecánicas eran cada vez más ligeras, baratas y robustas. Los componentes electrónicos concentraban más potencia de computación en menos espacio físico. Importantes saltos de ingeniería permitieron insertar potentes herramientas de procesamiento de datos en cuerpos robóticos. Los avances en comunicación digital posibilitaron dejar parte de los «cerebros» robóticos dentro de un ordenador externo, o conectar un robot individual con otros cientos para que compartiesen una inteligencia colectiva.

Algunos trabajadores ya utilizan exoesqueletos, una combinación de sensores, ordenadores y motores que les ayudan a realizar tareas de gran exigencia física. Los brazos con ganchos de Fletcher Garrison, ingeniero de Sarcos Robotics, elevan hasta 90 kilos y quizá podrían aliviar al personal de handling de los aeropuertos.

Algunos trabajadores ya utilizan exoesqueletos, una combinación de sensores, ordenadores y motores que les ayudan a realizar tareas de gran exigencia física. Los brazos con ganchos de Fletcher Garrison, ingeniero de Sarcos Robotics, elevan hasta 90 kilos y quizá podrían aliviar al personal de handling de los aeropuertos.

Foto: Spencer Lowell

El espacio de trabajo del futuro inmediato «será un ecosistema de humanos y robots que colaboran para maximizar la eficiencia», me dijo Ahti Heinla, cofundador de Skype y de Starship Technologies, cuyos robots autónomos de reparto recorren sobre seis ruedas las calles de Milton Keynes y otras ciudades de Europa y Estados Unidos.

«Nos hemos acostumbrado a disponer de una inteligencia mecánica que podemos llevar encima –me decía Manuela Veloso, experta en robótica e IA de la Universidad Carnegie Mellon, de Pittsburgh, exhibiendo su teléfono inteligente–. Ahora tendremos que acostumbrarnos a inteligencias que tienen cuerpo y se mueven sin nuestra intervención».

Tras la puerta de su despacho, los «cobots» –robots colaborativos– de su equipo recorren los pasillos, guiando a los visitantes y llevando y trayendo papeleo. Parecen iPads colocados en expositores con ruedas. Pero se mueven solos, e incluso toman el ascensor cuando es necesario (con un pitido y una luz, solicitan a los humanos presentes que pulsen en su nombre los botones necesarios).

«Es inevitable: vamos a tener máquinas, criaturas artificiales, que serán parte de nuestra vida cotidiana –afirmó Veloso–. Cuando empiezas a concebir a los robots que te rodean como una tercera especie, sumada a la humana y la de las mascotas, surge el impulso de establecer vínculos con ellos».

Agarrar y manipular objetos es crucial para los robots que trabajan con personas. Las manos humanas son más sensibles y diestras que las de cualquier robot, pero las máquinas van mejorando. Con dedos que se llenan de aire comprimido para simular el tacto de una mano humana, este robot de la Universidad Técnica de Berlín es capaz de coger una manzana.

Agarrar y manipular objetos es crucial para los robots que trabajan con personas. Las manos humanas son más sensibles y diestras que las de cualquier robot, pero las máquinas van mejorando. Con dedos que se llenan de aire comprimido para simular el tacto de una mano humana, este robot de la Universidad Técnica de Berlín es capaz de coger una manzana.

Foto: Spencer Lowell

Ver gráfico "Echar una mano".

Tendremos que discurrir cómo. «La gente tiene que entender que esto no es ciencia ficción; no es algo que vaya a ocurrir dentro de 20 años –añadió Veloso–. Ya está en marcha».

Vidal Pérez le cae bien su nuevo compañero de trabajo.

Durante siete años, este empleado de 34 años de Taylor Farms, una empresa de Salinas, California, se valió de un cuchillo de 18 centímetros para cortar lechugas. Doblando el lomo una y otra vez, cortaba el tallo de una lechuga romana o de una iceberg, arrancaba las hojas que no estaban perfectas y lanzaba la hortaliza a una cubeta.

«Esto no es ciencia ficción. No es algo que vaya a ocurrir dentro de 20 años. Ya está en marcha», Manuela Veloso, experta en robótica e IA de Carnegie Mellon

Desde 2016 los cortes los hace un robot. Es una cosechadora con aspecto de tractor, de ocho metros y medio de largo, que va avanzando sistemáticamente por el cultivo, envuelta en la nube de neblina creada por el agua a presión con la que secciona cada lechuga en cuanto su sensor la detecta. Las lechugas cortadas caen a una cinta transportadora inclinada que las lleva hasta la plataforma de la cosechadora, donde un equipo de unos 20 empleados las clasifican en cubetas.

Conocí a Pérez un día de junio de 2019, de buena mañana, cuando hacía un descanso en su lugar de trabajo: nueve hectáreas de lechugas romanas que Taylor suministra a locales de comida rápida y establecimientos de alimentación. Un par de cientos de metros más allá, otra cuadrilla cortaba lechugas según la antigua usanza prerrobótica.

«Es mejor así, porque cortar lechuga a cuchillo cansa mucho más que con la máquina», dijo Pérez. Montado en el robot, rotaba cubetas en la cinta transportadora. No todos los operarios prefieren el nuevo sistema, me dijo. «Algunos compañeros quieren seguir como están. Y otros se aburren de estar en la máquina».

Los robots hacen tareas de inventario y limpieza en grandes superficies comerciales. Patrullan fronteras, ofician ceremonias religiosas y ayudan a niños autistas.

Taylor Farms es una de las primeras grandes agroempresas californianas que ha invertido en robotización. «Estamos viviendo un cambio generacional en la agricultura», me aseguró Mark Borman, presidente de Taylor Farms California. Los trabajadores de mayor edad se jubilan y los jóvenes no están dispuestos a ocupar unos empleos que implican deslomarse. La tendencia mundial hacia una restricción de las migraciones transfronterizas, aceleradas por el temor a la COVID, tampoco ayuda. La agricultura está robotizándose en todo el planeta, dijo Borman. «Nosotros crecemos y la mano de obra se reduce, con lo cual los robots ofrecen una oportunidad que nos beneficia a todos».

Fue una consigna que oí con frecuencia el año pasado de boca de directivos de la agricultura y la construcción, la manufactura y la sanidad: estamos asignando tareas a los robots porque no encontramos personas dispuestas a hacerlas.

Los diseñadores dan a cada robot la forma que se adecúa a sus tareas… y a las necesidades de quienes trabajan con él. HRP-5P de 182 centímetros de altura y 101 kilos de peso, desarrollado en el Instituto Nacional de Ciencias y Tecnologías Industriales Avanzadas de Japón, tiene brazos, piernas y cabeza, y manipula grandes pesos en lugares como obras de construcción y astilleros.

Los diseñadores dan a cada robot la forma que se adecúa a sus tareas… y a las necesidades de quienes trabajan con él. HRP-5P de 182 centímetros de altura y 101 kilos de peso, desarrollado en el Instituto Nacional de Ciencias y Tecnologías Industriales Avanzadas de Japón, tiene brazos, piernas y cabeza, y manipula grandes pesos en lugares como obras de construcción y astilleros.

Foto: Spencer Lowell

En el parque eólico de Colorado, ejecutivos de Mortenson Company, una constructora que alquila los robots de Built desde 2018, me hablaron de la desesperada escasez de trabajadores cualificados en su sector. Los robots de Built excavaron 21 cimentaciones en el parque eólico.

«Los operadores dicen cosas como "Vienen a robarnos el empleo" –me contó Derek Smith, director de innovación y eficiencia de Mortenson–. Pero en cuanto comprueban que el robot les ahorra mucho trabajo repetitivo sin que ellos se queden sin tareas, cambian de actitud».

En cuanto el robot acabó la excavación que estábamos observando, un humano a bordo de un buldócer dio los últimos toques y habilitó rampas. «En este trabajo tenemos 229 cimentaciones, con especificaciones prácticamente idénticas –dijo Smith–. Lo que queremos es liquidar las tareas repetitivas para que nuestros operadores se concentren en los aspectos que precisan más arte».

SQ-2 es un robot de seguridad, carece de extremidades, es discreto, mide 130 centímetros de altura y pesa 65 kilos. Incorpora una cámara de 360 grados, un sistema de cartografiado por láser y un ordenador que le permite patrullar en solitario.

SQ-2 es un robot de seguridad, carece de extremidades, es discreto, mide 130 centímetros de altura y pesa 65 kilos. Incorpora una cámara de 360 grados, un sistema de cartografiado por láser y un ordenador que le permite patrullar en solitario.

Foto: Spencer Lowell

El tsunami de pérdidas de puestos de trabajo provocado por la pandemia no ha cambiado esta perspectiva, afirman tanto los fabricantes como los usuarios de robots. «Incluso con una tasa de paro elevadísima es imposible cubrir sin más las vacantes en las que se necesitan competencias superespecializadas, porque no tenemos gente formada para ellas», me aseguró Ben Wolff, presidente y director ejecutivo de Sarcos Robotics.

Esta empresa estadounidense radicada en Utah fabrica exoesqueletos, un tipo de robots que se llevan sobre el cuerpo para sumar a los movimientos de un trabajador humano la fuerza y la precisión de una máquina. Delta Air Lines acababa de iniciar los ensayos con un dispositivo Sarcos para mecánicos aeronáuticos cuando la pandemia dejó temblando al sector de la aviación.

Cuando hablé con Wolff esta primavera pasada, lo encontré optimista. «Asistimos a un frenazo a corto plazo, pero a largo plazo esperamos crecer».

En estos momentos, la mayoría de los empleadores busca medios para reducir el contacto entre sus empleados, y en ese sentido podría ser útil un aparato capaz de llevar a cabo las tareas de dos personas. Desde que estalló la pandemia, me dijo Wolff, Sarcos ha recibido una avalancha de consultas, algunas de empresas que jamás habrían creído interesadas, por ejemplo, una gran firma de productos electrónicos, una farmacéutica o una envasadora cárnica. Los fabricantes de productos electrónicos y de medicamentos querían mover suministros pesados con menos personal. La envasadora cárnica buscaba distanciar a sus trabajadores, normalmente hacinados.

Pound, un robot fabricado por Kawada Robotics, ayuda a montar dispensadores de cambio en una fábrica de Glory en la ciudad japonesa de Kazo. Cada robot forma parte de un equipo humano-robótico que colabora para construir el producto.

Pound, un robot fabricado por Kawada Robotics, ayuda a montar dispensadores de cambio en una fábrica de Glory en la ciudad japonesa de Kazo. Cada robot forma parte de un equipo humano-robótico que colabora para construir el producto.

Foto: Spencer Lowell

En un mundo que hoy recela del contacto humano, no será fácil cubrir vacantes en el sector de cuidados infantiles y geriátricos. Maja Matarić, ingeniera informática y experta en robótica de la Universidad del Sur de California, desarrolla «robots socioasistenciales», máquinas que proporcionan apoyo social en vez de desempeñar labores físicas. Uno de los proyectos de su laboratorio, por ejemplo, es un entrenador robótico que guía a un usuario de edad avanzada por una rutina de ejercicios y luego lo anima a salir a la calle y dar un paseo.

«Dice: "Yo no puedo salir, pero ¿por qué no sale usted a dar un paseo y luego me lo cuenta?"», me explicó Matarić. El robot consiste en una cabeza, un tronco y unos brazos de plástico blanco montados sobre un soporte metálico con ruedas. Pero sus sensores y su software le permiten completar parte de las labores que corresponderían a un monitor humano; por ejemplo, decir «Doble un poco hacia dentro el antebrazo izquierdo» durante el ejercicio o «¡Bien hecho!» cuando concluye.

Recorrimos su laboratorio, un hervidero de jóvenes metidos en cubículos, trabajando en las tecnologías gracias a las cuales quizás un robot llegue algún día a propiciar el diálogo en un grupo de apoyo, o a responder de manera que la persona sienta que la máquina empatiza con ella. Pregunté a Matarić si a la gente le «daba cosa» la idea de poner una máquina a vigilar al abuelo.

Hay compañeros robóticos de múltiples formas. En Eindhoven, Países Bajos, un empleado de Fluidics Instruments trabaja con siete brazos robóticos para ensamblar piezas de quemadores de gas y petróleo. Estos cobots son eficientes y precisos, capaces de producir mil inyectores por hora y, a diferencia de los robots fabriles tradicionales, se adaptan con rapidez a cualquier cambio.

Hay compañeros robóticos de múltiples formas. En Eindhoven, Países Bajos, un empleado de Fluidics Instruments trabaja con siete brazos robóticos para ensamblar piezas de quemadores de gas y petróleo. Estos cobots son eficientes y precisos, capaces de producir mil inyectores por hora y, a diferencia de los robots fabriles tradicionales, se adaptan con rapidez a cualquier cambio.

Foto: Spencer Lowell

«Nosotros no sustituimos a los cuidadores –me respondió–. Cubrimos una laguna. Los hijos adultos no pueden estar todo el día atendiendo a sus padres. Y en este país los cuidadores están mal pagados y mal considerados. Mientras eso no cambie, tendremos que recurrir a robots».

Unos días después de visitar a Matarić, en un mundo totalmente diferente a 30 kilómetros al sur de la universidad, cientos de estibadores se manifestaban contra los robots. Marchaban en el barrio de San Pedro de Los Ángeles, donde las grúas para contenedores descuellan sobre un paisaje de almacenes, muelles y modestas calles residenciales. Generaciones de integrantes de esta cohesionada comunidad se han dedicado a la estiba en los muelles. A la generación actual no le gustaba el proyecto de instalación de manipuladores robóticos de mercancías en la mayor terminal del puerto, aunque estas máquinas portuarias ya son comunes en todo el mundo, incluso en otros puertos de la zona de Los Ángeles.

Los estibadores no pretenden que el mundo se quede paralizado, me dijo Joe Buscaino, representante de San Pedro en la corporación municipal de Los Ángeles. San Pedro ya ha vivido zozobras económicas en el pasado, arrastrado por los altibajos de los sectores pesquero, conservero y naval. El problema de los robots, apuntó, es la velocidad con la que los empleadores están introduciéndolos en la vida de los trabajadores.

«Hace años mi padre vio que la pesca estaba agonizando, así que se colocó en una panadería –contó–. Tuvo la oportunidad de reinventarse. Pero la automatización puede ponerte de patitas en la calle de la noche a la mañana».

Entre los economistas hay opiniones encontradas sobre cuándo y cuánto afectarán los robots al empleo del futuro. Pero sí hay cierto consenso: para algunos trabajadores, la adaptación será infinitamente más dura.

En el Medical City Heart Hospital de Dallas los enfermeros trabajan con Moxi, un robot que aprende y luego ejecuta tareas como ir a buscar material, llevar muestras al laboratorio y retirar bolsas de ropa sucia.

En el Medical City Heart Hospital de Dallas los enfermeros trabajan con Moxi, un robot que aprende y luego ejecuta tareas como ir a buscar material, llevar muestras al laboratorio y retirar bolsas de ropa sucia.

Foto: Spencer Lowell

«Está claro que muchos, muchísimos puestos de producción y ensamblaje desaparecen en cuanto una industria incorpora la robótica –me dijo Daron Acemoglu, un economista del MIT que ha estudiado los efectos de los robots y otras automatizaciones–. Esto no significa que la tecnología futura no pueda generar empleo. Pero la idea de que vamos a adoptar tecnologías de automatización a diestro y siniestro y crear simultáneamente un montón de puestos de trabajo es una quimera deliberadamente engañosa e incorrecta».

Pese al optimismo de inversores, investigadores y emprendedores de start-ups, son muchos los que como Buscaino ven con recelo un futuro poblado de robots. Temen que las máquinas no solo se hagan con la parte más dura del trabajo, sino con el puesto entero, o al menos con la parte más cualificada, la de mayor prestigio… y bien remunerada. (Este proceso es tan prevalente que los economistas le han dado nombre: «descualificación»). También existe miedo a que los robots hagan del trabajo un espacio más estresante, quizás incluso más peligroso.

Beth Gutelius, urbanista y economista de la Universidad de Illinois en Chicago que ha investigado el sector del almacenamiento, me habló de unas instalaciones que visitó tras su robotización. Los robots entregaban rápidamente artículos a los humanos para su embalaje, con lo cual ahorraban a los trabajadores incontables idas y venidas. Pero también los agobiaban con su ritmo incesante y eliminaban las ocasiones de hablar entre ellos.

Las empresas deberían tener en cuenta que este tipo de estrés sobre los recursos humanos «es insano y repercute sobre el bienestar de los trabajadores», apunta Dawn Castillo, epidemióloga que dirige la investigación sobre robots laborales en el Instituto Nacional de Salud y Seguridad en el Trabajo de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. De hecho, el Centro de Investigación en Robótica Laboral prevé que los fallecimientos asociados a los robots «probablemente aumenten con el tiempo», según aparece en su página web. Es así porque cada vez hay más robots en más lugares, y porque están trabajando en entornos nuevos, donde se topan con personas que no saben a qué atenerse y con situaciones que sus diseñadores no siempre han previsto.

En San Pedro, a raíz de que Buscaino ganase una votación municipal para paralizar el plan de automatización, el Sindicato Internacional de Estiba y Almacenaje firmó lo que el presidente de la sección local del sindicato llamó un acuerdo «agridulce» con Maersk, el conglomerado danés que opera la terminal de contenedores. Los estibadores aceptaron dejar de oponerse a la robotización a cambio de que 450 mecánicos recibiesen formación para trabajar con los robots. Otros 450 empleados serán «recualificados»: recibirán formación para dedicarse a nuevas tareas con alta presencia tecnológica.

Está por ver hasta qué punto tienen éxito esos programas de cualificación, opina Buscaino, sobre todo en el caso de los trabajadores de mediana edad. Un amigo suyo es mecánico; su experiencia lo deja en buena situación para añadir el mantenimiento de robots a su lista de competencias. En cambio, «mi cuñado Dominic, que es estibador, ni se hace idea de cómo trabajar con estas máquinas. Y tiene 56 años».

El término «robot» cumple 100 años en 2020. Lo acuñó el escritor checo Karel Čapek en una obra de teatro que sentó el esquema de un siglo de sueños y pesadillas mecánicas. Los robots de la obra, R. U. R., parecen personas, actúan como personas, ahorran todo el trabajo a las personas… y aniquilan la raza humana antes de que caiga el telón.

Un robot cosechador desarrollado por Abundant Robotics recoge por succión las manzanas de un campo de Grandview, en Washington. Los robots son cada vez más capaces de realizar tareas agrícolas que antes exigían la destreza y precisión de una mano humana. Es una ventaja para las fincas que se enfrentan a la escasez de mano de obra humana.

Un robot cosechador desarrollado por Abundant Robotics recoge por succión las manzanas de un campo de Grandview, en Washington. Los robots son cada vez más capaces de realizar tareas agrícolas que antes exigían la destreza y precisión de una mano humana. Es una ventaja para las fincas que se enfrentan a la escasez de mano de obra humana.

Foto: Spencer Lowell

Los robots que hemos imaginado desde entonces –Terminator, Astro Boy o los droides de La guerra de las galaxias– han tenido una gran influencia en los fabricantes. También han modelado lo que el público espera que sea y sepa hacer un robot.

Tensho Goto es monje de la escuela Rinzai del budismo zen japonés. Me entrevisté con él en una elegante sala del Kodai-ji, el templo del siglo XVII de Kioto del que es guardián. Era la viva imagen de la tradición. Y sin embargo, lleva muchos años soñando con los robots. Todo empezó hace décadas, cuando leyó un texto sobre mentes artificiales y pensó lo interesante que sería reproducir al mismísimo Buda en silicona, plástico y metal.
Con versiones androides de los sabios, dijo, los budistas podrían «oír sus palabras directamente». Sin embargo, cuando empezó a colaborar con los expertos en robótica de la Universidad de Osaka, la realidad cayó sobre él como un jarro de agua fría. Descubrió que «dado el estado actual de las tecnologías de IA, es imposible crear inteligencia humana, ya no digamos recrear las personalidades de quienes han alcanzado la iluminación». Pero como tantos especialistas en robótica, no se rindió, sino que se conformó con las posibilidades que le ofrecía el presente.

Mindar, encarnación robótica de Kannon, la deidad de la compasión y la misericordia del budismo japonés, mira a Tensho Goto, un monje del templo Kodai-ji de Kioto. Creación de un equipo dirigido por el especialista en robótica Hiroshi Ishiguro, de la Universidad de Osaka, recita enseñanzas budistas.

Mindar, encarnación robótica de Kannon, la deidad de la compasión y la misericordia del budismo japonés, mira a Tensho Goto, un monje del templo Kodai-ji de Kioto. Creación de un equipo dirigido por el especialista en robótica Hiroshi Ishiguro, de la Universidad de Osaka, recita enseñanzas budistas.

Foto: Spencer Lowell

Al fondo de una sala de paredes blancas del recinto religioso aguarda una materialización en metal y silicona de Kannon, la deidad que encarna la compasión y la misericordia en el budismo japonés. Durante siglos, templos y santuarios se han valido de estatuas para atraer fieles y hacer que se concentren en los principios budistas. «Ahora, por primera vez, la estatua se mueve», me dijo Goto.

Mindar, así se llama el robot, pronuncia sermones pregrabados con una enérgica voz femenina no del todo humana mientras gesticula suavemente con los brazos y gira la cabeza de lado a lado para contemplar a sus oyentes. Cuando te mira, sientes algo, pero no es su inteligencia. Mindar no tiene IA. Goto espera que algún día la tenga, para que su estatua semoviente sea capaz de conversar con las personas y responder a sus preguntas religiosas.

Al otro lado del Pacífico, en una casa anodina de un tranquilo barrio residencial de San Diego, conozco a un hombre decidido a ofrecer un tipo muy diferente de experiencia íntima con los robots. El artista Matt McMullen es director ejecutivo de Abyss Creations, una empresa que fabrica muñecas sexuales realistas a tamaño natural. McMullen dirige un equipo de programadores, especialistas en robótica, expertos en efectos especiales, ingenieros y artistas que crean compañeras robóticas capaces de estimular el corazón y la mente, además de los órganos sexuales.

Algunos expertos en robótica crean máquinas que imitan a los humanos al detalle; es el caso de Harmony, una cabeza parlante que se monta en la muñeca sexual de silicona y acero fabricada por Abyss Creations.

Algunos expertos en robótica crean máquinas que imitan a los humanos al detalle; es el caso de Harmony, una cabeza parlante que se monta en la muñeca sexual de silicona y acero fabricada por Abyss Creations.

Foto: Spencer Lowell

La empresa lleva más de una década fabricando RealDolls de piel de silicona y esqueleto de acero. Cuestan unos 3.500 euros. Pero ahora mismo el cliente dispuesto a pagar 6.800 euros extra recibe una cabeza robótica provista de sistemas electrónicos que generan expresiones faciales, voz y una inteligencia artificial programable desde una aplicación de móvil. Al igual que Siri o Alexa, la IA de la muñeca acaba conociendo al usuario gracias a las órdenes y preguntas que le hace. Del cuello para abajo, de momento el robot sigue siendo una simple muñeca: los brazos y las piernas solo se mueven cuando las manipula el usuario.

«Hasta la fecha no disponemos de una verdadera inteligencia artificial que se asemeje a una mente humana –reconoce McMullen–. Pero creo que la tendremos. Pienso que es inevitable». No tiene duda de que existe mercado para ello. «Creo que hay personas a las que benefician enormemente los robots que parecen personas».

Ya nos estamos encariñando con los que ni siquiera se parecen remotamente a nosotros.

En los viveros Waalzicht de Poederoijen, en los Países Bajos, tres robots fabricados por ISO Group trasplantan cada hora 18.000 pimpollos de flores bajo supervisión de un solo empleado humano.

En los viveros Waalzicht de Poederoijen, en los Países Bajos, tres robots fabricados por ISO Group trasplantan cada hora 18.000 pimpollos de flores bajo supervisión de un solo empleado humano.

Foto: Spencer Lowell

Los militares celebran funerales para los robots artificieros «caídos» en acto de servicio. Los enfermeros de los hospitales bromean con sus colegas robóticos. A medida que los modelos vayan siendo más realistas, la gente probablemente pondrá en ellos todavía más afecto y confianza… puede que en exceso. La influencia de los robots de la ciencia ficción nos induce a atribuir a las máquinas existentes unas capacidades muy superiores a las que realmente tienen. Si queremos adaptarnos como es debido a tenerlos entre nosotros, me dijeron los expertos, debemos partir de expectativas realistas.

Los robots pueden programarse o adiestrarse para que lleven a cabo tareas bien definidas –cavar el hoyo de una cimentación, cosechar una lechuga– con más pericia (o como mínimo con mayor regularidad) que los humanos. Pero ninguno alcanza a reproducir la capacidad de la mente humana para completar una enorme variedad de tareas, máxime si son inesperadas. Ninguno ha dominado todavía el sentido común.

Los robots de hoy tampoco logran igualar la mano del hombre, me dijo Chico Marks, director de ingeniería de fabricación de la planta de Subaru en Lafayette, Indiana. Su fábrica, como todas las del sector de la automoción, lleva décadas utilizando robots industriales estándar. Hoy añade poco a poco nuevos tipos de robot para que se ocupen de tareas como mover carretillas autónomas que transportan piezas por toda la planta. Marks me mostró un batiburrillo de cables que recorrían una sección curva cerca de la puerta trasera de un futuro coche.

«Instalar el cableado de un vehículo no es tarea que se preste a la automatización –me explicó–. Exige un cerebro humano e información táctil para saber si está donde debe y bien conectado».

Las piernas de los robots no son mucho mejores. En 1996 Veloso, la experta de Carnegie Mellon, se sumó al reto de crear antes de 2050 unos robots que jugasen al fútbol mejor que los humanos. Y como acicate al reto, ella y otros investigadores organizaron aquel año el torneo RoboCup. Hoy la RoboCup es una tradición muy querida por ingenieros de varios continentes, pero nadie –Veloso la primera– espera que los robots jueguen al fútbol mejor que los humanos en el futuro inminente.

«Resulta increíble lo sofisticado que es nuestro cuerpo si lo vemos como una máquina –me dijo–. Se nos da estupendamente manejar la gravedad, repartir las fuerzas al tiempo que caminamos, mantener el equilibrio cuando nos empujan… Faltan muchos años para que un robot bípedo camine tan bien como una persona».

ANYmal, un robot capaz de subir escaleras, andar delicadamente sobre escombros o arrastrarse por espacios estrechos, se pasea por Zúrich cerca de las oficinas de su fabricante, ANYbotics. A diferencia de los robots con ruedas, los que como ANYmal tienen patas llegan casi a los mismos lugares que las personas, y a algunos más, como áreas contaminadas por residuos químicos o radiactivos.

ANYmal, un robot capaz de subir escaleras, andar delicadamente sobre escombros o arrastrarse por espacios estrechos, se pasea por Zúrich cerca de las oficinas de su fabricante, ANYbotics. A diferencia de los robots con ruedas, los que como ANYmal tienen patas llegan casi a los mismos lugares que las personas, y a algunos más, como áreas contaminadas por residuos químicos o radiactivos.

Foto: Spencer Lowell

Los robots no van a ser personas artificiales. Tenemos que adaptarnos a ellos, tal y como advertía Veloso, como si de una especie distinta se tratase, y la mayoría de los fabricantes de robots están trabajando con empeño para diseñar modelos que tengan en cuenta los sentimientos humanos. En el parque eólico aprendí que «rebotar» la cuchara de una gran excavadora contra el suelo es señal de que al operador le falta experiencia. (De hecho, la sacudida puede herir al ocupante de la cabina). A una excavadora robotizada, el rebote no le causaría daño alguno, pero así y todo Built Robotics cambió los algoritmos de su robot para evitar rebotes, porque daba mala imagen a los profesionales humanos, y Mortenson quiere que los trabajadores de todas las especies se lleven bien.

A medida que los robots entran en escena no solo cambiamos las personas. Borman me contó que Taylor Farms está trabajando en una nueva lechuga con forma de bombilla y el tronco más largo. El sabor y la textura no varían, solo la forma, que se presta mejor al corte robotizado.

Bossa Nova Robotics fabrica un robot que recorre miles de establecimientos comerciales de América del Norte, escaneando los lineales para llevar cuenta del inventario. Los ingenieros de la empresa se preguntaron cuán amigable y simpático debía ser el aspecto del robot. Al final parece un aire acondicionado portátil con un periscopio de dos metros de altura, sin cara ni ojos.

«Es una herramienta», me explicó Sarjoun Skaff, cofundador y director de tecnología de Bossa Nova. Los otros ingenieros y él querían que tanto a la clientela como al personal les resultase simpática la máquina, pero no demasiado. Si se pasaba de industrial o era muy rara, los clientes huirían. Si se pasaba de agradable, la gente se pararía a charlar y jugar con ella, con la consecuente ralentización del trabajo. A largo plazo, opina Skaff, los robots y las personas adoptarán «un conjunto común de convenciones para la interacción humano-robot» que guiará a las personas a la hora de «interpretar qué es lo que está haciendo el robot y cómo comportarse cerca de él». Pero por ahora los fabricantes de robots y la gente normal avanzan a tientas.

En la periferia de Tokio, en la fábrica de Glory, hay un productor de dispensadores de dinero en efectivo, me detuve junto a un puesto de trabajo en el que un equipo de nueve miembros montaba una máquina expendedora de monedas. Una hoja de papel plastificada mostraba las fotos y los nombres de tres mujeres, dos hombres y cuatro robots. Estos, de color blanco brillante y con dos brazos, tenían nombres de divisas. Mientras observaba cómo el equipo ensamblaba con presteza las piezas de un dispensador de cambio, un robot llamado Dollar solicitó ayuda un par de veces, en una ocasión porque no era capaz de quitarle el papel trasero a una pegatina. Se encendió una luz roja y un humano abandonó al momento su posición en la línea de ensamblaje para solucionar el problema.

En la granja Henri Willig de Katwoude, en los Países Bajos, una vaca decide acceder a un robot Lely Astronaut A4. Cuando el animal se acerca, el robot escanea su collar y le da una golosina si está lista para que la ordeñen; si no, la vaca se queda sin golosina y sigue su camino. La máquina ordeña automáticamente; los granjeros monitorizan la producción y dan instrucciones al robot.

En la granja Henri Willig de Katwoude, en los Países Bajos, una vaca decide acceder a un robot Lely Astronaut A4. Cuando el animal se acerca, el robot escanea su collar y le da una golosina si está lista para que la ordeñen; si no, la vaca se queda sin golosina y sigue su camino. La máquina ordeña automáticamente; los granjeros monitorizan la producción y dan instrucciones al robot.

Foto: Spencer Lowell

Dollar lleva cámaras en las «muñecas», pero también tiene una cabeza con dos cámaras a modo de ojos. «Conceptualmente es un robot androide –me explicó el director Toshifumi Kobayashi–. Por eso tiene cabeza».

Ese pequeño ajuste no convenció en un primer momento a los humanos auténticos, me dijo Shota Akasaka, de 32 años, un risueño jefe de equipo. «Yo no tenía nada claro que fuese capaz de llevar a cabo tareas humanas, que fuese capaz de fijar un tornillo. Cuando vi que el tornillo entraba a la perfección, comprendí que asistíamos al nacimiento de una nueva era», afirmó.

En una sala de reuniones al nordeste de Tokio descubrí qué se siente al trabajar con un robot de la manera más cercana posible: llevándolo puesto.

El exoesqueleto, manufacturado por una empresa japonesa llamada Cyber-dyne, consistía en dos tubos blancos conectados que se curvaban a lo ancho de mi espalda, más un cinturón y dos musleras. La sensación era como llevar los cinturones y arneses de una atracción de feria. Me incliné para levantar una garrafa de agua de 18 kilos. En condiciones normales me habría resentido de la zona lumbar. Sin embargo, el ordenador del interior de los tubos se basó en el cambio de posición para deducir que estaba levantando un objeto, de modo que los motores se activaron para ayudarme. Parecía un truco de magia: de repente, dejaba de notar el peso.

Cyberdyne ve un gran mercado en el campo de la rehabilitación médica; también fabrica un exoesqueleto para las extremidades inferiores que está usándose para ayudar a la gente a recuperar la movilidad de las piernas. Para muchos de sus productos, «otro mercado será el de los trabajadores, para que puedan trabajar más tiempo y sin riesgo de lesiones», me dijo el portavoz de Cyberdyne.

Los robots pueden hacer tareas bien definidas, pero ninguno domina la capacidad humana de simultanearlas y usar el sentido común.

Sarcos Robotics, el otro fabricante de exoesqueletos, sigue la misma línea. Uno de los objetivos de sus aparatos, me dijo su director ejecutivo, Wolff, es «dotar a los humanos de mayor productividad, para que puedan seguir el ritmo a las máquinas que posibilitan la automatización».

¿Nos adaptaremos a las máquinas más de lo que ellas se adaptan a nosotros? Es posible que se nos pida que sea así. Los expertos en robótica sueñan con máquinas que mejoren nuestra vida, pero a veces las empresas se ven incentivadas a instalar robots que la empeoran. Al fin y al cabo, las máquinas no necesitan vacaciones pagadas ni seguro médico. Además, muchos países ingresan grandes cantidades de dinero en forma de impuestos sobre los rendimientos del trabajo al mismo tiempo que fomentan la automatización con exenciones fiscales y otros incentivos. En consecuencia, cuando una empresa despide empleados e instala robots está ahorrando.

«Hay muchas subvenciones para instalar equipos, sobre todo equipos digitales y robots –dijo Acemoglu–. Esto incentiva a las empresas a optar por máquinas en vez de contratar humanos, incluso aunque las máquinas no sean mejores». Según el economista del MIT, hoy existe «entre muchos tecnólogos y directivos una filosofía muy particular que considera problemáticos a los humanos». Se palpa la sensación de que «no hacen ninguna falta. Cometen errores. Te vienen con exigencias. Pasémonos a la automatización».

Cuando Noah Ready-Campbell decidió dedicarse a los robots para la construcción, su padre, Scott Campbell, le preguntó si de verdad le parecía buena idea. Campbell padre, que también trabajó en la construcción, hoy representa a la ciudad de Saint Johnsbury en la asamblea general de Vermont. Él no tardó en convencerse de las bondades de la profesión de su hijo, pero sus electores ven con recelo a los robots, y no solo por el aspecto económico. Quizás algún día sea posible asignarles toda nuestra carga de trabajo, pero los electores de Campbell quieren reservar algo para la humanidad: el trabajo que hace que los humanos nos sintamos valorados. «Lo importante del trabajo no es la parte material que te reporta, sino en qué te conviertes al desempeñarlo. Me parece una gran verdad. Ahí radica lo más importante de desempeñar un trabajo».

Un siglo después de ser ideados para el escenario teatral, los robots que ya existen ya están haciendo la vida más fácil y más segura a algunas personas. Y también un poco más robótica. Para muchas empresas, esto aporta un plus de atractivo.

«Ahora mismo, cada obra de construcción es distinta y cada operador de maquinaria pesada es un artista», me dijo Gaurav Kikani, vicepresidente de estrategia, operaciones y finanzas de Built Robotics. A los operadores les gusta la variedad; a las empresas, no tanto. Se ahorran tiempo y dinero cuando saben que una tarea se realiza de la misma manera en todos los casos, sin que dependa de las decisiones de una persona. Aunque en las obras siempre se necesitará la adaptabilidad y la inventiva humanas para ciertas tareas, «con los robots vislumbramos la oportunidad de estandarizar prácticas y crear eficiencias para las tareas que se prestan a la robotización», dijo Kikani.

En el instante en que alguien tiene que decidir si prevalecen unas u otras preferencias, la tecnología en sí misma no tiene respuestas. Por mucho que avancen, hay una tarea que los robots nunca podrán ayudarnos a resolver: decidir cómo, cuándo y dónde utilizarlos.

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El artículo de David Berreby «Lo que nos separa» apareció en el informe especial sobre racismo en abril de 2018. Spencer Lowell documentó la construcción del vehículo explorador Curiosity para la NASA.

Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2020 de la revista National Geographic.